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– Pero imagine que la hoja original no existe. Que no hay referencia de la que copiar esas dos páginas faltas.

Los hermanos Ceniza sonrieron a la vez, seguros de sí.

– Entonces -dijo el mayor- es cuando el trabajo se vuelve más atrativo.

– Documentación e imaginación- añadió el otro.

– Y por supuesto audacia, señor Corso. Suponga que Pablo y yo tenemos ese ejemplar falto de Las Nueve Puertas. En tal caso también dispondremos, en las restantes 166 páginas, de todo un catálogo de letras y símbolos utilizados por el impresor. Así que tomaríamos muestras hasta obtener un alfabeto entero. De ese alfabeto se obtiene una reproducción sobre papel fotográfico, más fácil de manejar, multiplicando cada letra por las veces necesarias para componer toda la página… Lo ideal, el toque artístico, consistiría en reproducir los tipos en plomo fundido a la manera de los antiguos impresores… Pero eso, por desgracia, es demasiado complejo y caro. Así que nos ajustaríamos a técnicas actuales. Dividiendo con una cuchilla las letras en tipos sueltos, Pablo, que tiene más pulso para el menester, compondría una plantilla, a mano, las dos páginas línea a línea, igual que un cajista del XVII. De ahí obtendríamos otra prueba en papel para eliminar junturas de letras o imperfecciones, o añadir efectos similares a los que haya en otras letras, líneas y páginas del texto original… Después sólo queda sacar un negativo, y de ahí una reproducción en relieve: la plancha de imprimir.

– ¿Y si las páginas faltas corresponden a ilustraciones?

– Da lo mismo. Si accedemos al grabado original, el sistema de reproducción es todavía más fácil. En este caso, el hecho de que las láminas sean xilografías, con líneas más claras que el grabado en cobre o punta seca, facilita la limpieza del trabajo.

– Imagine que ya no existe el grabado original. -Tampoco es problema. Si lo conocemos por referencias, se imita. Si no, lo inventamos. Previo estudio, claro, de la técnica en las otras láminas conocidas. Cualquier buen dibujante puede hacerlo.

– ¿Y la impresión?

– Usted sabe muy bien que la xilografía sólo es un grabado en relieve: un taco de madera cortado en el sentido de la fibra, cubierto con un fondo blanco sobre el que se dibuja la composición. Después hay que tallarlo, y en las crestas o aristas se aplica la tinta para su transferencia al papel… Cuando reproducimos xilografías existen dos posibilidades: una es la copia del dibujo, esta vez mejor en resina. Aunque la alternativa, si se dispone de un buen artista grabador, es hacer otra xilografía auténtica, en madera, con la misma técnica que los originales de la época, y aplicarla directamente a la impresión… En mi caso, disponiendo de un buen grabador como mi hermano, yo recurriría a la impresión artesanal en madera. Siempre que sea posible, el arte debe emular al arte.

– Y es más limpio -matizó Pablo.

Corso le brindó su mueca cómplice.

– Como en el Speculum de la Sorbona.

– Quizás. Es posible que su autor, o autores, pensaran del mismo modo… ¿No te parece, Pablo?

– Sin duda eran unos románticos -asintió el otro, con sonrisa que no llegaba a cuajar del todo.

– Sin duda. -Corso señalaba el libro-. Y ahora, sentencien.

– Yo diría que es auténtico -respondió Pedro Ceniza sin vacilar-. Nosotros mismos seríamos incapaces de conseguir algo tan perfecto. Fíjese: calidad de papel, manchas de páginas, tonos idénticos, alteraciones de tinta, tipografía… No es imposible que haya en él hojas infiltradas; pero lo considero improbable. Si de una falsificación se trata, la única explicación es que también sea de época… ¿Cuántos ejemplares se conocen?… ¿Tres? Supongo que se ha considerado la posibilidad de que los tres sean falsos.

– La he considerado. ¿Qué me dice de las xilografías?

– Que son extrañas, desde luego. Con todos esos símbolos… Pero también son de época. El grado de presión de las planchas es idéntico. La tinta, los tonos del papel… Quizá la clave no esté en cómo y cuándo fueron impresos, sino en lo que hay dentro. Lamentamos no llegar más allá.

– Se equivoca. -Corso se dispuso a cerrar el libro-. En realidad hemos ido muy lejos.

Pedro Ceniza lo detuvo con un gesto.

– Todavía una cosa… Aunque imagino que habrá reparado en ello: las marcas de grabador.

Corso lo miró, confuso.

– No sé a qué se refiere.

– A las firmas microscópicas que hay al pie de cada ilustración… Enséñaselas, Pablo.

El hermano menor hizo ademán de frotarse las manos en el guardapolvo, para secar un sudor imposible. Después, acercándose a Las Nueve Puertas, le mostró a Corso algunas páginas a través de la lupa.

– Cada grabado -explicó- lleva las abreviaturas habituales: Inv. por invenit, con la firma del artista original, y Sculp. por sculpsit, el grabador… Observe. En siete de las nueve xilografías figura la abreviatura A. TORCH. como sculp. y como inv. Está claro que el mismo impresor dibujó y grabó siete láminas. Pero en las otras dos sólo aparece como sculp. Eso quiere decir que se limitó a grabarlas Y que el creador del dibujo original, el inv., fue otro: alguien que respondía a las iniciales L. F.

Pedro Ceniza, que había seguido la explicación de su hermano con breves movimientos de cabeza aprobando sus palabras, encendió su enésimo cigarrillo.

– ¿No está mal, verdad? -se puso a toser entre el humo, con una lucecita maligna en los ojillos de ratón astuto, pendiente de la cara que ponía Corso-. Aunque lo quemaran a él, ese impresor no estaba solo.

– No -rubricó el hermano, soltando una risa lúgubre-. Alguien lo ayudó a encenderse la hoguera bajo los pies.

Aquella misma tarde, Corso recibió la visita de Liana Taillefer. La viuda se presentó en su casa sin avisar, a esa hora incierta en que, junto al mirador que da a poniente, vestido con descolorida camisa de algodón y un viejo pantalón de pana, el cazador de libros veía arder en rojos y ocres los tejados de la ciudad. Tal vez no fuera el momento idóneo, y muchas cosas de las que ocurrieron más tarde se habrían evitado, quizá, de presentarse ella a otra hora del día. Pero eso no se sabrá nunca. Los hechos que sí podemos establecer son éstos: Corso estaba frente al mirador, su mirada empezaba a enturbiarse a medida que el contenido del vaso de ginebra descendía de nivel, en ese momento sonó el timbre de la puerta, y Liana Taillefer -rubia, altísima, impresionante en una gabardina inglesa sobre traje sastre y medias negras-, apareció en el umbral. Se recogía el cabello en un moño bajo el sombrero Borsalino color tabaco y de ala ancha que llevaba un poco ladeado, con una gallardía que le iba muy bien; ese aire de mujer hermosa segura de serlo, dispuesta a que todos tomen nota de ello.

– ¿A qué debo el honor? -preguntó Corso. Era una frase estúpida, aunque a esa hora y con la Bols de por medio tampoco era justo exigir brillantez en el diálogo. Liana Taillefer daba ya unos pasos por la habitación y se detenía ante la mesa de trabajo, donde estaba la carpeta del manuscrito Dumas junto al ordenador y las cajas de disquetes.

– ¿Sigue trabajando en esto? -Claro.

Apartó los ojos de El vino de Anjou para echar un tranquilo vistazo alrededor, a los libros que cubrían las paredes y se amontonaban por todas partes. Corso comprendió que buscaba fotos, recuerdos, indicios que permitieran calibrar al dueño de la casa. Enarcaba una ceja, incómoda y arrogante, al no conseguir su objetivo. Por fin terminó deteniéndose en el sable de la Vieja Guardia.

– ¿Colecciona espadas?

Inferencia lógica, se llamaba esa conclusión. De tipo inductivo. Al menos, pensó Corso con alivio, el ingenio de Liana Taillefer para normalizar situaciones embarazosas no figuraba a la altura de su apariencia. Salvo que estuviese tomándole el pelo. Así que sonrió un poco, esquinado y cauto.