Tuviste hijos de tez blanca y de tez india, de ojos azules y de ojos negros, de pelo ondulado y de cabellos lacios. El seminario, el convento, nunca fueron realidad. Te hiciste campesino, aprendiste los ritos y los oficios. A uncir las yuntas, a segar, a majar, a matar los gochos. Conociste instrumentos y artes antes desconocidos y te convertiste en trabajador con tus manos, lo que no fueras en casa de tu propio padre, siendo mucho más pobre.
Ahora eres un viejo. Ambos sois viejos, aunque Rosa mantiene en su rostro, ya tan ajado, el blancor juvenil. Habéis perdido los dientes, os duelen los huesos, se os agarrotan las manos, veis cada vez menos. Rosa oye muy mal.
Tú te escapas con el caballo casi todas las mañanas, eludiendo la vigilancia de hijas y nueras. Ellas, cuando regresas, te amonestan, vaticinan que un día te caerás del caballo, aseguran con enfado que acabarás por matarte.
Tú sueles reírte. Respondes que, tras una vida cumplida, qué suerte mejor. Quedarse muerto así, por ejemplo en un lugar como éste, sin dolores, bajo un sol semejante a éste de otoño, con los ojos (de nuevo misericordiosamente limpios) fijos en las largas murallas de oro que apenas mueve la brisa fría, esas murallas que escoltan el río en la mañana transparente, mientras a lo lejos se juntan los bordes azulados del cielo y de la tierra y reluce en las montañas la primera nieve.
Ya no recuerdo cuánto tardó
Ya no recuerdo cuánto tardó en fallarse el pleito. ¿Meses, años, lustros? Cualquier medida de tiempo me parece ahora imprecisa. Lustros acaso, una vida completa. Quizá soy efectivamente un viejo. Quizá es cierto que ésta es la última noche del siglo.
Pero tal vez sea sólo culpa de aquellas brujas de San Silvestre de que hablaba Olvido, todas sueltas por el mundo en la Nochevieja, revoloteantes ahora a mí alrededor como antes, cuando escuchaba desde el puente las melodías navideñas, lejanas pero tan claras, y escrutaba a través de los prismáticos las figuras fantasmales meciéndose a su compás.
Pero se falló un día: el cartero llegó en su moto, como si por utilizar aquel sistema de transporte (reservado normalmente para llegar a los términos municipales alejados de la sede concejil) concediese una solemnidad especial a la notificación que nos traía. Firmamos y rubricamos, acusando recibo, pero él remoloneaba, retardaba su partida, esperando sin duda barruntar el motivo de tanta formalidad.
No soy capaz de recordar cuánto tardó en fallarse el pleito, pero creo que no pasaron más de dos años: ahora me parece recuperar un marco cronológico, datos de ropas, de libros, de labores en la huerta, de algún rincón especialmente hermoso encontrado inesperadamente en algún paseo por el monte, precisamente en tal fecha; datos personalísimos que parecen situar el suceso; aunque inmediatamente, como los breves rizos, al punto dispersos, que forma el río al franquear súbitos escobios, la certeza de la memoria desaparece y se diluye en otra apariencia en que todo se mezcla, se desparrama y se intemporaliza.
Acabó fallándose. Leí en silencio el documento y luego se lo comuniqué a ellos. Habíamos entrado en la cocina, huyendo de la curiosidad del cartero. Se me quedaron mirando ensimismados: sólo Olvido murmuró algo, una interjección imprecatoria que más parecía maldición al destino que a nuestros oponentes ante la ley. Lupi no dijo nada: acabó de encender su pito (los encendía, como si fuesen puros, haciéndolos girar entre los dedos mientras acercaba la llama del encendedor, los ojos fijos en la maniobra, como si fuese necesaria una atención especial, una particular precisión para ello), y luego suspiró con desánimo.
Aquella noche no hubo sobremesa ante el fuego, después de cenar, sentados en el escaño de la cocina. Olvido desapareció nada más terminar sus trajines. De pie, Lupi y yo charlamos brevemente. El había recuperado el talante combativo:
– No lo iremos a dejar así.
– Y qué vamos a hacer -repuse.
– Pues ver a un abogado. Mañana por la mañana nos vamos a León y vemos a un abogado.
Lupi no tenía fe en los abogados, ni en los médicos, ni en los curas, pero creía necesario acudir a ellos para protocolizar los momentos decisivos, como quien oficia algún conjuro inevitable, alguna ceremonia que, siendo del todo aleatoria en cuanto a sus efectos, es sin embargo imprescindible dentro del proceso.
Nos fuimos a dormir. Olvido no vino a mi cuarto, y estuve inquieto largo rato, hasta que me levanté y salí a buscarla. Se escurría la luz bajo la puerta de su alcoba y se la oía musitar. Volví a mi habitación sin decirle nada.
Al día siguiente, Lupi y yo nos marchamos a la capital. Busqué primero en la guía telefónica el nombre de algún abogado que me fuese totalmente desconocido, pero me encontré de pronto con el de Porthos y, recuperado instantáneamente de un espacio antes inescrutable, rememoré casi visualmente su cuerpo flaco, sus andares desgalichados, aquellas orejas rojas, traslúcidas, que contrastaban tan claramente con la blancura del cogote y lo negro del pelo tieso, muy corto siempre. Nuestra amistad se había ido diluyendo a partir de la carrera, cuando yo me fui a Madrid y él a Oviedo. Le vi alguna vez los primeros años y nuestras entrevistas me dejaban un sabor ácido: mientras yo seguía un camino confuso, continuamente dubitativo, lleno de encrucijadas sucesivas, él parecía haber encontrado en el Derecho el sentido que colmaba sus principales inquietudes sobre el mundo. Su padre era también abogado y creo que Porthos, cuando llegó a la mocedad, nunca se planteó una alternativa profesional diferente. Se comprendía, conociendo a su padre, un hombre al parecer muy serio que, si nos encontraba en la calle, nos preguntaba con minuciosidad por el desarrollo de nuestros respectivos cursos, incitándonos al trabajo persistente.
– Hay que hincar los codos -decía.
Simulaba en el aire el gesto, lo que convertía su cuerpo alto y flaco en la figura de un bailarín grotesco. Y remataba sus consejos con una despedida ceremoniosa, concediéndonos una consideración inusual para nuestra edad.
Una voz masculina me preguntó mi identidad y el objeto de mi llamada. Le dije mi nombre y añadí, con súbito impulso, que era Aramis, para una consulta.
– Aramis, el mosquetero. Dígaselo así mismo.
Cuando se puso al teléfono, ya me recordaba. Tenía la voz grave, hablaba bajo; me pareció apreciar, entre sus palabras, un secreto regocijo.
– Pero qué es de tu vida.
Charlamos un rato. Fuera de la cabina, Lupi paseaba por la sala, mirando con curiosidad a las telefonistas, interpolando con sus ropas oscuras aquel sol que reflejaba en los asientos de madera, en las escupideras, en los tiestos, una claridad ennoblecedora del resabio oficial de los altos mostradores.
Le expliqué que quería hacerle una consulta de tipo profesional. Titubeó.
– ¿Te corre mucha prisa?
Yo repuse que marchaba al atardecer, en el coche de línea. Entonces me citó para tomar café.
– Estoy con un primo mío -le dije.
– ¿Tienes los papeles?
– Sí, todos, el testamento y lo demás.
Luego me fui con Lupi a recorrer la ciudad. Cuando nos acercábamos a la catedral, junto al hospital, bajaron dos hombres de un automóvil: eran Alfonso y papá. Yo me quedé mirándoles desconcertado de pronto, el ánimo sumiso, dispuesto a saludarles, sintiendo en mi pecho un latigazo de culpabilidad. Pero, a pesar de que lo angosto del espacio les obligó a acercarse mucho a nosotros, pasaron junto a mí sin reconocerme.
Papá cojeaba quizá más que antes y tenía ya el pelo totalmente blanco, muy escaso, incapaz de ocultar su pálida calva. Alfonso tenía también muchas canas y llevaba unos lentes ligeramente ahumados. Iban los dos muy serios, absortos acaso en alguna tarea profesional. La boina, la zamarra, las chirucas, proclamaban de tal modo nuestro aire pueblerino, que yo hubiera resultado en cualquier caso invisible para ellos. Y continué andando, con la avergonzada pesadumbre de mi reacción instintiva.