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– Ya veo.

– Entiéndame, no es que no lo sienta. He jugado de chico con ese hombre que está frío ahí dentro. Pero Wilmer y yo hace tiempo que andábamos por distintos caminos. Lo que sé de él, lo sé de oídas. Y quién se fía de todo lo que dice la gente.

– Sí, quién se fía -suscribí, sintiéndome de pronto exhausto.

4. El roce diario

Nos alojamos en un hotel nuevo, de dos estrellas según la placa que había a la puerta, pero con unas habitaciones descomunales llenas de mármol y madera con griferías de lujo en el baño. Se veía que el dueño había invertido allí algunos ahorrillos no declarados a Hacienda. Tampoco se lo afeé esa noche, porque me vino bien la enorme y suntuosa cama en la que dejé caer mis huesos. Dormí como una piedra y desperté espiritual y físicamente renovado, hasta tal punto que mientras esperaba a Chamorro y a los otros tomando un café en la cafetería del hotel, entre viajantes ajados por los años y la vida trashumante, me dije que tampoco resistía tan mal para llevar vivo cuarenta años y un día.

Chamorro vino en seguida. De hecho, eran contadas las ocasiones en que la esperaba yo. No se le veía muy buena cara.

– ¿Qué te pasa, Virginia? No estarás afectada por el trabajo que tenemos entre manos, ¿no? Sólo era un indio pichabrava.

– Muy gracioso -refunfuñó.

– No, en serio, ¿estás bien?

– No. Pero no hace falta evacuarme. Aguantaré.

– Oye, ¿quieres que te lleve a un médico?

– Coño, Rubén, que no me pasa nada anormal. Me ha bajado la regla. Que hay que decírtelo todo.

– Perdona -reculé, sabiendo lo que valía ese coño en sus labios.

El alférez y los dos miembros de su equipo llegaron media hora más tarde. Pero no habían desperdiciado en absoluto el tiempo desde que nos habíamos separado la tarde anterior.

– Aquí está la lista de los modelos que pueden montar esos neumáticos -la guardia Robles me tendió un folio impreso-. No son demasiados, esta vez ha habido bastante suerte.

– Sí, cuando son de un ancho mediano ya llegan a salimos listas de hasta cien modelos -anotó el sargento Lucas.

Allí no había muchos más de veinte. Un detalle prometedor.

– Las huellas dactilares son buenas -añadió el alférez-. En alguna podemos tener cuarenta puntos significativos. Suficientes para una identificación dactiloscópica fiable al cien por cien. La única mala noticia es que restos biológicos susceptibles de darnos ADN no hemos levantado ni uno. Y peinamos bien la zona. Lástima.

– Qué se le va a hacer -dije-. Habrá que resolver a la antigua. Los de antes no tenían pruebas de ADN y se las apañaban.

Pero sabía hasta qué punto podía suponer un atajo gratificante disponer de un pelillo, una pizca de piel o unas gotas de fluido corporal. Y la perspectiva de carecer de esa ayuda sólo significaba una cosa: más trabajo. Debatí con el alférez el plan del día. Propuse empezar por el domicilio de la víctima. Pavor me daba abrir la caja de Pandora del interrogatorio vecinal. Hablar con los vecinos de alguien es una diligencia de resultados impredecibles, y no pocas veces desorientadores. Tan pronto pueden decirte que Barrabás era un chico dulce que subía la compra a las vecinas y les cedía el paso en el ascensor como que Blancanieves maltrataba sistemáticamente a los enanitos. Y lo peor no es que te despisten, sino que a menudo lo hacen convencidos de colaborar. Pero no podíamos omitirlo, y como iba a ser laborioso, decidimos abordarlo lo primero y con todo el equipo. Nos pusimos en marcha.

El edificio en el que había vivido Wilmer Washington tenía pinta de haber sido construido en los últimos diez años, y quien lo había proyectado no derrochaba talento arquitectónico. Con cuatro plantas y su forma de paralelepípedo soso, no tenía nada que ver con la fisonomía tradicional del pueblo. Pero eso no debía de importarle demasiado a quien lo levantó, ni parecía tampoco afectar a quienes lo habitaban. En el mismo portal nos cruzamos con un vecino que salía. Mientras los otros subían a recorrer los pisos, Chamorro y yo nos quedamos un momento con él.

– Guardia Civil -le mostré la placa-. ¿Puede dedicarnos unos minutos, por favor?

El hombre, de unos cuarenta y cinco años, abdomen generoso y espaldas anchas, nos observó con unos espantados ojos azules. No era la primera vez que asistía al apuro de un ciudadano al ver mi placa. Como no es mi función ir asustando, traté de calmarle:

– Hacemos comprobaciones rutinarias. ¿Vive usted aquí?

– Sí -dijo, rehaciéndose un poco.

– ¿Su nombre, por favor?

– Castro, Francisco Castro.

Chamorro apuntó en su libreta, mientras él la miraba de reojo.

– ¿Conocía al fallecido?

– Bueno, de aquí, de cruzármelo en la escalera.

– ¿Y qué idea tenía de él?

– ¿Idea? Pues no sé. Una persona normal. Bueno, como son ellos.

– ¿Ellos?

– Sí, ya me entiende, éstos, los sudamericanos.

– ¿Y cómo son? -preguntó Chamorro.

– Usted sabe. Un poco relajados en casi todo. Un poco ruidosos a veces. Y un poco vagos para las cosas comunes, mi mujer está ya harta de decirles a sus mujeres que la escalera se limpia entre todos, que todos la usamos, pero como quien oye llover.

– Entonces, diría usted que crean problemas de convivencia…

Francisco Castro pareció reflexionar.

– No, problemas, tampoco. Aquí no somos racistas ni nada de eso. Que tienen que venir, que hacen falta sus brazos para el campo y para las fábricas, pues qué se le va a hacer. Por lo menos éstos no son como los otros, que ni siquiera los entiendes y se pueden estar cagando en tu madre sin que te enteres. Pero el roce diario tiene sus cosas, y hay que estar aquí para saberlo.

– Ya -dije-. Y qué me dice de este hombre, Wilmer Estrada, ¿tenía alguna actividad extraña, venía gente rara a verle, o vio usted algo que en algún momento resultara sospechoso?

– Que yo sepa, trabajaba en una fábrica de muebles -repuso nuestro informante-. A veces venía a verle gente de su país, y hacían fiestas. Raros a mí no me parecían. Como él, sin más.

– Y con la mujer, ¿algún problema?

– ¿Quiere decir si se peleaban?

– Sí, o cualquier otra cosa sospechosa que observara.

– No, no se peleaban. Tampoco tenía motivo. La mujer es una inocente, se ve de lejos que él le tenía sorbido el seso.

Chamorro asintió con rostro coriáceo.

– ¿Vio usted ayer al difunto? -preguntó al vecino.

– Espere, que haga memoria… Sí, lo vi volver del trabajo, por la tarde. Sobre las siete. Pero nada, entrar en el portal y poco más.

– ¿Tenía buen aspecto? ¿Notó alguna actitud inusual en él?

Francisco Castro se encogió de hombros.

– Qué quiere que le diga, yo lo vi como siempre. Tampoco me fijé especialmente en él, no me gusta fisgar a los vecinos.

– Está bien, señor Castro, le agradecemos su colaboración.

– No hay de qué. ¿Tienen ya alguna pista? ¿Es verdad eso que dicen los periódicos de que…?

– Siempre tenemos varias pistas -dije-. Y no solemos informar a los periodistas antes de tiempo. No crea todo lo que lee.

Los periódicos locales, en efecto, y ya me imaginaba intoxicados por quién, aventuraban algunas hipótesis, todas ellas en la línea del ajuste de cuentas dentro de la propia comunidad ecuatoriana del pueblo, aunque con variaciones en cuanto al móvil. Se hablaba de un crimen pasional, de una deuda impagada, de rivalidad entre bandas dedicadas a la introducción ilegal de inmigrantes… De fantasía y de credulidad el mundo anda bien abastecido.

Francisco Castro, cumplido su deber cívico con la autoridad competente, o sea nosotros, prosiguió su camino. Visto el resultado más bien pobre de nuestra entrevista con él, y previendo que eso era lo que íbamos a sacar de los demás habitantes del inmueble, cambié de opinión respecto del plan de operaciones. Miré la hora. Si nos dábamos prisa, todavía podíamos llegar al entierro. Saqué el teléfono móvil y marqué el número del alférez.