Quién quiere o puede irse de un día para otro, romper con todo, con la vida de siempre, los lazos del corazón y los hábitos de la vida de quien no se aflige al pensar que debe perder casa, sus libros, su sillón preferido, la normalidad que ha conocido siempre, que sigue durando a pesar de los golpes en la puerta de los vecinos o el disparo que ha segado en un instante una vida o la pedrada en los cristales de la sastrería o de la tienda de ultramarinos del vecindario, en cuya fachada aparece groseramente pintada una mañana una estrella de David y una sola palabra que contiene en su brevedad el máximo grado posible de injuria: judío. Vas a comprar a la misma tienda de todos los días pero hay delante de ella un grupo de hombres con camisas pardas y brazaletes con esvásticas que sostienen una pancarta: Quien compra a los judíos apoya el boicot extranjero y destruye la economía alemana, y entonces bajas la cabeza y disimuladamente cambias de camino, entras en una tienda cercana, conteniendo la vergüenza íntima, al fin y al cabo el boicot a los comercios judíos tiene lugar sólo los sábados, por lo menos al principio, en la primavera de 1933, y si al día siguiente o esa misma tarde te cruzas con el tendero habitual que sabe que no fuiste a comprarle, es posible que apartes la mirada o cambies de acera en vez de aproximarte a él y estrecharle la mano, o ni siquiera eso, decirle unas pocas palabras normales, mostrar un gesto de fraternidad ni siquiera judía, sino tan sólo humana, de vecinos de siempre. Las cosas ocurren poco a poco, muy gradualmente, y al principio prefieres imaginar que no son tan graves, que la normalidad es demasiado sólida como para romperse con tanta facilidad, de modo que te irritan más que nadie los agoreros, los catastrofistas, los que señalan la cercanía de una amenaza que se vuelve más real porque ellos la formulan, y que tal vez desaparecería si se fingiera no advertir su presencia. Esperas, no haces nada. Con paciencia y disimulo no será difícil aguardar a que pasen estos tiempos. En 1932, viajando en un barco por el Rhin, María Teresa León había visto miles de banderitas con esvásticas que bajaban llevadas por la corriente, clavadas en boyas diminutas. El jueves 30 de marzo de 1933 el profesor Victor Klemperer de Dresde, anota en su diario que ha visto en el escaparate de una tienda de juguetes un balón de goma infantil con una gran esvástica. Ya no puedo librarme de la sensación de disgusto y vergüenza. Y nadie se mueve; todo el mundo tiembla, se esconde. Pero el profesor Klemperer no piensa marcharse de Alemania, al menos no por ahora, porque adónde va a ir, a su edad, casi con sesenta años, con su mujer enferma, ahora que han comprado una pequeña parcela en la que proyectan construir una casa. Tanta gente emprendiendo nuevas vidas en otros lugares y nosotros esperamos aquí, con las manos atadas. Pero quién en su sano juicio puede pensar que una situación así vaya a mantenerse mucho tiempo, que tanta barbarie y sinrazón pueden prevalecer en un país civilizado, en pleno siglo veinte. Seguro que los nazis no durarán mucho, siendo tan brutales y dementes, el pueblo alemán acabará rechazándolos, la comunidad internacional se negará a admitirlos. Y quién sabe, además, si creyendo alejarte del peligro no estarás acercándote hipnotizadamente a él, como si hubiera un imán en la trampa que tienden, un deseo poderoso de ser atrapado y que así termine de una vez la angustia de la espera. Tampoco el fugitivo está a salvo. En la remota México, en una casa convertida en una fortaleza, protegida por garitas con hombres armados y alambradas, por muros de hormigón, Leon Trotsky aguarda la llegada del emisario de Stalin que vendrá a matarlo, que sabrá eludir puertas blindadas y guardias y se quedará solo frente a él y le disparará un tiro en la cabeza o se inclinará sobre él con la solicitud de Judas y le hincará en la nuca un pico de escalador tan afilado como una daga, tan eficaz como una bala. Es verano, agosto de 1940. El 6 de julio el ex profesor Klemperer anota sin dramatismo en su diario que desde ese día los judíos tienen prohibido entrar en los parques públicos. A principios de junio, en Francia, tres hombres que huyen juntos del avance del ejército alemán se internan en un bosque, en el atardecer demorado y cálido. Uno de ellos, el mayor y más corpulento, acaso el mejor vestido, aparece ahorcado varios meses después, su cadáver putrefacto caído en el suelo, medio oculto bajo las hojas otoñales. La rama de la que se colgó o le colgaron se rompió bajo su peso, pero él ya estaba muerto. En el bolsillo de la chaqueta quizás lleva una estilográfica. Ese hombre, que era alemán, huía de los alemanes, pero también de quienes en otro tiempo fueron los suyos, los comunistas que le habían declarado traidor y decretado su ejecución. Los dos compañeros de cautiverio que huían con él eran agentes soviéticos que habían viajado a Francia con el único fin de encontrarlo y matarlo. Ni aunque te escondas entre las multitudes fugitivas de la guerra ni detrás de muros de hormigón coronados de vidrios rotos y marañas de alambre estarás a salvo. Escaparás de tu país y te convertirás en un apátrida y una mañana al despertarte en la habitación del hotel para Extranjeros donde malvives escucharás altavoces que gritan órdenes en tu propio idioma y verás por la ventana los mismos uniformes de los que creías haberte salvado gracias a las fronteras y a la ley. En 1938 el judío vienés Hans Mayer escapa de Austria, atraviesa con documentos falsos una Europa de vaticinios negros y fronteras hostiles, se refugia en Bélgica, en Amberes, y sólo dos años después las mismas botas y motores y músicas marciales que invadieron Viena, retumban en las calles de esta ciudad en la que nunca ha dejado de ser un extranjero y en las que desde ahora también será un perseguido. En 1943 lo alcanzan los hombres de abrigos de cuero y sombreros flexibles de los que estaba huyendo desde 1938, exactamente desde la noche del 15 de marzo, recién entrado en Viena, cuando él, Hans Mayer, tomó el expreso de las 11:15 hacia Praga: había previsto tan minuciosamente la escena de su detención, durante tantos años, que cuando al fin llegó tuvo la sensación haberla ya vivido. Sólo una cosa no había osado imaginar ni prever: quienes le detuvieron, quienes le hicieron las primeras preguntas y le dieron las primeras bofetadas, no tenían caras de hombres de la Gestapo, ni siquiera de policías. Si un miembro de la Gestapo tiene una cara normal, entonces cualquier cara normal puede ser la de alguien de la Gestapo.
En Moscú, la noche del 27 de abril de 19 37, Margarete Buber-Neumann advirtió que uno los funcionarios de la NKVD que se presentaron a detener a su marido llevaba unas gafas redondas, pequeñas, sin montura, que le daban a su cara joven un cierto aire desvalido de intelectual. No debía de ser una impresión casual, o infundida. Nadezhda Mandelstam, que padeció muy de cerca el acoso de los miembros de la policía secreta, cuenta que los chekistas más jóvenes se distinguían por sus gustos modernos, muy refinados, y su debilidad por la literatura. A la una de la madrugada sonaron los golpes en la puerta de la habitación, que estaba en el hotel Lux, donde se alojaban los empleados y activistas extranjeros del Komintern. En el hotel Lux se había alojado en 1920 el profesor Fernando de los Ríos, enviado por el Partido Socialista Obrero Español con la tarea de informarse sobre la Rusia sovietista, como él la llamaba. Se entrevistó con Lenin y le sorprendió su parecido con Pío Baroja, y le espantó su desprecio por las libertades y las vidas de la gente común.
Con el corazón golpeando fijábamos nuestra atención en el ruido de las botas que se aproximaban. Como cada noche, Margarete, Greta, había estado despierta en la oscuridad, escuchando pasos por los corredores, sobresaltándose cada vez que se encendían las luces de la escalera. Si después de medianoche se encendían de golpe las luces en las escaleras y en los pasillos del hotel Lux era porque habían llegado los hombres de la NKVD, que recorrían las calles oscuras y vacías de Moscú en furgonetas pintadas de negro a las que llamaban cuervos. Nunca usaban los ascensores, tal vez por miedo a que un fallo en su mecanismo, un corte de corriente eléctrica, permitiera escapar a alguna de las víctimas. Pero las víctimas no escapaban nunca, ni siquiera lo intentaban, permanecían inmóviles, paralizadas en sus habitaciones, en la normalidad cada vez más sombría de sus vidas, y cuando llegaban a buscarlas no oponían resistencia, ni lloraban ni gritaban de rabia o de pánico, no tenían preparada un arma con la que abrirse paso allí cuando llegara la visita nocturna o con la que volarse la cabeza en el último instante. Desde hacía años Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán, sabía que estaba marcado, que su nombre figuraba en la lista de condenados y traidores posibles, y sin embargo se fue con su mujer a la Unión Soviética después del triunfo del nacional socialismo en Alemania y no intentó buscar refugio en ningún otro país y vivió en Moscú percibiendo cada DIA cómo se estrechaba el círculo de recelo y hostilidad hacia él, cómo dejaban de hablarle antiguos amigos, cómo uno tras otro desaparecían camaradas en los que había confiado, y que resultaban ser traidores, conspiradores trotkistas, enemigos del pueblo. Ya nadie los visitó a él y a su mujer en la habitación del hotel Lux y ellos tampoco visitaban a nadie, por miedo a comprometer a otros, a contagiar a otros con su desgracia siempre inminente, día a día y noche a noche postergada. Si sonaba el teléfono se quedaban mirándolo sin atreverse a cogerlo, y cuando levantaban el auricular escuchaban un clic y sabían que alguien estaba espiando. Hubo un tiempo en que se cubrían con mantas o ropas de abrigo los teléfonos porque se corrió el rumor que aun sin los auriculares levantados era posible escuchar a través de ellos lo que se estaba hablando en una habitación.