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– Quiero saber qué opinan de esto.

No era la primera vez. Pedro y Pablo Ceniza se acercaron despacio, casi con cautela. Como de costumbre, fue el hermano mayor quien tomó primero la palabra:

– Las Nueve Puertas… -tocaba el libro sin moverlo del sitio; sus dedos huesudos, amarillos de nicotina, parecían acariciar una piel viva-. Hermoso libro. Y muy raro.

Tenía los ojos grises, de ratón. Guardapolvo gris, pelo gris, ojos grises igual que su apellido. Torcía la boca en una mueca de codicia.

– ¿Lo habían visto antes?

– Sí. Hace menos de un año, cuando Claymore nos encargó limpiar veinte libros de la biblioteca de don Gualterio Terral.

– ¿En qué estado llegó a sus manos?

– Excelente. El señor Terral sabía cuidar los libros. Casi todos vinieron bien, salvo un Teixeira que nos dio algún trabajo. El resto, incluido éste, sólo hubo que limpiarlos un poco.

– Es falso -dijo Corso a bocajarro-. O eso cuentan. Se miraron los dos hermanos.

– Falso, falso… -murmuró el mayor, malhumorado-. Todo el mundo habla de libros falsos con demasiada ligereza.

– Demasiada ligereza -repitió el otro, como un eco.

– Incluso usted, señor Corso. Y eso nos sorprende. Falsificar un libro no es rentable: más esfuerzo que beneficio. Me refiero a la verdadera falsificación, no al facsímil para engañar a patanes incautos.

Corso hizo un gesto reclamando indulgencia.

– No he dicho que todo el libro sea falso, sino que algo en él lo es. Ciertos ejemplares, faltos de una hoja o de varias, pueden completarse con copias sacadas de otros que sí estén completos…

– Naturalmente: es el Abc del oficio. Pero no da lo mismo añadir una fotocopia, o facsimilar, que completar un libro falto según… -se volvió a medias hacia su hermano, sin apartar los ojos de Corso-. Díselo tú, Pablo.

– … Según todas las reglas del arte -apostilló el menor de los Ceniza.

Esbozó Corso una mueca cómplice: un conejo compartiendo media zanahoria.

– Podría ser el caso de este ejemplar.

– ¿Y quién lo dice?

– Su propietario. Que no es, por cierto, un patán incauto.

Pedro Ceniza encogió los estrechos hombros mientras encendía un cigarrillo con la brasa del anterior. Al aspirar la primera bocanada lo sacudió una tos seca; pero siguió fumando, imperturbable.

– ¿Ha tenido usted acceso a un ejemplar auténtico, para compararlos?

– No, aunque pronto podré hacerlo. Por eso pido antes su opinión.

– Es un libro valioso, y nosotros no practicamos una ciencia exacta -se volvió otra vez al hermano-. ¿Verdad, Pablo?

– Practicamos un arte -insistió el otro.

– Ya oye. Sería muy incómodo decepcionarlo, señor Corso.

– No lo harán. Alguien como ustedes, capaces de falsificar un Speculum Vitae a partir del único ejemplar conocido, y hacerlo aparecer como auténtico en uno de los mejores catálogos de Europa, sabe lo que tiene entre manos.

Sonreían agriamente al mismo tiempo, sincronizados. Si y Am, pensó Corso. Los gatos marrulleros tras recibir una caricia.

– Nunca se probó nuestra autoría -dijo por fin Pedro Ceniza. Se frotaba las manos, mirando el libro de reojo.

– Nunca -repitió el hermano con un toque melancólico. Parecía que lamentaran no haber ido a la cárcel a cambio del reconocimiento público.

– Es cierto -admitió Corso-. Tampoco hubo pruebas en el caso del Chaucer, supuestamente por Marius Michel, que figura en el catálogo de la colección Manoukian. Ni con aquella Biblia Poliglota del barón Bielke, cuyas tres hojas faltas fueron repuestas por ustedes de forma tan perfecta que ni siquiera hoy los expertos se atreven a discutir su autenticidad…

Pedro Ceniza alzó una mano amarillenta, de uñas demasiado largas.

– Deberíamos matizar un par de puntos, señor Corso. Una cosa es falsificar libros con ánimo de lucro, y otra muy distinta trabajar por amor al oficio; crear por la satisfacción que proporciona ese mismo acto de creación o, en la mayoría de los casos, de recreación… -el encuadernador parpadeó un poco antes de sonreír, malicioso. Sus ojillos ratoniles brillaron al posarse de nuevo en Las Nueve Puertas-. Aunque no recuerdo, y estoy seguro de que mi hermano tampoco, haber tenido parte en esos trabajos que usted acaba de calificar de admirables.

– Dije perfectos.

– ¿Eso dijo?… Da lo mismo -se llevó el pitillo a la boca, hundiendo las mejillas en una larga chupada-. Pero, sea quien sea el autor, o autores, tenga la certeza de que el acto habrá supuesto para él, o ellos, un divertimento personal; una satisfacción moral que no se paga con dinero…

– Sine pecunia -apostilló el hermano.

Pedro Ceniza dejaba escapar el humo del cigarrillo por la nariz y la boca entreabierta, evocador.

– Tomemos por ejemplo ese Speculum que la Sorbona adquirió como auténtico. Sólo el papel, tipografía, impresión y encuadernación tuvieron que costar, sin duda, cinco veces más que el beneficio obtenido por quienes usted llama falsificadores. Hay quien no comprende eso… ¿Qué satisfará más a un pintor que tenga el talento de Velázquez y sea capaz de emular su obra?… ¿Ganar dinero o ver su cuadro en el Prado, entre Las Meninas y La fragua de Vulcano?

Corso no tuvo reparo en mostrarse de acuerdo. Durante ocho años, el Speculum de los hermanos Ceniza había figurado entre los más preciosos volúmenes de la universidad de París. El descubrimiento de la falsificación no se debió a expertos, sino al azar. Un intermediario largo de lengua.

– ¿Aún les molesta la policía?

– Apenas. Tenga en cuenta que el asunto de la Sorbona estalló en Francia entre comprador e intermediarios. Es cierto que circulaba nuestro nombre, pero nunca se probó nada -Pedro Ceniza sonreía torcidamente otra vez, lamentando esa ausencia de pruebas-. Con la policía mantenemos buenas relaciones; hasta acuden a consultarnos cuando necesitan identificar libros robados -señaló a su hermano con el cigarrillo humeante-. Nadie como Pablo a la hora de borrar huellas de sellos de bibliotecas, eliminar exlibris o marcas de procedencia. A veces le piden que reconstruya el trabajo en sentido inverso. Ya sabe: vive y deja vivir.

– ¿Qué opinan de Las Nueve Puertas?

El mayor de los hermanos miró al otro, luego el libro, y movió la cabeza.

– Nada nos llamó la atención al ocuparnos de él. Papel y tinta son lo que deben ser. Aunque el vistazo sea superficial, esas cosas se notan.

– Nosotros las notamos -precisó el otro.

– ¿Y ahora?

Pedro Ceniza chupó lo que quedaba de su cigarrillo, reducido a una brasa minúscula que sostenía entre las uñas, dejándolo caer después al suelo, entre sus zapatos, donde acabó de consumirse. El linóleo estaba lleno de quemaduras como aquélla.

– Encuadernación veneciana del xvii, en buen estado… -los hermanos se inclinaban sobre el libro, aunque sólo el mayor tocaba las páginas con sus manos frías y pálidas; parecían un par de taxidermistas estudiando el modo de empajar un cadáver-. La piel es marroquí negro, con florones dorados imitando decoración vegetal…

– Algo sobrio para Venecia -estimó Pablo Ceniza.

El hermano mayor mostró su acuerdo con un nuevo ataque de tos.

– El artista se contuvo; sin duda la naturaleza del tema… -miró a Corso-. ¿Ha comprobado el alma de las tapas? Las encuadernaciones del xvi o del xvii dan sorpresas cuando se trata de piel o cuero. El cartón interior se hacía con hojas sueltas, montadas con engrudo y prensadas. A veces usaban pruebas del mismo libro, o impresos más antiguos… Algunos hallazgos son hoy más valiosos que los ejemplares que encuadernan -señaló unos papeles sobre la mesa-. Ahí tiene un ejemplo. Cuéntaselo tú, Pablo.

– Bulas de la Santa Cruzada, de 1483… -el hermano sonreía, equívoco, como si en vez de papeles muertos hablase de excitante material pornográfico-. En las tapas de unos memoriales sin valor del siglo xvi.