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Determinación que más tarde me pesaría, pues a la mañana siguiente, antes de salir para el aeropuerto, a Álamo se le metió en la cabeza reunir a toda la delegación en un hall del hotel para realizar un recuento final de nuestra estadía en Managua pero en realidad para hacer un último brindis al sol. Y cuando todos hubimos dejado bien clara nuestra inquebrantable solidaridad con el pueblo nicaragüense y ya nos dirigíamos a nuestras habitaciones a recoger las maletas, Álamo, acompañado por uno de los poetas campesinos, se me acercó y me preguntó si había aparecido por fin Ulises Lima. No me quedó más remedio que decirle que no, a menos que Ulises estuviera en ese momento en su habitación, durmiendo. Vamos a salir de dudas en el acto, dijo Álamo y se metió en el ascensor seguido por el poeta campesino y por mí. En la habitación de Ulises Lima encontramos a Aurelio Pradera, poeta y fino estilista, y éste nos confesó lo que yo ya sabía, que Ulises había estado allí los dos primeros días, pero que luego se había evaporado. ¿Y por qué no se lo comunicaste a Hugo?, rugió Álamo. Las explicaciones que siguieron fueron más bien confusas. Álamo se mesaba los cabellos. Aurelio Pradera dijo que no entendía por qué le echaban la culpa a él, precisamente a él, que había tenido que soportar una noche entera las pesadillas en voz alta de Ulises Lima, un agravio comparativo, a su parecer. El poeta campesino se sentó en la cama en donde supuestamente debía de haber dormido el causante del revuelo y se puso a hojear una revista de literatura. Poco después me di cuenta que otro de los poetas campesinos había hecho acto de presencia y que detrás de éste, en el umbral, se hallaba don Pancracio Montesol, mudo espectador del drama que se desarrollaba entre las cuatro paredes de la habitación 405. Por supuesto, lo comprendí en el acto, yo ya había dejado de ejercer la función de jefe operativo de la delegación mexicana. En la emergencia este papel recayó en Julio Labarca, el teórico marxista de los poetas campesinos, quien se hizo cargo de la situación con un vigor que yo entonces estaba lejos de sentir.

Su primera resolución fue llamar a la policía, después convocó una reunión de urgencia de lo que él llamaba las «cabezas pensantes» de la delegación, es decir los escritores que de tanto en tanto escribían artículos de opinión, ensayos breves, reseñas de libros políticos (las «cabezas creativas» eran los poetas o los narradores como don Pancracio, y también existía el apartado de las «cabecitas locas», que eran los novatos y los primerizos como Aurelio Pradera y tal vez como el propio Ulises Lima, y las «cabezas pensantes-creativas», la créme de la créme, en donde sólo reinaban dos de los poetas campesinos, con Labarca a la cabeza), y tras examinar con franqueza y rotundidad la nueva situación que propiciaba o creaba el incidente y el incidente en sí mismo, llegaron a la conclusión de que lo mejor que podía hacer la delegación era seguir con los horarios previstos, es decir marcharnos sin más dilación aquel mismo día y dejar el asunto Lima en manos de las autoridades competentes.

Sobre las repercusiones políticas que la desaparición de un poeta mexicano en Nicaragua podía conllevar, se dijeron cosas en verdad tremendas, pero luego, teniendo en cuenta que a Ulises Lima lo conocía muy poca gente y que de la poca gente que lo conocía más de la mitad estaban peleados con él, la alarma bajó varios enteros. Incluso se barajó la posibilidad de que su desaparición pasara desapercibida.

Más tarde llegó la policía y Álamo, Labarca y yo estuvimos hablando con uno que decía ser inspector y al que Labarca dio inmediatamente trato de «compañero», «compañero» por aquí y «compañero» por acá, la mera verdad es que para ser policía era simpático y comprensivo, aunque no dijo nada que previamente no hubiéramos sopesado. Nos preguntó por las costumbres del «compañero escritor». Le dijimos que, por supuesto, desconocíamos sus costumbres. Quiso saber si tenía alguna «rareza» o «debilidad». Álamo dijo que uno nunca sabía, el gremio era diverso como la humanidad y la humanidad, ya se sabe, es una suma de debilidades. Labarca lo apoyó (a su manera) y dijo que puede que fuera un degenerado y puede que no. ¿Degenerado en qué sentido?, quiso saber el inspector sandinista. Eso yo no lo puedo precisar, dijo Labarca, la verdad es que no lo conocía, ni siquiera lo vi en el avión. ¿Vino en el mismo avión que nosotros, no? Por supuesto, Julio, dijo Álamo. Y luego Álamo me pasó la pelota a mí: tú lo conoces, Montero (qué cantidad de coraje concentrado había en esas palabras), dinos cómo era. Yo me lavé las manos en el acto. Volví a explicar toda la historia, desde el principio hasta el final, ante el aburrimiento manifiesto de Álamo y Labarca y el sincero interés del inspector. Cuando terminé dijo ah, qué vida la de los escritores, carajo. Luego quiso saber por qué había habido escritores que no quisieron viajar a Managua. Por asuntos personales, dijo Labarca. ¿No por beligerancia con nuestra revolución? Cómo se le ocurre, de ningún modo, dijo Labarca. ¿Qué escritores no quisieron venir?, dijo el inspector. Álamo y Labarca se miraron y luego me miraron a mí. Yo abrí la bocota y dije los nombres. Ah, caray, dijo Labarca, ¿así que Marco Antonio también estaba invitado? Sí, dijo Álamo, me pareció una buena idea. ¿Y por qué no se me consultó?, dijo Labarca. Se lo comenté a Emilio y dio el okey, dijo Álamo molesto de que Labarca cuestionara su autoridad delante de mí. ¿Y ese Marco Antonio, quién es?, dijo el inspector. Un poeta, dijo Álamo secamente. ¿Pero un poeta de qué tipo?, quiso saber el inspector. Un poeta surrealista, dijo Álamo. Un surrealista del PRI, precisó Labarca. Un poeta lírico, dije yo. El inspector movió la cabeza varias veces, como diciendo ya entiendo aunque para nosotros estaba claro que no entendía una mierda. ¿Y ese poeta lírico no quiso solidarizarse con la revolución sandinista? Bueno, dijo Labarca, es un poco fuerte decirlo de esa manera. No pudo venir, supongo, dijo Álamo. Aunque Marco Antonio, ya se sabe, dijo Labarca y se rió por primera vez. Álamo sacó su cajetilla de Delicados y ofreció. Labarca y yo cogimos uno, pero el inspector los rechazó con un gesto y encendió un cigarrillo cubano, éstos son más fuertes, dijo con un cierto retintín que no nos pasó desapercibido. Fue como si dijera: los revolucionarios fumamos tabaco fuerte, los hombres de verdad fumamos tabaco de verdad, los que incidimos objetivamente en la realidad fumamos tabaco real. ¿Más fuertes que un Delicados?, dijo Labarca. Tabaco negro, compañeros, tabaco auténtico. Álamo se rió por lo bajo y dijo: parece mentira que se nos haya perdido un poeta, pero en realidad quería decir: qué sabes tú de tabaco, pinche cabrón. Me lo paso por los huevos el tabaco cubano, dijo Labarca casi sin inmutarse. ¿Cómo dice, compañero?, dijo el inspector. Que me vale madres el tabaco cubano, donde arda un Delicados que se apaguen los demás. Álamo volvió a reírse y el inspector pareció dudar entre palidecer o asumir una expresión de perplejidad. Supongo, compañero, que eso lo dice sin segundas, dijo. Sin segundas y sin terceras, lo digo tal y como lo ha escuchado. A un Delicados no hay quien le tosa, dijo Labarca. Ah, qué Julio más gandalla, murmuró Álamo mirándome a mí para que el inspector no le descubriera la risa que a duras penas contenía. ¿Y en qué se basa para decir eso?, dijo el inspector envuelto en una nube de humo. Noté que la situación iba tomando un sesgo distinto. Labarca levantó una mano y la agitó, como si abofeteara al inspector, a pocos centímetros de su nariz: no me eche el humo a la cara, hombre, dijo, un poco más de consideración. Esta vez el inspector empalideció sin dudarlo, como si el fuerte aroma de su tabaco lo hubiera mareado. Coño, un poco más de respeto, compañero, casi me da en la nariz. Qué narices ni qué narices, le dijo Labarca a Álamo sin inmutarse, si no sabe distinguir el olor de un Delicados de un vulgar manojo de hebras cubano es que a usted le falla la nariz, compañero, algo que en sí mismo no tiene importancia pero que tratándose de un fumador o de un policía es por lo menos preocupante. Es que el Delicados es rubio, Julio, dijo Álamo muerto de risa. Y además tiene el papel dulce, dijo Labarca, eso sólo se encuentra en algunas partes de la China. Y en México, Julio, dijo Álamo. Y en México, claro, dijo Labarca. El inspector les echó una mirada de esas que matan, luego apagó bruscamente su cigarrillo y dijo con la voz cambiada que tenía que levantar un acta de persona desaparecida y que ese trámite sólo se podía cumplimentar en la comisaría. Parecía dispuesto a detenernos a todos. Pues qué esperamos, dijo Labarca, vamos a la comisaría, compañero. Montero, me dijo mientras salía, dale un telefonazo al ministro de Cultura, de mi parte. Okey, Julio, dije yo. El inspector pareció dudar unos segundos. Labarca y Álamo estaban en el hall del hotel. El inspector me miró como pidiéndome consejo. Yo le hice la señal de las muñecas enmanilladas, pero él no me entendió. Antes de salir, dijo: están de vuelta en menos de diez minutos. Yo me encogí de hombros y le di la espalda. Al cabo de un rato llegó don Pancracio Montesol, vestido con una guayabera blanquísima y con una bolsa de plástico del Gigante de la colonia Chapultepec llena de libros. ¿El asunto está en vías de solución, amigo Montero? Mi cuaternario don Pancracio, dije yo, el asunto está igual que estaba anoche y antenoche, hemos perdido al pobre Ulises Lima y la culpa, quiera usted que no, es mía por haberlo arrastrado hasta aquí.