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Entre los muchos temores que nacieron al filo de aquellas reflexiones estaba el de perder, perder jugando, todo lo que había ganado y estabilizado con el sudor de mi frente. Pero mucho más miedo me daba, se lo aseguro, asomar la nariz en la naturaleza de mi suerte. Como buen chileno, las ganas de progresar me corroían los huesos, pero como el Súper Ratón que había sido y que en el fondo sigo siendo la prudencia me refrenaba, una vocecita me decía: no tientes al azar, huevón, confórmate con lo que tienes. Una noche soñé con la iglesia de la calle Balmes y vi, pero esta vez creí comprender, su escueto mensaje: Tempus breve est, Ora et labora. El tiempo que nos dan sobre la Tierra no es muy prolongado. Hay que rezar y trabajar, no andar jodiendo la paciencia con las quinielas. Eso era todo. ¡Me desperté con la certeza de que había aprendido la lección! Después se murió Franco, vino la transición, luego la democracia, este país empezó a cambiar a una velocidad que era cosa de verlo y no dar crédito a lo que tus ojos veían. Qué bonito es vivir en democracia. Pedí y obtuve la nacionalidad española, viajé al extranjero, a París, a Londres, a Roma. Siempre en tren. ¿Ha estado usted en Londres? La travesía del canal es una putada. Qué canal ni que ocho cuartos. Peor, supongo, que el Golfo de Penas. Una mañana me desperté en Atenas y la vista del Partenón me empañó de lágrimas los ojos. No hay nada como viajar para ensanchar la cultura. Pero también para afinar la sensibilidad. Conocí Israel, Egipto, Túnez, Marruecos. Al final de mis viajes volví con un solo convencimiento: no somos nada. Un día llegó una cocinera nueva a mi bar de la calle Mallorca. Era inusualmente joven para el puesto y no demasiado competente, pero la acepté enseguida. Se llamaba Rosa y casi sin darme cuenta me casé con ella. A mi primer hijo yo quise llamarlo Caupolicán, pero finalmente se llamó Jordi. La segunda fue una niña y se llamó Montserrat. Cuando pienso en mis hijos me dan ganas de llorar de felicidad. Hay que ver lo que son las mujeres: mi mamá, que le daba miedo que yo me casara, terminó siendo uña y mugre con Rosita. Mi vida, como quien dice, estaba ya perfectamente encarrilada. ¡Qué lejos quedaba el Napoli y los primeros días en Barcelona, para no hablar de mi juventud descarriada en La Cisterna! Tenía una familia, un par de cabros a los que adoraba, una mujer que me ayudaba en todo (pero a la que retiré de la cocina de mi restaurante a la primera oportunidad, bueno es el cilantro pero no tanto), salud y dinero, en fin, no me faltaba de nada, y sin embargo algunas noches, cuando me quedaba solo en mi negocio haciendo cuentas, acompañado únicamente por algún camarero de confianza o por el lavaplatos a quien no veía pero a quien oía afanado en la cocina delante de su última ruma de platos sucios, me asaltaban unas ideas de lo más extrañas, unas ideas, ¿cómo decirlo?, muy chilenas, y entonces sentía que algo me faltaba y me ponía a pensar qué podía ser y tras mucho pensar y darle vueltas al asunto llegaba siempre a la misma conclusión: me faltaban los números, me faltaba la chispa de los números dentro de mis ojos, que es como decir que me faltaba una finalidad o la finalidad. O lo que es lo mismo, al menos según mi óptica, lo que me faltaba era comprender el fenómeno que había puesto en marcha mi fortuna, los números que ya hacía tanto que no me iluminaban la cabeza, y aceptar esa realidad como un hombre. Y fue entonces cuando tuve un sueño y cuando me puse a leer sin medida ninguna, sin el más leve asomo de piedad para conmigo mismo ni para con mis ojos, como un descosido, todo tipo de libros, desde biografías históricas, mis favoritos, hasta libros de ocultismo o poemas de Neruda. El sueño fue muy simple. En realidad más que un sueño fueron unas palabras, unas palabras que yo escuchaba en el sueño y que no era mi voz quien las dictaba. Las palabras eran éstas: ella pone miles de huevos. ¿Qué le parece? Igual estaba soñando con hormigas o con abejas. Pero yo sé que no eran hormigas ni abejas. ¿Quién, entonces, ponía miles de huevos? No lo sé. Sólo sé que en el acto de poner los huevos estaba sola y que el lugar donde los ponía, perdone si me pongo un poco pedante, era como la caverna de Platón, ese lugar parecido al infierno o al cielo en donde sólo se ven sombras, últimamente me ha dado por los filósofos griegos. Ella pone miles de huevos, decía la voz, y yo sabía que era como si dijera ella pone millones de huevos. Y entonces comprendí que allí estaba mi suerte, anidada en uno de esos huevos abandonados (pero abandonados con toda la esperanza) en la caverna de Platón. Y allí mismo supe que probablemente jamás iba a entender la naturaleza de mi suerte, el dinero que me había llovido del cielo. Pero como buen chileno me resistí a la ignorancia y me puse a leer y a leer y no me importaba pasarme toda la noche leyendo, salía temprano a abrir mis bares, trabajaba sin descanso, sumergido en la auténtica laboriosidad que se respira por las mañanas y por las tardes en Barcelona, esa laboriosidad que a veces parece un poco viciosa, y cerraba mis bares y hacía las cuentas y después de las cuentas me ponía a leer y muchas veces me quedé dormido sentado en una silla (como suelen hacer, por otra parte, todos los chilenos) y despertaba de madrugada, cuando el cielo de Barcelona es de un azul casi morado, casi violeta, un cielo que dan ganas de cantar y de llorar no más de verlo, y yo después de mirar el cielo seguía leyendo, sin darme reposo, como si me fuera a morir y no quisiera hacerlo sin haber comprendido antes lo que pasaba a mi alrededor y encima de mi cabeza y debajo de mis pies.

En una palabra, sudé sangre, aunque la verdad es que yo no me daba cuenta de nada. Poco después lo conocí a usted, Belano, y le di trabajo. El lavaplatos se me había puesto enfermo y tuve que contratar a un sustituto. No me acuerdo ya quién me lo mandó, otro chileno seguramente. Fue por las fechas en que yo me quedaba hasta tarde en el restaurante haciendo como que revisaba los libros de cuentas pero en realidad cazando musarañas sin moverme de mi silla. Una noche lo fui a saludar, ¿se acuerda?, y me impresionó por lo educado que era. Se notaba que había leído mucho, que había viajado mucho y que no estaba pasando por una buena racha. Nos caímos bien y, lo que son las cosas, no tardé ni veinticuatro horas en sincerarme con usted como no lo había hecho con nadie en todos estos años. Le conté lo de mis quinielas (eso era vox populi), pero también le conté lo de los números que me martillaban en la cabeza, mi secreto mejor guardado. También lo invité a mi casa, con mi familia, y le ofrecí un trabajo estable en uno de mis bares. La invitación la aceptó (mi mamá preparó empanadas de horno), pero no quiso ni oír hablar de ponerse a trabajar para mí. Decía que no se veía trabajando en un bar durante mucho tiempo, ya se sabe, el trato con el público suele ser ingrato y quema mucho. De todas maneras, y pese a la aspereza que toda relación entre patrón y empleado genera, creo que nos hicimos amigos. Aunque usted no se diera cuenta, para mí aquélla fue una época decisiva. Nunca como entonces me acerqué tanto a los números, quiero decir, de una manera consciente, yendo yo al encuentro de ellos y no dejando que fueran ellos los que vinieran a mi encuentro. Usted lavaba platos en la cocina del Cuerno de Oro, Belano, y yo me sentaba en una de las mesas cercanas a la puerta de salida, extendía mis libros de contabilidad y mis novelas y cerraba los ojos. Yo creo que saber que usted estaba allí me hacía más temerario. Puede que todo fuera una tontería. ¿Ha oído hablar alguna vez de la teoría de la isla de Pascua? Esa teoría dice que Chile es la verdadera isla de Pascua, ya sabe, al este limitamos con la cordillera de los Andes, al norte con el desierto de Atacama, al sur con la Antártida y al oeste con el océano Pacífico. Nacimos en la isla de Pascua y nuestros moais somos nosotros mismos, los chilenos, que miramos perplejos hacia los cuatro puntos cardinales. Una noche, mientras usted lavaba platos, Belano, pensé que todavía estaba en el carguero Napoli. Usted se debe acordar de esa noche. Yo pensé que estaba muriéndome en el bajo vientre del Napoli, olvidado por los marineros que sabían de mi presencia allí, olvidado por todos, y que en mi delirio final soñaba que llegaba a Barcelona y que cabalgaba en los lomos de los guarismos relucientes, y que hacía dinero, el suficiente como para traer a mi familia y darme algunos lujos, y mi sueño comprendía a mi mujer, Rosa, y a mis hijos y mis bares, y luego pensé que si estaba soñando con tanta intensidad seguramente era porque me iba a morir, porque me estaba muriendo en las sentinas del Napoli, en medio del aire viciado y de los olores nauseabundos, y entonces me dije abre los ojos, Andrés, abre los ojos, Súper Ratón, pero me lo dije con otra voz, una voz que francamente me asustó y no pude abrir los ojos, pero con mis orejas de Súper Ratón lo escuché a usted, Belano, lavando mis platos en la cocina de mi bar, y entonces me dije por la chucha, Andrés, no te puedes volver loco ahora, si estás soñando sigue soñando no más, huevón, y si no estás soñando abre los ojos y no tengas miedo. Y entonces abrí los ojos y estaba en el Cuerno de Oro y los números repiqueteaban por las paredes como radiactividad, como si la bomba atómica por fin hubiera caído sobre Barcelona, un enjambre infinito de números que si lo llego a saber me quedo un rato más con los ojos cerrados, pero yo abrí los ojos, Belano, y me levanté de la silla y fui a la cocina en donde usted estaba trabajando y cuando lo vi me dieron ganas de contarle toda esta historia, ¿se acuerda?, yo estaba medio tembloroso y sudaba como un chancho, nadie hubiera dicho que en aquel momento mi cabeza funcionaba mejor que nunca, mejor que ahora, tal vez por eso no le dije nada, le ofrecí un trabajo mejor, le preparé un cubalibre y se lo traje, le pedí su opinión acerca de unos libros, pero no le conté lo que me había pasado.