– Aquí ya no quedan hórreos -dijo el abuelo-, pero los hubo. Estas piedras fueron pilares de un hórreo. Era muy antiguo.
El abuelo nos contó que aquel hórreo, donde él jugara de pequeño, lo había quemado el rayo. Al parecer, debajo estaba una prima suya protegiéndose de la lluvia, y el rayo le dejó incrustada en el cuello la cadena de plata que llevaba, aunque sin matarla. En cuanto al hórreo, ardió por los cuatro costados.
– Muchos hórreos guardan secretos -añadió el abuelo.
Pienso yo ahora en aquella conversación y encuentro la clave del escondrijo. El abuelo, a nuestras preguntas, habló de cosas incomprensibles, dijo que los cuatro pilares eran los extremos de una cruz, mezcló de nuevo en su relato el tiempo de sus abuelos con otro tiempo arcanísimo, ya casi eterno de tan antiguo, en que los seres mágicos andaban por el mundo, entre la gente, con toda habitualidad. Nosotros le preguntamos si el hórreo que hubo allí guardaba algún secreto. El, entonces, se puso de pie, se acercó hasta pisar el centro de los cuatro pilares, lo pateó, raspó sus pies sobre él mientras lo miraba con indudable regocijo. Canturreó:
Debajo del hórreo hay un carro.
Debajo del carro hay un hórreo.
He comprendido de pronto, ahora que la luz ya no ilumina las vigas, ni brota del patio, sino que se enreda con cierta pesadumbre entre las ramas peladas del zarzal. Allí deberíamos haber cavado, en vez de pasarnos tantos meses escudriñando todos los rincones de la casona, descubriendo viejas ratoneras, botones, cortezas resecas; pasando del entusiasmo más encendido al mayor de los desánimos, aquel desánimo que a ti te dejaba cariacontecido y te empujaba a un mutismo compacto y oscuro, los ojos también fijos y perdidos.
A mí no me importó
A mí no me importó que no consiguiéramos encontrar el caldero de oro. Aquella búsqueda por la casa tenía, por sí misma, todos los visos de una exploración aventurera. Además, yo me incorporaba a mi nueva vida con una fruición gustosa: para mí, era suficiente tesoro aquel mosaico bajo el sótano que, tras desescombrar totalmente, limpié con cuidado, bruñendo las teselas con agua jabonosa. En su belleza misteriosa, sobreviviente de tantos siglos, intuía yo también augurios benéficos. En aquellas líneas de greca y de espigas, entre aquellos rombos blancos y negros que servían de geométricos encuadres a una fauna y a una flora marinas, yo encontraba la trama de los emparrados y de las algas infantiles del pasillo con teclas, y volvía a ser el héroe enmascarado cuya identidad solamente yo mismo conocía.
Además, estaba la vida rural.
Después de tantos años de su inconsciente añoranza, me empapaba de sus humedades, de sus olores, me acompasaba a sus ritmos, como en el ejercicio de una obligación impostergable. Aprendía a utilizar la ordeñadora, me dejaba envolver en aquel espeso ahogo de las cuadras, escrutaba con regocijo las grandes meadas que dejaban verter las vacas con estrépito de insólitas cascadas. Otras horas, cortaba leña, o escardaba (cada vez con mayor sabiduría) entre las berzas y las patatas. Y al fin, cuando caía la noche, sentados los tres en el escaño de la cocina, mientras Olvido y Lupi se embebían impávidos en el ensueño de la televisión, ante el fuego del fogón que ahora servía solamente para calentar (ya que una pequeña cocinilla de gas había sustituido al viejo y enorme hogar), yo me enfrascaba en alguno de aquellos vetustos y extraños libros de la biblioteca del abuelo, escritos casi todos por frailes, que narraban hechos, historias y misterios del Nuevo Mundo, aquella tierra donde estaba prendida también parte de mis raíces.
Me enfrascaba en aquellas lecturas, encontrando en el áspero recorrido de la antigua ortografía, de los viejos tipos de letra y aquellos largos párrafos amazacotados, un placer casi deportivo, como el de subir un monte venciendo las anfractuosidades del sendero.
Aquellos libros fueron también una revelación. Por su lectura fui luego abandonando incluso mi ferviente dedicación primera a la huerta y a las cuadras, y aunque no perdía el gusto por ello, empleaba cada día menos tiempo. Luego, cuando llegó el paquete de Ana Mari, el entusiasmo que suscitaba en mí la lectura de las viejas crónicas americanas, el embeleso en que me mantenían, palió incluso la vergüenza que me arañaba sin remedio al recordar mi comportamiento con ella, aquella marcha sin despedida, aquel abandono cruel.
Doña Ambrosía se había perdido ya en sus dominios personales y yo descolgué el teléfono, en la inercia (una inercia poderosa y centrífuga) de mi propia determinación. Mi llamada sonó varias veces, hasta seis, siete, ocho. Cuando iba a colgar ya, se estableció la comunicación y oí su voz: débil como siempre, esta vez soñolienta. Sin duda la despertó mi llamada. Dije su nombre y reaccionó al punto: me pareció notar un timbre mínimo de alarmada inquietud.
– Soy yo -le dije-. Perdona el madrugón. Ella no respondió.
– Es para despedirme, vamos, para decirte que me despido. Resulta que me voy a León, al pueblo de mi abuelo.
/-Tendrás cosas que hacer allí -dijo, preguntándome.
Ahora yo sentía en su voz las primeras zozobras de la inseguridad. Todavía no había en ella ningún reproche, pero la aparente ingenuidad de su extrañeza dejaba más en evidencia lo violento de mi ruptura.
– Tengo que volver y será por bastante tiempo.
Creo que me preguntó si comíamos juntos. Yo titubeé. Doña Ambrosía había salido otra vez de su guarida y me vigilaba, agazapada en la sombra, más allá de los cortinajes.
– Vaya, me viene muy mal. Voy a estar preparando (as cosas. Ya te llamaré yo.
Entonces me dijo lo de los libros:
– Tendrás que llevarte los libros que te tengo. -Bueno -contesté yo-, no te preocupes.
Allí estaban los libros: un gran paquete de papel de forro ya sobado, raspado en las aristas, mostrando a las claras la ajetreada peripecia de su transporte. Dentro, ninguna nota, como ninguna carta les había anunciado.
Aquel envío, el mutismo que le rodeaba, hubieran suscitado el remordimiento de la mala conciencia en el hombre que yo era tiempo antes. Pero ahora veía las cosas de mi vida pasada como si en lugar de separarme de ellas el plazo escaso de unos meses y menos de quinientos kilómetros, estuviese a muchos años-luz, en otra galaxia.
Hojeé los libros con estupor: me parecía también que pertenecían a otra persona. Allí una curiosa gama de temas que, siendo variados, mantenían todos idéntico nivel de severidad y de rigor. Convivían en aquella caja la historia del movimiento obrero inglés, la psicología social, la estructura económica, algún texto literario especialmente novedoso por lo conceptista y numerosas revistas de teatro. Era un paquete bien organizado, con los libros repartidos mañosamente para no dejar huecos inútiles y la dirección escrita de modo cuidadoso, con letra de imprenta. Sin duda lo había preparado ella, con su habitual eficiencia para colocar cada cosa en su sitio.
Con aquella sensación de neutralidad, de ajeneidad (puesto que estaba en un lugar lejanísimo, así en el tiempo como en el espacio, donde cualquier contrición era imposible ya), recordé las sucesivas llamadas de aquellos días, la mueca de doña Ambrosia simulando una extrañeza escandalizada cuando decía:
– Es otra vez la señorita Ana María.
Sus ojos casi sonrientes de avidez, como esperando con regocijo anticipado la repetición de aquella respuesta mía: -Dígale que no estoy.
– Pero le dije que me parecía haberle visto.
– Si no estaba usted cuando entré. Si usted no me ha podido ver.
A doña Ambrosia parecía interesarle mucho todo aquel enredo:
– Como le ha llamado ya tantas veces…
Pero yo, inflexible:
– Dígale lo que quiera, doña Ambrosia. No me pongo.
Todavía no comprendo la razón, pero esa fue mi vil despedida. Y comportándome así, yo mismo me castigaba.