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Una tarde, mientras leía, escuché que Xóchitl me llamaba golpeando su techo con el palo de una escoba. Me asomé a la ventana. Ulises está aquí, dijo Xóchitl, ¿quieres bajar? Bajé. Allí estaba Ulises. No me causó una gran alegría verlo. Todo lo que él y Belano habían significado para mí quedaba ahora demasiado lejos. Habló de sus viajes. Creo que en la narración de éstos había demasiada literatura. Mientras él hablaba me puse a jugar con el pequeño Franz. Después Ulises dijo que tenía que ir a ver a los hermanos Rodríguez y que si queríamos acompañarlo. Xóchitl y yo nos miramos. Si tú quieres ir yo te cuido al niño, le dije. Antes de marcharse Ulises me preguntó por Angélica. Está en casa, le dije, llámala por teléfono. En general, no sé por qué, mi actitud con él fue más bien hostil. Cuando se marcharon, Xóchitl me guiñó un ojo. Aquella noche no vino el profesor de matemáticas. Le di de comer al pequeño Franz en mi habitación y luego bajé, le puse el pijama y lo metí en la cama, en donde no tardó en quedarse dormido. De la estantería cogí un libro y estuve leyendo, junto a la ventana, y observando los coches que pasaban con las luces encendidas por la calle Montes. Leía y pensaba.

A las doce de la noche volvió Requena. Me preguntó qué hacía allí y dónde estaba Xóchitl. Le dije que había ido a una reunión de real visceralistas en casa de los hermanos Rodríguez. Después de mirar a su hijo Requena me preguntó si yo había comido. Le dije que no. Me había olvidado de comer. Pero al niño sí que le había dado la cena, anuncié.

Requena abrió el refrigerador y sacó una olla pequeña que puso al fuego. Era sopa de arroz. Me preguntó si quería. En realidad lo que yo no quería era irme a mi habitación solitaria, así que le dije que me pusiera un poco. Hablábamos a media voz para no despertar al pequeño Franz. ¿Cómo van tus clases de danza?, dijo. ¿Cómo van tus clases de pintura? Requena sólo había estado una vez en mi habitación, la noche de la cena, y le había gustado lo que yo pintaba. Todo va bien, le dije. ¿Y la poesía? Hace mucho que no escribo, le dije. Yo también, dijo él. La sopa de arroz estaba muy picante. Le pregunté si Xóchitl cocinaba siempre así. Siempre, dijo él, debe de ser una costumbre familiar.

Durante un rato estuvimos mirándonos sin decir nada y también mirando la calle, la cama de Franz, las paredes mal pintadas. Después Requena se puso a hablar de Ulises y de su regreso a México. A mí me ardía la boca y el estómago y después comprobé que también me ardía la cara. Yo pensé que se quedaría en Europa para siempre, oí que decía. No sé por qué en ese momento me puse a pensar en el padre de Xóchitl, a quien había visto en una sola ocasión, mientras salía del cuarto. Al verlo yo di un salto hacia atrás, me pareció un tipo siniestro. Es mi padre, dijo Xóchitl al ver mi expresión de alarma. El tipo me saludó con un movimiento de cabeza y se marchó. El real visceralismo está muerto, dijo Requena, deberíamos olvidarnos de él y hacer algo nuevo. Una sección mexicana del surrealismo, murmuré. Necesito beber algo, dije. Vi a Requena levantarse y abrir el refrigerador, la luz de éste, amarilla, corrió por el piso hasta las patas de la cama del pequeño Franz. Vi una pelota, unas zapatillas muy pequeñas, pero demasiado grandes para pertenecer al niño, me puse a pensar en los pies de Xóchitl, mucho más pequeños que los míos. ¿Has notado algo nuevo en Ulises?, dijo Requena. Bebí agua fría. No he notado nada, dije. Requena se levantó y abrió la ventana para ventilar la habitación del humo de los cigarrillos. Está como loco, dijo Requena, está alucinado. Oí un ruido proveniente de la cama del pequeño Franz. ¿Habla en sueños?, pregunté. No, es de la calle, dijo Requena. Me asomé a la ventana y miré hacia mi habitación, la luz estaba apagada. Después sentí las manos de Requena en mi cintura y no me moví. Él tampoco se movió. Al cabo de un rato me bajó el pantalón y sentí su pene entre mis nalgas. No nos dijimos nada. Cuando terminamos nos volvimos a sentar a la mesa y encendimos un cigarrillo. ¿Se lo dirás a Xóchitl?, dijo Requena. ¿Quieres que se lo diga?, dije yo. Preferiría que no, dijo él.

Me fui a las dos de la mañana y Xóchitl aún no había regresado. Al día siguiente, al volver de mis clases de pintura, Xóchitl vino a buscarme a mi cuarto. La acompañé al supermercado. Mientras comprábamos me contó que Ulises Lima y Pancho Rodríguez se habían peleado. El real visceralismo está muerto, dijo Xóchitl, si al menos hubieras ido tú… Le dije que yo ya no escribía poesía ni quería saber nada de poetas. Al volver, Xóchitl me pidió que pasara a su habitación. No había hecho la cama y los platos de la noche anterior, los platos en los que Requena y yo habíamos comido, se amontonaban sin lavar en el fregadero junto con los platos utilizados al mediodía por Xóchitl y Franz.

Aquella noche tampoco vino el profesor de matemáticas. Desde un teléfono público llamé a mi hermana. No sabía qué decirle pero necesitaba hablar con alguien y no tenía ganas de estar otra vez en la habitación de Xóchitl. La pillé justo antes de que saliera. Iba al teatro. ¿Qué quieres?, me dijo. ¿Necesitas dinero? Durante un rato estuve diciendo tonterías, luego, antes de colgar, le pregunté si sabía que Ulises Lima había vuelto a México. No lo sabía. No le importaba. Nos dijimos adiós y colgué. Después llamé a casa del profesor de matemáticas. Contestó el teléfono su mujer. ¿Bueno?, dijo. Yo me quedé callada. Cabrona hija de la gran chingada, contesta, dijo. Yo colgué suavemente y volví a casa. Dos días después Xóchitl me dijo que Catalina O'Hara daba una fiesta en donde posiblemente se iban a reunir todos los real visceralistas, en la fiesta se iba a ver si se podía relanzar al grupo, sacar una revista, planear nuevas actividades. Me preguntó si yo pensaba ir. Le dije que no, pero que si ella quería ir yo podía cuidarle a Franz. Aquella noche volví a hacer el amor con Requena, durante mucho rato, desde que se durmió el niño hasta las tres de la mañana, aproximadamente, y por un momento pensé que era a él a quien amaba y no al pinche profesor de matemáticas.

Al día siguiente Xóchitl me contó cómo había ido la reunión. Igual que una película de zombis. Para ella, el real visceralismo estaba acabado, lo cual era una pena porque los poemas que ahora escribía, dijo, eran en el fondo poemas real visceralistas. La escuché sin decir nada. Después le pregunté por Ulises. Él es el jefe, dijo Xóchitl, pero está solo. A partir de aquel día ya no hubo más reuniones real visceralistas y Xóchitl no volvió a pedirme que cuidara a su hijo por las noches. Mi relación con el profesor de matemáticas estaba muerta pero aún seguíamos acostándonos de vez en cuando y yo aún seguía llamando por teléfono a su casa, supongo que por masoquismo o, lo que es aún peor, porque me aburría. Un día, sin embargo, hablamos de todo lo que nos pasaba o de lo que no nos pasaba y a partir de entonces dejamos de vernos. Al marcharse parecía aliviado. Pensé en dejar el cuarto de la calle Montes y volver a casa de mi madre. Finalmente decidí no marcharme y seguir viviendo allí de forma permanente.