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– Indio hasta la raíz del pelo: menuda cara pondrá esa gente cuando vea un fraile así, pero de su linaje.

E, indefectiblemente, soltaba una gran risa.

La visión de tus ojos, de tu rostro

La visión de tus ojos, de tu rostro, me ha traído al principio el recuerdo del caldero de oro, la imagen de la cabezona con aquellas largas cejas que se prolongaban en la curva de la nariz y que rodeaban los grandes ojos almendrados de iris vacío, pero inmediatamente ha suscitado en mí la iluminación de un descubrimiento insospechado.

Y mientras esa palabra, esa voz, continúa flotando sobre nosotros sin terminar de formularse, y esa luz rastrera, que debe ser la de alguna linterna, titubea contra las ramas peladas y saca chispas de tus ojos inmóviles, comprendo que nos equivocamos, Lupi. El abuelo no ocultó el caldero de oro en ningún lugar de la casa. Ahora me doy cuenta de lo inútil que fue nuestro esfuerzo: aquel trajín desde el desván hasta el sótano, moviendo los muebles, registrando los suelos, palpando las vigas, escarbando los lienzos de muro que sonaban a hueco.

Yo no estaba seguro de haber visto el caldero alguna vez, e incluso había llegado a sospechar que solamente se trataba de una fábula. Pero tu empecinado convencimiento consiguió hacerme creer que era cierto, que realmente existía, convencerme incluso de que yo mismo lo había comprobado por mis propios ojos, y mantenerme en el trance de aquella búsqueda febril, aquel desescombrar las ruinas que permanecían debajo de la casa, desde la mañana a la noche, deteniéndonos sólo para comer, y hasta eso de modo apresurado, casi sin hablar, cubiertos de polvo, mientras Olvido nos reconvenía por aquellos afanes que ella consideraba más pro-píos de unos locos.

Sí, yo llegué a sospechar vivamente que el caldero no existía, que el caldero era sólo una invención del abuelo, una invención llena de magia como otras suyas. Porque yo nunca vi de verdad el caldero, Lupi. El abuelo explicaba minuciosamente su aspecto físico, su forma, los adornos que tenía, las figuras de hombres, de animales y de plantas que lo rodeaban, hablaba de su interior como de un espacio que, si se escrutaba de cerca, parecía un océano gigantesco y tenebroso, y sus palabras, misteriosamente entonadas, se grababan en mi ávida credulidad infantil. Por eso llegué a creer que pude haberlo contemplado alguna vez. Pero ahora sé realmente que no se trata de un olvido mío, que es cierto que nunca tuve ese objeto ante mis ojos.

Entonces, en aquellas pausas que interrumpían nuestra denodada búsqueda (manchadas de polvo y telarañas las cejas, tiznados los rostros, bebiendo vino con el ansia de una sed acumulada hora tras hora, sorbiendo aquellas sopas espesas de Olvido), yo insistía en ello. Pero tú me mirabas con extrañeza absolutamente sincera, accionabas con la cuchara, el torso apoyado en el brazo izquierdo que descansaba en aquella mesa de cocina tan grande, tan blanca, alisada por días y días y años de arena y de lejía, con la boca todavía medio llena, tragando con esfuerzo, para decir:

– Pero qué hablas, hombre, si le hemos visto con él en las manos, tú y yo juntos.

Y me contabas con detenimiento aquella peripecia no recordada por mí: que una noche nos despertó una luz desusada, un reflejo bamboleante (parecido a este que ahora se desliza sobre nosotros) entre las vigas del techo, un reflejo que subía desde la ventana y que, de pronto, desapareció, y el ruido de unas pisadas en el corral.

Tú te habías quedado unos días en casa del abuelo y dormías en mi misma habitación, en un somier con dos colchones que habían colocado en el suelo, junto a mi cama. Fuiste quien vio primero la luz y oyó las pisadas, y el posterior ruido de la puerta. Me despertaste y ambos nos acercamos a la alta ventana: salía luz de la tienda y los cuadrados del ventanal se extendían de forma insólita, como naipes luminosos, sobre el empedrado. Nos calzamos y bajamos, sigilosos.

Yo era incapaz de recordarlo. Tú extendiste el brazo a través de la mesa, me apretabas el antebrazo casi hasta mancarme, como el hermano Tenaza en aquella otra ocasión. Insistías:

– Claro que sí, aunque no te acuerdes. Bajamos hasta la tienda, entramos por la puerta del zaguán, que estaba entornada.

Y seguías relatándome los extremos de aquel lance nocturno. La tienda estaba iluminada solamente por la bombilla que colgaba en un lateral del mostrador, sobre la bomba de aceite. No había nadie. Las sombras se espesaban al fondo, haciendo más temerosa la silenciosa soledad, tan evidente a la escasa luz. Luego, reparamos en que la trampilla del sótano estaba levantada: de ella salía, difuminándose en la penumbra, una luz también escasa. Nos acercamos y, desde aquella abertura, contemplamos al abuelo.

En ese punto, mi memoria se hacía aún más opaca, más inescrutable. Yo recordaba otra escena acechada por mí en el sótano, al abuelo con Olvido, y luego a Trini descubriéndolos, pero no ésta. Sin embargo, aquello nunca te lo conté: una extraña vergüenza me obligaba a guardar para mí solo, aún a mi pesar, aquel secreto. Pero en mi remembranza, la visión furtiva del abuelo en el sótano estaba relacionada solamente con aquella visión de sus afanes amorosos con Olvido, y era incapaz de reconocer la imagen que tú me presentabas: aquélla del abuelo en el mismo lugar, observando con extasiada contemplación el gran cuenco dorado, haciéndolo girar entre sus manos, a la luz del carburo (porque, aunque en el sótano había luz eléctrica, tú asegurabas que, en tal ocasión, el abuelo se alumbraba con la llama de un carburo).

Lo giraba lentamente entre sus manos y fijaba su atención embelesada en cada una de las figuras. Movía los labios como si musitase algo, como si hablase con ellas.

Decías que luego debimos hacer algo de ruido, porque el abuelo alzó bruscamente la cabeza, mirando hacia nosotros. Decías que subimos deprisa las escaleras, que nos metimos en las camas; que, al cabo, entre el retumbar de nuestros corazones, sentimos pisadas subiendo también las escaleras; que las pisadas se acercaron a nuestra habitación por el pasillo, hasta detenerse ante la puerta; que la puerta se abrió y que la figura del abuelo quedó recortada en el vano, sosteniendo todavía el carburo; que nos contempló unos instantes y dijo, mientras nosotros, inmóviles, con los ojos cerrados, simulábamos dormir:

– De modo que aquí están los ratones.

Ahora pienso que esa historia era acaso fruto de alguna intuición tuya, imperfecta, de mi descubrimiento, que había acabado confundiéndose también en tu mente. Porque, aunque yo no te conté nada, quizá el secreto que yo guardaba asomaba de alguna manera a mis ojos, y debía resultar más vulnerable en algunos momentos (cuando el abuelo y Olvido coincidían en nuestra presencia; cuando ayudábamos a Olvido en alguna faena de la casa; ante la simple presencia de la trampilla del sótano levantada…). Pero tú la relatabas con absoluta convicción, con la fe de un recuerdo sincero. Y yo, que no la recordaba, accedí por fin a aceptar mi ausencia de recuerdos como un fallo de mi memoria.

Ahora sé que yo no estuve allí, que aquello no fue cierto. Sin embargo, el relato, tu confianza en la exactitud de tu recuerdo, tu convicción de que sólo una nube en mi memoria me lo ocultaba, hicieron que olvidase una pista mucho más importante. Así, vinculé el caldero con la casa y aparté de mi recuerdo otra imagen del abuelo que ahora, sin embargo, recupero con la seguridad de un indicio decisivo.

Vuelvo a ver al abuelo, un día que le acompañamos a segar la alfalfa. Segó mucho rato sin hablar, acompasando la respiración a los precisos golpes de la guadaña. Al cabo, se sentó en una de las cuatro grandes piedras que se mantenían en el extremo más alto del prado y encendió un cigarrillo. Nosotros, que habíamos estado jugando por los alrededores, nos acercamos a él y nos sentamos también cada uno en una de las piedras.