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– Sé que te jodo, Vila, pero estamos en cuadro. Me gustaría poder darte cariño y pedirte disculpas, pero ya no llego a más y todo lo que te digo es que te vas para allá, por narices. Tienes mi permiso para ponerme de cabrón para arriba con quien sea.

Había hecho uso, desde luego, de la autorización que tan generosamente me había otorgado mi inmediato superior, el capitán Luque, quien por lo demás, aunque sólo le conocía desde hacía dos meses, no me parecía un jefe demasiado chungo. Pero ello no me había evitado el chasquido de lengua de la madre de mi hijo, ni que mi unigénito, con su habitual parquedad expresiva, me hiciera advertir su honda decepción, aunque en apariencia aceptara mis razones. Pronto, pensé, sería un adolescente, y a partir de ahí relacionarme con él sería como jugar a la ruleta rusa.

Todas estas ideas, y algunas un poco más furibundas, se revolvían en mi cerebro cuando repuse flemáticamente al concejal:

– Lo siento, pero no crea que es porque no haya intentado subir. Es que me han suspendido tres veces en el curso de ascenso.

Chamorro, que sabía que nunca me había presentado a ese curso, aunque alguno de mis jefes me había insistido para que lo hiciera, me dedicó una de sus características miradas de soslayo. Era la que solía ponerme cuando a su juicio, como luego no se privaba de comentarme, afloraba lo que ella llamaba mi inmadurez.

Al menos, la mentira obró el efecto de descolocar al munícipe y devolvernos al feo y concreto asunto que nos ocupaba, que no era por cierto mi incapacidad para labrarme una posición en la vida, sino un ecuatoriano llamado Wilmer Washington Estrada, de treinta y cuatro años, del que cabía afirmar, como primer y fehaciente dato, que ya no iba a cumplir los treinta y cinco. Estaba en el depósito de cadáveres municipal, a cuya puerta departíamos con el concejal delegado de urbanismo y seguridad ciudadana y primer teniente de alcalde del ayuntamiento, que tal era su investidura oficial (aunque oficiosamente, según había podido informarme, venía a ser el alcalde en la sombra, aprovechándose de la vejez y la holgazanería del presunto titular del bastón de mando). El ambiente que nos rodeaba no era precisamente bucólico. Los centenares de ciudadanos ecuatorianos afincados en el pueblo se arremolinaban frente al depósito, coreando airadas consignas que en resumen se centraban en la petición de justicia habitual en estos casos, aunque con un aderezo inusual: el arrojo con que presionaban al cordón de fornidos antidisturbios, nuestros hoscos GRS, que les venían a sacar medio metro de promedio.

– Ya ve que no me preocupo por gusto -dijo el concejal.

– Nos percatamos de la situación -repuse, aprovechando que la conversación regresaba a donde debía-. Y no dude de que vamos a resolver esto tan rápido como resulte posible hacerlo. Lo que no le puedo prometer es que tendrá mañana un detenido, porque así: es como funciona normalmente la investigación criminal. Pero vamos a darle a esto la máxima prioridad, descuide usted.

Ése era mi cometido. Demostrarle a aquella gente que la cosa se tomaba lo bastante en serio, que para eso se enviaba a los expertos de la unidad central de Madrid, como al día siguiente reflejarían con gran pompa y circunstancia (la costumbre me permitía pronosticarlo) todos los periódicos de la provincia. Viendo el panorama, podía entender que aquel hombre hubiera movilizado a sus jefes regionales del partido, quienes a su vez habían llamado al Ministerio, de donde había partido la orden que tras pasar por el coronel y por Luque me llegaba a mí convertida en un aerolito incandescente. Por lo menos para eso, el edil había demostrado buen juicio. Se trataba, en definitiva, de arrojar alguna luz sobre el caso antes de que los ánimos se desbordasen y aquello derivara en un episodio de desintegración de la comunidad afectada, una de tantas en las que convivían, con armonía precaria y bastante mar de fondo, los habitantes autóctonos con los extranjeros llegados en aluvión para bregar con la parte dura de la prosperidad agrícola local. Lo que mi interlocutor no esperaba era que los expertos de Madrid fueran una cabo y un sargento, pero ya se sabe que la vida suele complacerse en defraudar nuestras expectativas.

– No les voy a decir cómo tienen que hacer su trabajo -concedió el concejal-. Ustedes sabrán, que para eso se supone que son los profesionales de esto. Pero a mí me toca seguir gobernando este pueblo mientras tanto, y me toca también recordarles, y no es por meterles prisa, que cada hora que pase sin que podamos dar a la gente alguna información, y a ser posible la que ya les he dicho, la pelota se nos va a ir haciendo un poco más gorda.

En un mundo ideal, debería haberme ofendido al oír eso. Mi trabajo no consiste en pulverizar récords, y mucho menos en llegar a metas predeterminadas. Pero estaba habituado a ambas cosas. A que los políticos que al final me marcaban o intentaban marcarme el paso quisieran resultados rápidos, y a constatar que unos resultados les convenían más que otros y no se privaban de presionar para que los obtuviera. Lo que el concejal quería era que pudiéramos colgarle en pocas horas el marrón a otro indio, ajuste de cuentas entre ellos, y aquí paz y después gloria. Para ello no había dudado en ofrecerme esa hipótesis como la más plausible, habida cuenta del carácter de aquella gente, del subdesarrollo y la violencia de los países de los que venían, etcétera. No me había molestado en aclararle entonces que Ecuador no era un país especialmente violento, ni tampoco lo eran los inmigrantes de esa nacionalidad que por aquí teníamos, según nuestra experiencia. No pensaba entrar en discusión con él más de lo imprescindible.

– Bueno, ya se verá -dije-. Pero mientras el forense termina con la autopsia, puedo darle una información esperanzadora. Nuestra gente de criminalística ha levantado varias huellas dactilares de la bolsa de plástico, y una de neumático en la cuneta. Esto no es como en CSI, donde con eso ya van y pillan al malo, pero nos ayudará mucho en cuanto centremos un poco las pesquisas. Eso es lo que nos tienen que dejar hacer, no le pedimos nada más.

– Está bien, yo ya he dicho lo que tenía que decir -rezongó el concejal-. Por cierto, ¿no entran ustedes a las autopsias?

– Depende. Antes entraba más, pero desde que me hice vegetariano… Y la cabo es una persona muy religiosa y le resulta violento ver a un hombre desnudo. Entra sólo a las de mujeres.

Chamorro me dirigió una mirada flamígera. El concejal dudó entre pensar que le estaba tomando el pelo o que éramos un par de freaks. Supongo que optó por lo segundo, y se alejó sacudiendo la cabeza. El informe del forense, por lo demás, fue claro y conciso, y no habría sido otro de haber estado allí nosotros estorbando: muerte por asfixia, y una lesión contusa en la base del cráneo, no mortal, pero sí suficiente para provocar pérdida de conciencia. A Wilmer le habían pegado un garrotazo por detrás y una vez desvanecido lo habían asfixiado con la bolsa de plástico que habíamos encontrado tirada a treinta metros del cadáver, con las huellas. Lo podía haber hecho cualquiera. Incluso un aficionado.