Изменить стиль страницы

En un viaje se escucha una historia o se encuentra por azar un libro que acaba abriendo una onda concéntrica en la emoción de los descubrimientos sucesivos. En un tiempo en que estaba muy enamorado de una mujer que me huía cuando yo más la deseaba y venía a buscarme cuando yo intentaba apartarme de ella viajé en un tren a Sevilla leyendo El jardín de los Finzi-Contini, y a la bella y díscola heroína judía de Giorgio Bassani le otorgaba los rasgos de la mujer a la que yo quería, y el fracaso final del amor que siente hacia Mícol el protagonista de la novela me anticipó tristemente el fracaso del mío, con una clarividencia que por mí mismo no habría sido capaz de aceptar. Me acuerdo de un ejemplar barato y usado de las Historias de Herodoto que encontré en un puesto callejero de Nueva York, y del diario del viaje al Círculo Polar del capitán John Franklin, que hojeé por casualidad en una librería de viejo y leí luego sin descanso en la habitación de un hotel de Londres, una habitación estrecha, alta, de geometría perversa, con un cuarto de aseo no mayor que un armario, pero torcido en ángulos de decorado expresionista. Recién llegado a Buenos Aires en el otoño austral de 1989 yo pasaba las horas tendido en la cama de la habitación, escuchando la lluvia que redoblaba en los cristales y me impedía salir a las calles que deseaba tanto recorrer, leyendo durante horas, para distraer el tiempo claustrofóbico de los hoteles, el primer libro que descubrí de Bruce Chatwin, En la Patagonia. Ahora compruebo que justo en los días en que yo estaba leyendo ese libro Bruce Chatwin agonizaba de una enfermedad cuyo nombre no quiso decirle a nadie: una rara infección contraída en el Asia Central por culpa de algún tipo de comida o de una picadura, decían sus amigos, para ocultar la infamia, para no decir el nombre que despertaba pánico y vergüenza, la palabra que ya era en sí misma como uno de aquellos abscesos que hace siglos anunciaban el horror de la peste.

En Buenos Aires yo leía a Bruce Chatwin mientras él estaba muriéndose en Londres. Mi viaje por la Argentina tenía así una parte de verdad y otra de literatura, porque leyendo aquel libro yo continuaba hacia los grandes espacios desolados del sur el itinerario que sin embargo se había detenido para mí en la capital del país, en la habitación de un hotel de la que apenas salía por culpa de las lluvias. Qué descanso para el alma, estar lejos de todo, aislado de todo, como un monje en su celda, una celda con todas las comodidades posibles, la cama intacta, el teléfono al alcance de la mano, el mando a distancia del televisor, la lluvia que le absuelve a uno de la obligación extenuadota del turismo, que le ofrece la coartada perfecta para quedarse horas sin hacer nada, sólo permanecer tendido, ligeramente incorporado, sobre la almohada doble, el libro entre las manos, el libro donde se cuenta un viaje hacia la extremidad del mundo, donde se recuerdan otros viajes mucho más antiguos, el de Charles Darwin en el gran velero Beagle, el de aquel indio patagón que viajó con Darwin a Inglaterra, aprendió el idioma inglés y los modales ingleses, visitó a la reina Victoria, y al cabo de unos años regresó a los parajes australes y a la vida primitiva de la que había desertado, ya un extranjero para siempre y en cualquier parte, un salvaje exótico con ropas civilizadas en Londres y un desconocido en su tierra natal.

En Copenhague una señora danesa de origen francés y sefardí me contó un viaje que había hecho de niña con su madre por la Francia recién liberada, a finales del otoño de 1944. La conocí en un almuerzo en el Club de Escritores, que era un palacio con puertas de doble hoja, columnas de mármol y techos con guirnaldas doradas y pinturas alegóricas. Asomado a uno de sus ventanales, vi pasar un alto navío de vela delante de mí como si se deslizara por la calle: navegaba por uno de esos canales que se adentran tanto en la ciudad y que dan de pronto a la perspectiva de una esquina una sorpresa portuaria.

Era a principios de septiembre, hace unos ocho años. Llevaba un par de días dando vuelta por la ciudad, y al tercero un editor amigo mío me invitó a aquel almuerzo. Tengo la memoria llena de ciudades que me han gustado mucho pero en las que sólo he estado una vez. De Copenhague recuerdo sobre todo las imágenes del primer paseo: salí del hotel caminando al azar y llegué a una plaza ovalada con palacios y columnas en cuyo centro había una estatua a caballo, de bronce, de un verde de bronce que adquiría en ciertos lugares, a causa de la humedad y el liquen, una tonalidad gris idéntica a la del cielo, o a la del mármol de aquel palacio del que luego me contaron que era el Palacio Real.

En todo el espacio frío y barroco de la plaza, atravesado de vez en cuando por un coche solitario (al mismo tiempo que el motor yo escuchaba el roce de los neumáticos sobre los adoquines), no había más presencia humana, descontando la mía, que la de un soldado de casaca roja y alto gorro lanudo de húsar que marcaba desganadamente el paso con un fusil al hombro, un fusil con bayoneta tan anacrónico como su uniforme.

No sabiendo a donde ir, las calles me llevaban, como cuando me dejo llevar por una vereda en el campo. Frente al jinete de bronce arrancaba una calle larga y recta que terminaba en la cúpula, también de bronce verdoso, de una iglesia con letreros dorados en latín y estatuas de santos, de guerreros y de individuos con levitas en las cornisas. La iglesia se parecía a esas iglesias barrocas de Roma tan iguales entre sí que tienen un aire antipático de sucursales de algo, de oficinas vaticanas y bancadas de la gracia de Dios.

Pero una de las estatuas que se erguía sobre aquella fachada era indudablemente la de Sören Kierkegaard. Jorobado, como al acecho, con las manos a la espalda, no tenía esa actitud de elevación o de inmovilidad definitiva que suele haber en las estatuas. Después de muerto, al cabo de siglo y medio de habitar en la inmortalidad oficial, de codearse con todos aquellos solemnes héroes, santos, generales y tribunos del panteón histórico de Dinamarca, Kierkegaard, su estatua, seguía manteniendo un ademán transeúnte, fugitivo, huraño, un desasosiego de ir caminando solo por una ciudad cerrada y hostil y de mirar de soslayo a la gente a la que despreciaba, y que lo despreciaba todavía más a él, no sólo por su joroba y su cabezón, sino por la extravagancia incomprensible de sus escritos, de su furiosa fe bíblica, tan desterrado y apátrida en su ciudad natal como si se hubiera visto forzado a vivir al otro lado del mundo.

Busqué el camino de vuelta al hotel. Al cabo de menos de una hora el editor -a quien en realidad tampoco conocía demasiado- vendría a recogerme. En una calle larga y burguesa, con tiendas de ropa y de antigüedades, vi un tejadillo que sobresalía más bien absurdamente de una pared encalada o pintada de blanco, en la que había una puerta de madera con herrajes y llamador, y una ventana enrejada y con geranios. Yo, que me sentía tan lejos de todo recorriendo un sábado por la tarde las calles vacías de Copenhague, había encontrado un sitio español que se llamaba Pepe's Bar.

Aquella mujer estaba sentada junto a mí en la gran mesa oval de la Unión de Escritores. Me ha ocurrido otras veces: el almuerzo era en mi honor, pero nadie reparaba mucho en mi presencia. Delante de cada uno de nosotros había una tarjeta con nuestros nombres. El de la mujer era en sí mismo un enigma, una promesa cifrada: Camille Pedersen-Safra. No puedo resistirme al imán de los nombres: la mujer me dijo que había nacido en Francia, en una familia judía de origen español. Pedersen era su apellido de casada. Mientras los demás conversaban calurosamente y se reían, aliviados de no tener que darle conversación a un extranjero del que no sabían nada, me contó que ella y su madre se habían escapado de Francia en vísperas de la caída de París, en la gran desbandada de junio de 1940. Sólo volvieron al país una vez, en el otoño de 1944, y se dieron cuenta las dos de que en tan pocos años habían dejado de pertenecer a su patria de origen, de la que habrían sido deportadas hacia los campos de exterminio si no hubiesen escapado a tiempo: por gratitud, ya eran danesas. También Dinamarca había sido ocupada por los alemanes, y sometida a las mismas leyes antijudías que Francia, pero las autoridades danesas, a diferencia del gobierno francés de Vichy, no habían colaborado en el aislamiento y la deportación de los judíos, y ni siquiera les hicieron cumplir la obligación de llevar una estrella amarilla.