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El amor entre Milena Jesenska y Franz Kafka está cruzado de cartas y de trenes, y en él importaron más la lejanía y las palabras escritas que los encuentros reales o las caricias verdaderas. En la primavera de 1939, unos días antes de que el ejército alemán entrase en Praga, Milena le entregó a su amigo Willy Haas las cartas de Kafka que había guardado desde que recibió la última de ellas, dieciséis años atrás, en 1923. En el viaje hacia el campo de exterminio, en las estaciones a oscuras donde el tren se detendría noches enteras, se acordaba sin duda de la emoción y la angustia de los viajes semiclandestinos de otros tiempos, cuando ella estaba casada y vivía en Viena y su amante vivía en Praga, y se citaban a medio camino, en la estación fronteriza de Gmünd, o de la primera vez que se encontraron, después de varios meses escribiéndose cartas, en la estación de Viena. Antes de empezar a escribirse se habían visto una sola vez, en un café, sin reparar mucho el uno en el otro, y de pronto él quería rescatar de los márgenes de la memoria un recuerdo que no podía ser preciso, la cara en la que no había llegado a fijarse, aunque tan sólo unos meses después iba a estar enamorado de ella. Advierto que no consigo recordar su rostro con detalle. Sólo recuerdo cómo se alejaba entre las mesitas del café; su figura, su vestido, todavía los veo. Ha subido al tren en Praga y sabe que al mismo tiempo ella ha subido a otro tren en Viena, y su impaciencia y su deseo no son más fuertes que el miedo, porque le angustia saber que dentro de unas horas va a tener tangiblemente en sus brazos a la mujer que casi no es más que un fantasma de la imaginación y de las cartas. El miedo es la infelicidad, le ha escrito. Tiene miedo de que llegue el tren y de encontrar frente a sí los ojos claros de Milena, pero también tiene miedo de que ella se haya arrepentido en el último instante, se haya quedado en Viena con su marido, que no la hace feliz, que la engaña con otras mujeres, pero del que no quiere o no puede separarse. Consulta el reloj, mira los nombres de las estaciones en las que el tren va deteniéndose, y lo atormenta la urgencia de que pasen cuanto antes las horas que faltan para llegar, y también el miedo a la llegada, y teme encontrarse solo en el andén de la estación de Gmünd, y al mismo tiempo tiene miedo de la impetuosa cercanía física de Milena, mucho más joven y más sana que él, más diestra y franca en los atrevimientos sexuales.

El recuerdo inconsciente es la materia y la levadura de la imaginación. Sin saberlo hasta ahora, mismo, mientras yo quería imaginar el viaje de Franz Kafka en un expreso nocturno, en realidad estaba recordando uno que yo mismo hice cuando tenía veintidós años, una noche entera de insomnio en un tren que me llevaba a Madrid, a una cita con una mujer de ojos claros y pelo castaño a la que le había enviado un telegrama minutos antes de comprar mi billete de segunda con dinero prestado y de dejarlo insensatamente todo para ir en su busca. Llegué al amanecer a la estación y no había nadie esperándome.

Cómo sería acercarse en tren a una estación fronteriza y no saber si uno sería rechazado, si no le impedirían cruzar al otro lado, a la salvación que estaba a un paso, los guardias de uniforme que examinaran con cruenta lentitud sus papeles, alzando la mirada arrogante para comparar la cara de la fotografía en el pasaporte con esa cara llena de miedo en la que apenas llega a mostrarse una expresión de normalidad, de inocencia. Después de encontrarse por primera vez con Milena y de pasar con ella cuatro días enteros Franz Kafka volvía en el expreso de Viena hacia Praga con la inquietud de llegar a su trabajo a la mañana siguiente, con una mezcla de felicidad y de culpa, de ebria dulzura e intolerable amputación, pues no sabía acostumbrarse ahora a estar solo ni podía calcular el tiempo que le faltaba para volver a encontrarse con su amante. Cuando el tren se detuvo en la estación de Gmünd la policía fronteriza le dijo que no podía continuar su viaje hacia Praga: le faltaba un papel entre sus copiosos documentos, un visado de salida que sólo podía ser expedido en Viena. La noche del 15 de marzo de 1938, cuando Franz Kafka llevaba ya casi catorce años muerto, a salvo de toda angustia o culpa, de toda persecución, ese mismo expreso que salía a las 11.15 de Viena hacia Praga se llenó de fugitivos, judíos e izquierdistas, sobre todo, porque Hitler acababa de entrar en la ciudad, recibido por multitudes que aullaban como jaurías, que alzaban el brazo y gritaban su nombre con el estruendo ronco y unánime de un océano atroz, dando vivas al führer y al Reich, clamando por la aniquilación de los judíos. Nazis austriacos uniformados subían al expreso de Praga en las estaciones intermedias y saqueaban los equipajes de los fugitivos, a los que golpeaban y sometían a vejaciones e injurias. Muchos de ellos no llevaban papeles: en la estación fronteriza los guardias checos les impedían continuar el viaje. Algunos saltaban del tren y huían a campo través queriendo cruzar la frontera al amparo de la noche.

Cómo será llegar de noche a la costa de un país desconocido, saltar al agua desde una barca en la que se ha cruzado el mar en la oscuridad, queriendo alejarse a toda prisa hacia el interior mientras los pies se hunden en la arena: un hombre solo, sin documentos, sin dinero, que ha venido viajando desde el horror de enfermedades y las matanzas de África, desde el corazón de las tinieblas, que no sabe nada de la lengua del país adonde ha llegado, que se tira al suelo y se agazapa en una cuneta cuando ve acercarse por la carretera los faros de un coche, tal vez de la policía.

Viajando parece que gusta más leer libros de viajes. En un tren que me alejaba de Granada, recién terminado el curso en la facultad, a principios del verano de 1976, yo iba leyendo el relato del viaje a Venecia que hace Proust en El tiempo recobrado. Dos veranos después llegué por primera vez a Venecia, en un atardecer de septiembre, y me acordé de Proust y de su dolorosa propensión al desengaño cuando llegaba a los lugares a los que había deseado mucho ir. Conversando con Francisco Ayala sobre la felicidad de leer a Proust descubrí que él también la asociaba con la felicidad simultánea de un viaje. En mil novecientos cuarenta y tantos, cuando vivía exiliado en Buenos Aires, le ofrecieron unas clases en la universidad de la provincia de Rosario. Viajaba una vez a la semana, primero en tren hasta Santa Fe, después en un autobús que circulaba por la orilla del río Paraná. Llevaba siempre consigo un volumen de Proust, le parecía que la relectura era aún más sabrosa porque al apartar los ojos del libro veía unos paisajes cómo del otro extremo del mundo, transitaba en un instante de las calles de París en 1900 y de las playas nubladas de Normandía a las inmensidades deshabitadas de América por las que cruzaba el tren y luego el autobús. De pronto aquel libro que iba leyendo era su único lazo con su vida anterior, con la España perdida a la que tal vez no podría volver y la Europa que aún no había emergido de los cataclismos de la guerra. Leía a Proust en el autobús junto a la anchura marítima del Paraná y ese volumen que tenía en las manos era el mismo que había leído tantas veces en los tranvías de Madrid.

Una vez, en una de las paradas, alzó mecánicamente los ojos del libro y se fijó en un viejo de pelo muy blanco y aire de melancolía y pobreza que acababa de subir, con un abrigo muy usado, con una cartera igual de usada bajo el brazo, con cara de enfermedad y cansancio, la cara de un viejo al que los años no han absuelto de las necesidades más amargas de la vida. En un instante de sorpresa, de incredulidad, de avergonzada compasión, reconoció en ese viejo que tomaba un autobús en un remoto pueblo de Argentina al que había sido presidente de la República Española, don Niceto Alcalá Zamora. Temió que también el otro hombre lo reconociera: volvió la cara hacia la ventanilla, hundió los ojos en el libro, y cuando después de la siguiente parada levantó de nuevo la cabeza el hombre viejo ya no estaba en el autobús.