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– Sí -sonó la voz de Vega en el auricular.

– Mi alférez, si no le importa, Chamorro y yo vamos darnos una vuelta por el cementerio y luego nos aceramos a la empresa, para ver qué encontramos por allí. Así vamos adelantando.

– Ya -dijo el alférez-. Deduzco que mientras tanto nosotros nos encargamos de sacarle al vecindario lo que sepa.

– Si no tiene inconveniente…

– Claro que no. Es gente muy divertida.

– ¿Divertida?

– Ya te contaré. Vamos, que no llegáis.

– Gracias, mi alférez. Luego le llamo.

Sin incurrir en el feo extremo del servilismo, siempre procuro ser atento con los oficiales, aun con los de más bajo rango. Nunca sabes cuál de ellos puede acabar un mal día siendo tu jefe.

5. Una empresa decente

Mi primer jefe en una unidad de información, el subteniente Arias, un picoleto viejo con miles de leguas en las suelas, me regaló unos pocos consejos, tan sabios como sucintos. Uno de ellos: nunca metas paja en los informes; lo que no suma, resta y distrae. Ateniéndome a esa regla, supongo que me toca pasar muy brevemente por el relato del entierro y de nuestra conversación subsiguiente con Cintia, la mujer que Wilmer había dejado para que le llorase a pie de ataúd. El entierro fue como tantos otros, con la diferencia de que había mucha gente y toda provenía del mismo país extranjero, a excepción de la concejala de servicios sociales y los dos policías municipales que la escoltaban. En cuanto a la entrevista con Cintia, sirvió ante todo para confirmar la impresión que nos había facilitado el vecino Francisco Castro: era un alma de cántaro, y de lo que hacía su compañero sentimental de las puertas de su piso para afuera debía de saber más o menos lo mismo que yo sé de escritura cuneiforme y bolsos de Chanel. Eso sí, tenía unas facciones agraciadas, un tipito estupendo y un par de razones en la proa que permitirían a cualquier varón bien hormonado que viviera con ella (por ejemplo Wilmer) olvidarse de todas sus escaseces en otros aspectos. El resumen de su testimonio era que no sabía nada, que ella no se metía en lo que hacía su hombre y que Wilmer, a pesar de lo que oyéramos por ahí, era bueno.

Quizá fuera esto último lo más útil. Que alguien como Cintia sintiera la necesidad de subrayar una afirmación, aunque resultara una maldad pensarlo, era un motivo para cuestionarla.

Pero nos limitamos a sumar sus declaraciones a los demás indicios que llevábamos recogidos y nos dirigimos sin pérdida de tiempo a la fábrica de muebles. Allí enseñé mi placa al que parecía el encargado y le pregunté por el dueño. El encargado nos pidió que esperásemos y subió por una escalera. Mientras estuvo ausente, observamos la actividad productiva que allí se desarrollaba. No menos de cuarenta operarios, todos ellos inmigrantes, y la mayoría sudamericanos, bregaban a buen ritmo con piezas de mobiliario en diversos estados de terminación. Allí, desde luego, no hacían honor a la fama de perezosos que les atribuían sus vecinos. Cuando volvió el encargado, nos dijo con rostro serio:

– El señor Vázquez les ruega que suban a su oficina. El señor Vázquez ya podía estirarse y bajar a recibirnos, pensé, porque el hecho de ser un comemierda profesional no le impide a uno mantener un residuo de autoestima ni le lleva a dejar de creerse acreedor a alguna deferencia ajena. Pero bueno, si ésa era su manera de darse importancia, las había conocido peores.

Trepamos por la escalera que separaba la zona de los operarios de las oficinas desde las que se dirigía el negocio. El pobre Karl Marx habría dicho que allí era donde se enajenaba al obrero, en este caso al nuevo y barato obrero inmigrante, la jugosa plusvalía de la que se apoderaba el patrón. Pero Marcial Vázquez, gerente y propietario de aquella fábrica, no debía de haber leído al viejo ateo de Tréveris, ni falta que le hacía para reírse de la bendita ingenuidad de aquel barbudo que creía que en el obrero alienado palpitaba la revolución, cuando en el obrero, como en el patrono, palpitan sobre todo la codicia y el miedo a la intemperie. Que se lo preguntaran a él, que probablemente había nacido con una mano detrás y otra delante, y que ahora, además del inmenso todoterreno Lexus que se veía manchado de polvo a la entrada (polvo del camino de la finca, deduje), poseía todo aquel tinglado. La cara con que nos recibió en su despacho, sin dejar de reflejar alguna tensión (por la circunstancia que nos llevaba allí, me permití suponer), denotaba hasta qué punto estaba contento de sí mismo. Y eso que la camisa Polo Ralph Lauren que gastaba, y que a cualquier otro le habría dado aire pijo, a él, merced a su protuberante panza, le quedaba como si llevara un saco de estiércol.

– Hola, buenos días, les estaba esperando -nos escupió, casi sin darnos tiempo a presentarnos-. Ahí los tienen.

Tuve la patente sensación de que se me estaba escapando algo. Reaccioné con la prudencia aconsejable en esa tesitura:

– Perdone, ahí tenemos ¿los qué?

– Los permisos -dijo, señalando unos impresos apilados.

– ¿Los permisos?

– Joder, sí, los permisos. Los de residencia y trabajo de toda esa gente que hay ahí abajo. Supongo que se pensaban que soy un pirata, que los tengo de cualquier manera y que con eso van a buscarme las vueltas. Pues ya ve, se equivocan. Esto es una empresa decente, aquí se cumple con la ley y se paga religiosamente lo que marca el convenio. Nadie se aprovecha de los trabajadores. Se les exige que trabajen y se les paga lo justo. Como a cualquiera de aquí. Si tengo que traerme ecuatorianos y lo que pille no es por mi gusto. Yo no tengo la culpa de que los jóvenes españoles sólo quieran estar en el botellón y drogándose y sacándoles los cuartos a los padres. Tengo clientes y tengo que servirles los pedidos. Con que lo deje de hacer un par de veces, buscarán a otro.

Tenía bien preparado el alegato, no cabía duda. Pero lo estaba soltando sin necesidad y ante la persona errónea. Si fuéramos pidiendo los permisos de residencia en todos los casos en los que nos tropezamos con extranjeros, nos pasaríamos la vida denunciado irregulares, y no podríamos resolver homicidios.

– No venimos a pedirle esos papeles -le informé, sin alterarme-. Puede recogerlos. ¿Le importaría que nos sentáramos? Resulta incómodo hablar de pie, y le robaremos al menos unos minutos.

Marcial Vázquez se quedó descolocado. No parecía concebir que un agente del orden que entrara en su fábrica no sintiera el irreprimible prurito de hurgar en todo aquel papelote.

– Esto, sí -farfulló-, perdonen, ahí tienen…

Ocupamos las sillas que nos señaló. Él tomó asiento también. Busqué la mejor manera de entrarle, dándole confianza:

– No se preocupe, señor Vázquez. Nos consta por nuestros compañeros que es usted un hombre de orden, y que esto no es ninguna cueva donde se explote al personal. Basta con ver las instalaciones, la maquinaria, y el equipo que llevan los trabajadores. Los policías somos observadores, nos fijamos en las cosas, para no perder el tiempo ni hacérselo perder a los ciudadanos.

Era verdad que la fábrica era nueva, que no estaba nada mal montada y que los empleados parecían disponer de todas las medidas de seguridad reglamentarias. Y a Marcial debía de enorgullecerle que así fuera: se esponjó notoriamente al oírme.

– Por lo demás, ya sabemos que Wilmer Estrada tenía sus papeles en regla -añadí-. Es uno de los primeros datos que nos da el ordenador. La razón de nuestra visita es bien diferente.

– Pues usted dirá.

– Queremos que nos cuente quién era Wilmer Washington Estrada, en su opinión. Qué concepto tenía de él, en lo bueno y en lo malo. Y qué puede decirnos acerca de su vida.

Marcial Vázquez perdió unos segundos en meditar su respuesta. Después de todo, pensé, quien había levantado y mantenía un emporio como aquél difícilmente podía ser un estúpido.