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– Richelieu era aficionado a muchas cosas -expliqué-. Además de convertir a Francia en gran potencia, tuvo tiempo para coleccionar cuadros, tapices, porcelanas y estatuas. También fue un bibliófilo importante. Encuadernaba sus libros en piel de becerro y marroquí rojo…

– … Con sus armas en plata y tres ángulos de gules. -Corso hizo un gesto impaciente; aquellos detalles eran secundarios y no me necesitaba a mí para hablar de eso-. Hay un catálogo Richelieu muy conocido.

– Ese catálogo es parcial porque la colección no se mantuvo intacta: parte se conserva hoy en la biblioteca nacional de Francia, en la Mazarino y en la Sorbona, mientras que otros libros fueron a manos particulares. Poseía manuscritos hebreos y siríacos, obras notables de matemáticas, medicina, teología, derecho e historia… Y acertó, usted. Lo que más ha sorprendido a los estudiosos es encontrar allí muchos textos antiguos sobre ciencias ocultas, desde la Cábala a la magia negra.

Corso tragó saliva sin apartar sus ojos de los míos. Parecía alerta; la cuerda de un arco a punto de hacer tump.

– ¿Algún título concreto?

Negué con la cabeza antes de responder; su insistencia me intrigaba. La chica seguía pendiente de nuestras palabras, mas era evidente que ahora no acaparaba yo su atención.

– Mis conocimientos sobre Richelieu como personaje de folletín -me excusé- no llegan a tanto.

– ¿Y Dumas?… ¿También era aficionado a las artes ocultas?

Ahí fui tajante:

– No. Dumas era un vividor que lo hacía todo a la luz del día, para regocijo y escándalo de sus conocidos. También algo supersticioso: creía en el mal de ojo, llevaba un amuleto en la cadena del reloj y se hacía decir la buenaventura por madame Desbarolles. Mas no lo imagino haciendo magia negra en la trastienda. Ni siquiera fue masón, como él mismo confiesa en El siglo de Luis XV… Tenía deudas, los editores y los acreedores lo acosaban demasiado para andar perdiendo el tiempo. Tal vez en algún momento, documentándose para sus personajes, estudiara esos temas; pero nunca a fondo. Según mis conclusiones, todas las prácticas masónicas que describe en José Balsamo y en Los mohicanos de París las extrajo directamente de la Historia pintoresca de la francmasonería de Clavel.

– ¿Y Adah Menken?

Miré a Corso con sincero respeto. Aquélla era una pregunta de especialista.

– Eso fue distinto. Adah-Isaacs Menken, su última amante, era una actriz norteamericana. Durante la Exposición de 1867, cuando asistía a una representación de Los piratas de la sabana, Dumas se fijó en una linda joven a la que, en escena, arrebataba un caballo al galope. Al salir del teatro, la muchacha abrazó al novelista y le dijo, a bocajarro, que había leído todos sus libros y que estaba dispuesta a irse con él a la cama en el acto. El viejo Dumas necesitaba menos que eso para encapricharse de una mujer, así que aceptó el homenaje. Pasaba por haber sido esposa de un millonario, querida de un rey, generala de una república… En realidad era una judía portuguesa, nacida en América y amante de un tipo extraño, mezcla de chulo y pugilista. Dumas y ella tuvieron una relación escandalosa, porque a la Menken le gustaba hacerse fotos ligera de ropa y frecuentaba el 107 de la calle Malesherbes, la última casa de Dumas en París… Murió tras una caída del caballo, de peritonitis, a los treinta y un años.

– ¿Era aficionada a la magia negra?

– Eso dicen. Le gustaban las ceremonias extrañas, vestirse con una túnica, quemar incienso y ofrendar cosas al señor de las tinieblas… A veces se decía poseída de Satanás, con una variada serie de connotaciones que hoy calificaríamos como pornográficas. Estoy seguro de que el viejo Dumas nunca creyó una palabra, pero tuvo que divertirse mucho con la puesta en escena. Creo que cuando la Menken estaba poseída por el diablo era muy ardiente en la cama.

Sonaron carcajadas en torno a la mesa. Incluso me permití una sonrisa discreta a cuenta del chiste, pero la chica y Corso permanecieron serios. Ella parecía reflexionar, absortos en él sus ojos claros mientras el cazador de libros asentía con la cabeza, lentamente, aunque ahora tenía el aire distraído, lejos. Miraba por la ventana hacia los bulevares y parecía buscar en la noche, en el discurrir silencioso de faros de automóvil que se reflejaban en sus lentes, la palabra perdida, la clave que convertía en una sola todas las historias que flotaban, hojas secas y muertas, en las aguas negras del tiempo.

De nuevo tengo que pasar a segundo plano, como narrador casi omnisciente de las andanzas de Lucas Corso. Así, de acuerdo con ulteriores confidencias del cazador de libros, podrá ordenarse la relación de trágicos sucesos que vinieron después. Llegamos de ese modo al momento en que, de vuelta a casa, comprobó que el portero acababa de barrer el zaguán y estaba a punto de cerrar su garita. Se cruzó con él cuando subía del sótano los cubos de basura.

– Esta tarde vinieron a reparar su televisor.

Corso había leído y visto suficiente cine para saber lo que significaba aquello. Así que no pudo evitar echarse a reír ante el portero estupefacto.

– Hace mucho tiempo que no tengo televisor…

Sobrevino un confuso torrente de excusas, al que apenas prestó atención. Todo empezaba a ser deliciosamente previsible. Pues de libros se trataba, tenía que plantearse el problema más a modo de lector, lúcido y crítico, que como el protagonista de consumo barato en que alguien se empeñaba en convertirlo. Tampoco tenía otra opción. A fin de cuentas, ya que era de naturaleza escéptica y tensión arterial baja, resultaba difícil que el sudor perlase su frente o la palabra ¡fatalidad! brotara de sus labios.

– No habré hecho mal, señor Corso.

– En absoluto. El técnico era moreno, ¿verdad?… Con bigote y una cicatriz en la cara.

– El mismo.

– Tranquilícese; es amigo mío. Un bromista.

El portero suspiró aliviado:

– Me quita usted un peso de encima.

Corso no sentía inquietud por Las Nueve Puertas ni el manuscrito Dumas; cuando no los llevaba consigo, dentro de la bolsa de lona, los dejaba en depósito en el bar de Makarova. Tratándose de objetos relacionados con él, ése era el lugar más seguro del mundo. Así que subió con calma por la escalera mientras intentaba imaginar la siguiente escena. A esas alturas se había convertido ya en lo que algunos llaman lector de segundo nivel, y un arquetipo excesivamente burdo lo habría decepcionado. Pero se tranquilizó al abrir la puerta. No había papeles por el suelo, ni cajones revueltos; ni siquiera sillones destripados a navajazos. Todo estaba en orden, cual lo dejó al salir a primera hora de la tarde.

Fue hasta la mesa de trabajo. Las cajas de disquetes estaban en su sitio, los papeles y documentos sobre sus bandejas igual que los recordaba. El hombre de la cicatriz, Rochefort o quien diablos fuese, era un tipo eficiente; pero todo tenía un límite. Cuando encendió el ordenador, Corso compuso una sonrisa de triunfo.

DAGMAR PC 555 K (s1) ELECTRONIC PLC

UTILIZADO POR ÚLTIMA VEZ A LAS 19.35/THU/3/21

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Utilizado a las 19.35 de aquel mismo día, aseguraba la pantalla. Pero él no había tocado el ordenador en las últimas veinticuatro horas. A las 19.35 estaba con nosotros en la tertulia del café, mientras el hombre de la cicatriz le mentía al portero.

Aún encontró algo más, inadvertido al principio, que ahora descubría junto al teléfono. Aquello no era azar, ni imprevisión por parte del misterioso visitante. En un cenicero, entre las colillas del propio Corso, encontró una reciente, que no era suya. Pertenecía a un habano casi consumido, con la vitola intacta. Cogió la punta del cigarro y la sostuvo entre los dedos, incrédulo al principio, hasta que poco a poco, a medida que comprendía su sentido, rió enseñando el colmillo igual que un lobo malicioso y esquinado.