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– Soy yo -dije, y hubiera querido gritar: soy el mismo, el mismo.

Me abrazaron atropelladamente, riendo y hablándome todos a la vez. Mi madre me soltaba para mirarme y me volvía a abrazar y Cristina, que me había agarrado de la mano, no dejaba de sonreírme entre las lágrimas. Trajeron otra silla y tuve que hablar de la guerra, pero se dieron cuenta, creo, de que no quería contar demasiado. Nos quedamos de pronto en silencio los cuatro.

– Mejor cuéntenme ustedes -dije.

– Por aquí, ya sabes, nunca hay demasiadas novedades -dijo mi madre-. Tu hermana tiene una -y sonrió con aire feliz.

– Ah, sí -dije-: algo vi desde el tren; pero creí que me mentían los ojos.

Cristina, que se había levantado a traer más café, me miró suplicante.

– A él lo movilizaron en el segundo llamado -dijo mi madre-, pero tuvo más suerte: le tocó en el continente. Ya debe estar también por llegar; y adivina lo que le prometió Cristina. -Se detuvo, radiante.- Cristina, ¿se lo voy a tener que decir yo?

– Nos vamos a casar -dijo mi hermana-. A fin de año.

Dije que me parecía una locura, que Cristina tenía apenas dieciocho años y recién estaba terminando el secundario. Mi madre sonrió impasible.

– Yo también me casé a esa edad; puede esperar para tener hijos. Lo que pasa es que está hablando un ataque de celos. Voy a buscarte una ropa de tu padre, así te podes duchar.

Me llamó entonces desde el dormitorio.

– Hay otra noticia; nada alegre. La señora Roderer está muy grave, tiene un tumor cerebral. Deberías ir a verla, preguntó tanto por vos este tiempo. Y ya le queda muy poco. Está en su casa ahora: en el hospital necesitaban la cama y no la quisieron tener más.

Fui a visitarla antes de tomar el tren de regreso. Tuve que tocar dos veces el timbre y golpear en una de las ventanas antes de que Roderer saliera a abrirme. Estaba sin afeitar, con la ropa arrugada; parecía más que nunca ensimismado y huraño. Me miró con extrañeza, como si mi aparición fuera algo inexplicable que le exigiera la modificación crucial de una hipótesis.

– No creí… -y sin terminar la frase me tendió intempestivamente la mano, como para corregir una expresión involuntaria que por un instante había aparecido en su cara, una expresión fugaz pero inconfundible: era miedo. Qué doloroso, y al mismo tiempo, qué característico, que yo equivocara las cosas y en ese único gesto de afecto que Roderer tuvo hacia mí creyera ver una simulación y confundiera ese miedo con un temor intelectual. En realidad -pero esto sólo ahora puedo reconstruirlo-, al abrir la puerta, en ese brevísimo instante de duda, su inteligencia debió señalarle el significado exacto de que yo hubiera vuelto indemne de la guerra; y él no quiso oír e igualmente me tendió la mano.

– Vine a ver a tu madre -dije. Asintió y me condujo por un corredor que no conocía; se detuvo delante de una puerta entornada.

– ¿Estás seguro de querer verla? -me preguntó-. Tuvieron que hacerle quimioterapia; tal vez ni te reconozca, sólo de a ratos está lúcida.

Entré. Vi sobre la cama, como un bulto, el cuerpo recogido, con la cara vuelta contra la pared; las mantas sólo dejaban al descubierto la nuca, de la que colgaban unos últimos mechones lacios. El tumor sobresalía detrás de la oreja, tirante y amoratado. Recordé el gesto leve con que se había tocado el pelo: Nada serio, dicen los médicos. Di un paso adelante, sin saber cómo llamarla. La cama despedía un pesado olor a colonia. Ella debió advertir que alguien entraba; sin mover el cuerpo torció el cuello y giró hacia mí la cabeza. Me miraba con uno solo de sus ojos.

– Usted -dijo, como si me esperara desde hacía mucho-. Dígame usted, que estudió tanto -y su voz dio un vuelco aterrado-: ¿por qué me tengo que morir?

Su mirada se mantuvo clavada en mí por un segundo y luego subió imprecisa al techo.

– No sabe -suspiró-, tampoco sabe. -Y dando vuelta la cabeza se arrebujó otra vez silenciosamente contra la pared.

Retrocedí, tratando de no hacer ruido.

– Creí… ella me habla dicho -murmuré-que era un tumor benigno.

– Es un tumor benigno -dijo Roderer con una fría furia-, ese es su sentido del humor. Absolutamente benigno. Un quiste óseo. Si hubiera crecido sólo por afuera, dijo el médico, sería cuestión de rutina. Los operan por docenas, todos los días. Con anestesia local. Pero se infiltró a través del cráneo. El médico no se lo esperaba, pero a veces sucede: invierten la dirección. Y ahora atravesó el cráneo y ya no puede hacerse nada. Sólo esperar a que siga creciendo y benignamente le seccione el temporal. -Su voz enronqueció.- Creí que bastaba con que hubiera dejado de hablarle, que la había apartado lo suficiente. -Sonrió con una mueca.-Debo estar muy cerca -dijo y súbitamente volvió a mirarme:

– Llévate a Cristina, sácala ya mismo de aquí.

El nombre de mi hermana en boca de Roderer me causó una honda impresión.

– Cristina -dije secamente- está por casarse.

– ¿Es que no entendés todavía? ¿O crees que va a frenarlo la marcha nupcial? Sé lo que estás pensando, sé perfectamente lo que pensás; pero de esto, por lo menos, deberías acordarte: lo que provoca un efecto existe, también es real.

Y al abrirme la puerta me volvió a decir: Llévatela.

Nueve

Durante el tiempo que viví en Buenos Aires mi hermana me escribió sólo tres cartas. En las dos primeras -una para cada cumpleaños-, se advertía dolorosamente, bajo el tono ligero y los comentarios graciosos, un esfuerzo a duras penas sostenido por no mencionar un nombre. La última la recibí en un día particularmente decisivo para mí. Cavandore estaba otra vez en Buenos Aires; habían pasado casi casi tres años desde la guerra, estaban por restablecerse las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña y lo habían enviado, como muestra de buena voluntad, a ofrecer un programa de becas en Cambridge para los alumnos a punto de graduarse. Yo estaba asistiendo a los seminarios que dictaba y aquel día, en uno de los intervalos, me había llamado aparte.

– ¿Por qué no se inscribió todavía en el programa? Usted es una de las personas en las que yo pensaba; estuve hablando con sus profesores: todos lo recomendaron.

Cavandore me examinaba con unos ojos serenos y amables. Me sentí avergonzado: sabía bien que cualquier cosa que dijera -sobre todo la verdad- sonaría pueril.

– Si fuera otro lugar, otro país; pero justo Inglaterra…

– ¿Qué quiere decir? Si piensa estudiar lógica es un lugar inmejorable; el mismo Seldom está invitado para el primer semestre. -Me miró como si lo asaltara de pronto una idea demasiado absurda como para que se le hubiera ocurrido antes.- ¿O usted me está planteando una cuestión de patriotismo?

– No, no es patriotismo; pero yo… estuve en las islas -dije.

Cavandore se quedó un momento callado.

– Discúlpeme, no lo sabía. -Y pareció reflexionar como ante un problema que se hubiera puesto levemente más difícil.- Entiendo, no crea que no lo entiendo. Pero tómelo así: el lugar es Cambridge, no Inglaterra. El país de un matemático son las universidades de todo el mundo. -Y agregó con un gesto serio:- Prométame que va a pensarlo.

Se lo prometí, pero mi tono no debió convencerlo.

– Le voy a decir algo duro, para asegurarme de que lo piense bien: usted cree que es joven, cree que tiene mucho tiempo por delante y todas las posibilidades para elegir. Pero eso no es cierto: ya no es tan joven y las puertas que cierre ahora no se le van a volver a abrir…

Volví de la Facultad a pie, por el camino más largo; quería mirar el río y seguí por la costanera hasta la zona de dársenas. Cada tanto atronaban en el aire, enormes y violentos, los aviones que despegaban del aeroparque. Cuando atravesé los bosques y llegué a Plaza Italia ya era casi de noche; en la puerta del edificio el portero me alcanzó la carta de Cristina. Empezaba con el mismo tono que las otras, pero en la segunda página había agregado abajo de su nombre una posdata que parecía escrita en un arrebato y que acababa de un modo inesperadamente comercial, como si se hubiera arrepentido en la mitad del impulso.