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Volví a Puente Viejo en las vacaciones de verano, después de rendir los exámenes de diciembre. En la estación de ómnibus me estaba esperando mi hermana; en aquel año se había transformado en una chica abrumadoramente hermosa; nos miramos y reímos al mismo tiempo, algo incómodos.

– Te dejaste el pelo largo -dijo ella.

– Y vos -empecé admirado-, vos… -Pero ella me abrazó antes de que pudiera decirle nada. Vi afuera, perfectamente estacionado, el viejo Peugeot de mi padre.

– Hey -dije-, ¿y desde cuándo sabes manejar? Si yo te había dicho… ¿Quién te enseñó?

Volvió a reírse.

– No te preocupes -dijo-: aprendí sola.

Amanecía y la calle de acceso estaba desierta. Yo miraba su cara de perfil, atenta a las indicaciones del camino, miraba el bello ángulo de la garganta, el cambio misterioso y decisivo de su cuerpo y ella giraba cada tanto la cabeza y sonreía entristecida, como diciendo: sí, pero eso no cuenta.

A la tarde, después del almuerzo, desaté sin querer una discusión en mi casa. Mi padre, a quien había encontrado más callado que de costumbre, se había ido a la biblioteca, a dormitar en su sillón. Cristina se había puesto la malla para acompañarme al mar y cuando apareció otra vez en la cocina yo hice en voz alta una broma sobre novios y pretendientes.

– Sí -dijo mi madre-, hacen cola, pero tu hermana es Mademoiselle No. Imagínate: prefirió ir sola al baile de fin de curso.

Cristina se volvió hacia mí. -.

– Mamita quería que fuese con Aníbal., -¿Con Aníbal Cufré? -dije yo, incrédulo.

– Cambió mucho -dijo mi madre-, desde que trabaja es otro muchacho. Y yo solamente dije que me daba lástima: venía todos los días con flores.

– De Florerías Cufré -dijo mi hermana-: el único que quiso emplearlo fue el tío.

– Por lo menos no es drogadicto -observó calmosamente mi madre.

Mi hermana enrojeció de furia.

– Yo me voy -dijo-. Te espero en el espigón.

– No me mires así -dijo mi madre alzando los platos-. No puedo evitarlo: me preocupan mis hijos. Y esto no es la Capital. Sobre todo para una mujer; si no viene a dormir de noche, tarde o temprano alguien se va a enterar.

Encontré a Cristina sentada en la arena, abrazada a las rodillas. Se había puesto un buzo sobre la malla y lo había estirado para cubrirse las piernas, como una débil defensa contra el viento. No había empezado todavía la temporada y sólo se veían, muy lejos, dos o tres cañas, los viejos compañeros de pesca de mi padre. Me senté a su lado y saqué dos cigarrillos; el viento no dejaba de soplar y me costó encenderlos.

– Perdí la práctica -dije; ella sonrió y se quedó mirando un instante la pequeña brasa en la punta.

– Fumé una vez en casa -dijo-. No delante de mamá; pero estaba papá.

– ¿Y qué dijo?

– Pasó de largo y se rué a su sillón; no le importó. Pero creo que últimamente no le importa nada: hay días que se pasa toda la tarde sentado. Va a cerrar el estudio, me parece; quiere pedir la jubilación.

– Sí, algo me contó mamá. ¿Y ella, como está?

– ¿Mamita? Igual que siempre; y nunca se va a jubilar.

Hablábamos todavía con cautela, ensayando el modo de antes, como si no estuviéramos muy seguros de cuánto seguía igual y cuánto había cambiado. Ella juntaba mecánicamente puñados de arena y evitaba mirarme, tal vez porque yo la miraba demasiado. En un momento nos quedamos en silencio; los dos presentíamos que se había acabado lo que era fácil de contar. Le pregunté entonces por Roderer. Fue sencillamente eso, una pregunta, pero me miró furiosa, y dolorida, como si le hubiese dado un golpe a traición.

– Te mandó ella, ¿no es cierto? Te mandó mamá.

Le juré que no, pero no me creyó; hundió el cigarrillo en la arena y se levantó bruscamente.

– En el fondo son los dos iguales; y no entienden nada. ¡No entienden nada!

Se fue caminando hasta la orilla del mar.

Y se quedó parada allí, con los brazos cruzados y la cabeza encogida, como una figurita temblorosa al lado del agua.

No pasó mucho tiempo antes de que empezara a invadirme el mismo desasosiego que había sentido en Buenos Aires. Me pesaban como una culpa las horas vacías al sol, la indolencia adormecedora del verano; ni siquiera me divertía ya meterme con mi canoa en el mar o acompañar a mi padre cuando se quedaba de noche pescando. No me sorprendió no encontrar a Roderer en la playa: debía detestar el aspecto de Puente Viejo en la temporada, con la arena llena de latas de cerveza y el espectáculo de la gente amontonada al sol. Yo tenía planeado ir a visitarlo -había en realidad algo que había "visto y oído" y que quería contarle- pero una íntima resistencia, un orgullo estúpido, me hacía postergar de un día a otro la visita. A mediados de enero me encontré una tarde en el Correo con su madre. Yo estaba en la fila de franqueo y no la escuché acercarse.

– Déjeme adivinar -me dijo y puso una cómica cara de embeleso-: carta para una novia.

Admití, riendo, que era algo así. Nos miramos con afecto.

– Se dejó el pelo largo. Y está más flaco. ¿Su novia no sabe cocinar?

– Y usted se cambió el peinado -dije.

– Sí que es observador. -Se tocó ligeramente el pelo.- No me quedó más remedio: tengo un quiste aquí y últimamente creció un poco. Nada serio, dicen los médicos. Pero feo de ver. A mi edad -suspiró- nada se hace por simple coquetería.

– ¿Cómo está Gustavo? -pregunté.

– Igual que siempre -dijo desalentada-. Encerrado. Pero escúcheme: si usted sigue tan caballero como lo recuerdo, podría ayudarme con este paquete y hablar un rato con él. Son frascos de dulce de leche. ¿Estaba enterado de mi nueva ocupación? Le voy a hacer probar mis alfajores.

Durante el camino me siguió hablando con ese entusiasmo casi juvenil que me hacía sentir vagamente culpable; yo la escuchaba sólo a medias: estaba pensando cómo sería volver a entrar en esa casa, ver otra vez a Roderer. Elogié mecánicamente un cantero de azaleas en el jardín de entrada.

– Me habían dicho que no iban a crecer aquí -dijo, orgullosa, y se detuvo un instante a contemplarlas-. Pero ya ve. -Se inclinó para arrancar un yuyo, las miró otra vez y me sonrió, algo avergonzada:- Será porque yo les hablo.

Me ayudó con el paquete en los escalones del porch y se adelantó para abrir la puerta.

– ¡Gustavo! -escuché que llamaba. Entré y dejé los frascos en la cocina-. ¡Gustavo! -volvió a gritar la madre-: Una sorpresa.

Roderer se asomó a la puerta del cuarto y me saludó apenas con un gesto. No había cambiado nada. Forzando la atención me pareció que tal vez sus ojos estaban algo más brillantes y que sus manos tenían un ligero temblor nervioso que yo no recordaba. También el cuarto estaba intocado, como si el tiempo no hubiera transcurrido allí adentro. Saqué por mi cuenta la pila de libros de una de las sillas, decidido esta vez a no tomármelo en serio.

– ¿Sigues encadenado a este montón de libros cubiertos por el polvo que envuelve desde el viejo papel hasta lo alto de las bóvedas?

Roderer sonrió a su pesar; yo seguí, entusiasmado, imitando el tono grandilocuente de las representaciones universitarias.

– ¡Sal al ancho mundo! En vano es esperar que una árida reflexión te explique los signos sagrados.

– El ancho mundo… como trampa es demasiado vieja; así tentó a Cristo en la cima del monte. Todas estas cosas te daré: los reinos y la gloria de este mundo. Con tal de que cediera a la vida, de hacerlo vivir una vida humana. Ese es su juego: extinguirnos en el mundo. Pero el mundo es sólo un ejemplo, los reinos de este mundo son los reinos de lo accidental.

– Puede ser, pero tenes que reconocer que hay accidentes muy admirables.

Roderer siguió mi mirada. Dos chicas que volvían de la playa se habían detenido casi frente al ventanal. Esperaban a otras dos que venían algo más atrás, con una loneta y una sombrilla. Cuando cruzaron, una de ellas señaló, riendo, hacia nosotros y antes de desaparecer las dos últimas se dieron vuelta y alzaron la mano para saludarnos. Me di cuenta de que tenía en ese momento una leve ventaja: Roderer no podía saber cuánto había cambiado yo en aquel ano. Esto me dio una repentina sensación de impunidad.