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– Esa tentación -dije- no vas a poder resistirla.

– Claro que sí -me respondió, molesto; y luego, como arrepintiéndose de su brusquedad, me dijo en otro tono-: Si algo sé es que lo que no se reveló hasta ahora a nadie no lo voy a tener por menos de la vida entera. Y eso es lo que estoy pagando, no lo dudes, por conocer la respuesta.

– Pero ¿y si no hubiera respuesta? ¿Si pudiera demostrarse, por ejemplo, que la solución está fuera de los límites de la razón humana?

– Si te referís a los argumentos kantianos…

– No. Estaba pensando en un resultado de la lógica matemática que se probó hace muy poco, un teorema absolutamente irrefutable. Se lo escuché mencionar a Cavandore, un matemático argentino que está en Cambridge y dio en Buenos Aires una serie de conferencias. Dijo que los alcances no están todavía del todo aclarados, pero que puede ser el último clavo para enterrar la filosofía. Lo que demuestra el teorema, básicamente, es la insuficiencia de todos los sistemas conocidos hasta ahora. De todos: desde las cosmogonías más antiguas y los grandes sistemas del siglo diecinueve hasta los últimos intentos del estructuralismo y el Círculo de Viena. Esto solo, aunque ya es bastante impresionante -dije, tratando de repetir las palabras de Cavandore- no sería tan nuevo, porque después de todo la sensación de ese fracaso ya está, de mil modos, y desde hace más de un siglo, en el espíritu de la época; está, incluso, dentro de la filosofía, desde Kant en adelante. Que ahora los matemáticos lo pongan en fórmulas no debería sobresaltar a nadie. Pero lo que si es nuevo, lo que hace al teorema verdaderamente extraordinario, es que en la demostración se logra abstraer la noción exacta de sistema filosófico y entonces el resultado central, por lo que parece, podría aplicarse no sólo hacia atrás, como hasta ahora, para invalidar los sistemas conocidos, sino también hacia adelante, lo que liquidaría la posibilidad de cualquier pensamiento filosófico futuro.

Esto último dio de lleno en el blanco. Roderer se demudó y dijo contra su voluntad:

– Parece interesante; me gustaría verlo.

– Sí, me imaginé que te interesaría; le pedí las referencias a Cavandore y lo estudié por mi cuenta: la matemática que se usa es bastante elemental. Puedo enseñártelo si querés -dije. Por primera vez estaba disfrutando-. Claro que hacer la demostración en detalle llevará su tiempo, hay algunas definiciones que deberías aprender; pero mañana o cualquier otro día podemos empezar.

– Hoy mismo; puedo decirle a mi madre que prepare algo de comer para más tarde. ¿O necesitas traer algún libro?

El tono imperioso de Roderer, que antes me hubiera sublevado, esta vez me hizo sonreír.

– No; me lo acuerdo bien. Sólo voy a precisar lápiz y papel.

Se trataba, por supuesto, del gran Teorema de Seldom, que estaba conmocionando al mundo de las matemáticas, el resultado más profundo que daba la lógica desde los teoremas de Gódel de los años treinta. Ya se sabía que Seldom había ido mucho más allá; sólo faltaba precisar cuánto. Existe ahora una versión aligerada de la demostración, debida, creo, a Liéger y Sachs; la prueba original de Seldom era larga y fatigosa y tuve, naturalmente, que empezar desde muy atrás: Roderer apenas recordaba la matemática del secundario. Me había dado unas hojas cuadradas, muy grandes, con los bordes amarillentos, que empecé a llenar con las primeras definiciones y con algunos ejemplos muy sencillos. Avanzábamos con una lentitud insólita: un momento, me decía casi a cada paso y se quedaba largo rato cavilando sobre la implicación más obvia, o bien, me hacía preguntas desconcertantes, preguntas que a cualquier otro le hubieran hecho sospechar que Roderer no entendía nada de nada. Pero yo me acordaba demasiado bien de cierta partida de ajedrez y no estaba dispuesto a subestimarlo. Al principio creí que trataba de comparar esos conceptos matemáticos que eran nuevos para él con las categorías filosóficas usuales; que quería, por así decirlo, asegurarse de estar entendiendo en toda su extensión los términos del lenguaje formal. Pero el recelo con que analizaba cada uno de los argumentos me hizo pensar luego algo mucho más descabellado, algo increíble, y que sin embargo se correspondía perfectamente con su modo de ser: que Roderer, con su media clase de matemática, estuviera tratando de detectar un error en la demostración de Seldom.

Fuera como fuere, demoré casi una semana en llegar al resultado crucial de la teoría. La madre me abría encantada la puerta cada tarde y nos preparaba sandwiches a la hora de cenar, o nos llevaba café cuando se hacía muy tarde. Siempre era yo el que proponía continuar al día siguiente; cuando me levantaba de mi silla, Roderer juntaba y numeraba las hojas escritas y al despedirme me quedaba la sensación de que apenas yo cerraba la puerta él volvía a sentarse y las seguía repasando toda la noche.

El último día, como si por fin se hubiese resignado, me escuchó sin interrumpirme, en un silencio hosco, casi desatento. Reuní uno a uno los hilos de la demostración, obligándolo a reconocer la justeza de cada uno, y tiré de ellos a la vez con el argumento simple y milagroso de Seldom. Roderer no hizo ningún gesto: su cara se mantuvo imperturbable, como si no lo hubiera alcanzado todavía la revelación que contenía el teorema.

– No se habla aquí de sistemas filosóficos -dije-, pero por supuesto, todo sistema filosófico es una teoría axiomática en el sentido de Seldom: las cosmogonías antiguas, el sistema aristotélico, las monadas de Leibniz, incluso la dialéctica hegeliana, o la marxista, todas son concepciones basadas en una cantidad finita de postulados. La idea misma de sistema filosófico precisa que se fije, aunque sea provisoriamente, alguna noción primitiva sobre la que pueda hacer pie la razón. Y como caen dentro de las hipótesis del teorema están condenados a la paradoja de Seldom: o bien son decidibles y en ese caso no pueden pretender un gran alcance, porque son demasiado simples, o bien, si tienen el mínimo necesario de complejidad, ellos mismos originan sus fórmulas inaccesibles, sus preguntas sin respuesta. En fin -dije, cobrándome una antigua cuenta-: o la escala es muy pequeña, o tienen agujeros insalvables.

Roderer guardó en silencio las últimas hojas con las demás y me despidió luego fríamente. Cuando abandoné la casa, cuando salí al aire tibio y sereno de la tarde, me invadió una euforia difícil de explicar, una alegría casi insana. Ya se había ido el sol pero persistía esa claridad extendida de los atardeceres de verano. Bajé a la playa, que estaba desierta, y corrí por la franja de arena húmeda junto a la orilla; corrí como un enloquecido, llevado en el aire por el estruendo profundo del mar, y en el vértigo de los pies sentí que la vida se bastaba de nuevo a sí misma.

Ocho

No volví a Puente Viejo en las vacaciones siguientes; quería "ver mundo" y apenas terminaron las clases, con un dinero que había ahorrado durante el año, hice un viaje al Norte, sin planear demasiado el itinerario. Desde Salta crucé a Bolivia y cambiando dos veces de ómnibus seguí hasta Puno, en el Perú, y desde allí, siempre por tierra, hasta el Cuzco. En una tarde imborrable de enero, al día siguiente de mi llegada, hice el ascenso a pie al Machu Picchu; se había anunciado lluvia a la mañana y los contingentes turísticos no habían subido; me encontré al bordear la ciudadela absolutamente solo y, con la sensación de estar pisando suelo prohibido, me asomé, desde la roca funeraria, al valle sagrado de los incas. Estremecido, extático, sentí vacilar por primera vez mi orgulloso ateísmo, como si fuera a ser arrasado por ese silencio infinito. Y aunque me quedé luego en el Cuzco casi un mes entero, no volví a las ruinas; temía, sobre todo, que el flash de una cámara, la voz de los guías, o una exclamación en inglés, pudieran arruinar de algún modo ese recuerdo sobrecogedor. A fin de enero, cuando ya había decidido volver, conocí en una plaza de compra y venta a una estudiante árabe de Arqueología, que me convenció de acompañarla hasta Chancay, al norte de Lima, a las huaquerías en los cementerios preincaicos. Compré en una feria, con el dinero que había reservado para el pasaje, una mochila y unas ojotas de llanta; me sentía, por primera vez, aventurero, irresponsable, feliz, y me dejé arrastrar por ella, de pueblo en pueblo, hasta el fin del verano.