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– ¿Qué es un epicedio? -dije.

Nadie me contestó.

Durante un rato permanecimos todos en silencio mientras el Impala se abría paso en la oscuridad.

– Dinos qué es un epicedio -dijo Belano sin volverse.

– Es una composición que se recita delante de un cadáver -dije-. No hay que confundirlo con el treno. El epicedio tenía forma coral dialogada. El metro usado era el dáctilo epítrito, y más tarde el verso elegiaco.

Sin comentarios.

– Joder, qué bonita es esta pinche carretera -dijo Belano al cabo de un rato.

– Haznos más preguntas -dijo Lima-. ¿Cómo definirías tú, García Madero, un treno?

– Pues igual que un epicedio, sólo que no se recitaba delante de un cadáver.

– Más preguntas -dijo Belano.

– ¿Qué es una alcaica? -dije.

Mi voz sonó extraña, como si no hubiera sido yo el que hablaba.

– Una estrofa formada por cuatro versos alcaicos -dijo Lima-: dos endecasílabos, un eneasílabo y un decasílabo. La empleó el poeta griego Alceo, de ahí el nombre.

– No son dos endecasílabos -dije-. Son dos decasílabos, un eneasílabo y un decasílabo trocaico.

– Puede ser -dijo Lima-. Al fin y al cabo qué más da.

Vi que Belano encendía un cigarrillo con el encendedor del coche.

– ¿Quién introdujo la estrofa alcaica en la poesía latina? -dije.

– Hombre, eso lo sabe todo el mundo -dijo Lima-. ¿Tú lo sabes, Arturo?

Belano tenía el encendedor en la mano y lo miraba fijamente, aunque su cigarrillo ya estaba encendido.

– CÍaro -dijo.

– ¿Quién? -dije yo.

– Horacio -dijo Belano y metió el encendedor en su agujero y luego bajó el cristal de la ventana. El aire que entró nos despeinó a Lupe y a mí.

3 de enero

Desayunamos en una gasolinera en las afueras de Culiacán, huevos rancheros, huevos fritos con jamón, huevos con bacon y huevos pasados por agua. Bebimos dos tazas de café cada uno y Lupe se tomó un vaso grande con jugo de naranja. Pedimos cuatro tortas de jamón y queso para el camino. Luego Lupe se metió en el baño de mujeres, y Belano, Lima y yo pasamos al baño de hombres, donde procedimos a lavarnos la cara, las manos y el cuello, y a hacer nuestras necesidades. Cuando salimos el cielo era de un azul profundo, como pocas veces he visto, y los coches que subían en dirección al norte no escaseaban. Lupe no estaba por ninguna parte por lo que, tras esperar un tiempo prudencial, fuimos a buscarla al baño de mujeres. La encontramos lavándose los dientes. Ella nos miró y salimos sin decir nada. Junto a Lupe, inclinada sobre el otro lavamanos, había una mujer de unos cincuenta años, peinándose delante del espejo una cabellera negra que le llegaba hasta la cintura.

Belano dijo que teníamos que acercarnos a Culiacán a comprar cepillos de dientes. Lima se encogió de hombros y dijo que a él le daba igual. Yo opiné que no teníamos tiempo que perder, aunque en realidad el tiempo era lo único que nos sobraba. Al final prevaleció la decisión de Belano. Compramos los cepillos de dientes y otros utensilios de aseo personal que nos harían falta en un supermercado en las afueras de Culiacán y luego dimos media vuelta, sin entrar en la ciudad, y nos marchamos.

4 de enero

Pasamos como fantasmas por Navojoa, Ciudad Obregón y Hermosillo. Estábamos en Sonora, aunque ya desde Sinaloa yo tenía la impresión de estar en Sonora. A los lados de la carretera veíamos a veces alzarse una pitahaya, nopales y sahuaros en medio de la reverberación del mediodía. En la biblioteca municipal de Hermosillo, Belano, Lima y yo buscamos el rastro de Cesárea Tinajero. No hallamos nada. Cuando volvimos al coche encontramos a Lupe dormida en el asiento trasero y a dos hombres de pie en la acera, inmóviles, contemplándola. Belano creyó que podían ser Alberto y uno de sus amigos y nos separamos para abordarlos. Lupe tenía el vestido subido hasta las caderas y los hombres, con las manos dentro de los bolsillos, se estaban masturbando. Largo de aquí, dijo Arturo y los tipos se fueron volviéndose a mirarnos mientras retrocedían. Luego estuvimos en Caborca. Si la revista de Cesárea se llamaba así, por algo sería, dijo Belano. Caborca es un pueblo pequeño, al noroeste de Hermosillo. Para llegar allí tomamos la carretera federal hasta Santa Ana y de Santa Ana nos desviamos hacia el oeste por una carretera pavimentada. Pasamos por Pueblo Nuevo y Altar. Antes de llegar a Caborca vimos una desviación y un letrero con el nombre de otro pueblo: Pitiquito. Pero seguimos adelante y llegamos a Caborca y estuvimos dando vueltas por la municipalidad y la iglesia, hablando con todo el mundo, buscando infructuosamente a alguien que pudiera darnos noticia de Cesárea Tinajero hasta que empezó a caer la noche y volvimos a subir al carro, porque por no tener Caborca ni siquiera tenía una pensión o un hotelito en donde poder alojarnos (y si lo tenía no lo encontramos). Así que esa noche dormimos en el coche y cuando despertamos volvimos a Caborca, pusimos gasolina y nos fuimos a Pitiquito. Tengo una corazonada, dijo Belano. En Pitiquito comimos muy bien y fuimos a ver la iglesia de San Diego del Pitiquito, desde afuera, porque Lupe dijo que no quería entrar y nosotros tampoco teníamos muchas ganas.

5 de enero

Vamos en dirección noreste, por una buena carretera, hasta Cananea, luego en dirección sur, por una carretera de terracería, hasta Bacanuchi, y luego hasta 16 de Septiembre y luego hasta Arizpe. Ya no acompaño a Belano y Lima a hacer sus preguntas. Me quedo en el coche junto con Lupe o nos vamos a tomar una cerveza. En Arizpe la carretera vuelve a mejorar y bajamos hasta Banámichi y Huépac. De Huépac volvemos a subir a Banámichi, esta vez sin detenernos y otra vez a Arizpe, de donde salimos en dirección este, por una senda infernal, hasta Los Hoyos, y desde Los Hoyos, por una carretera notablemente mejor, hasta Nacozari de García.

En la salida de Nacozari un patrullero nos para y nos pide los papeles del coche. ¿Es usted de Nacozari, agente?, le pregunta Lupe. El patrullero la mira y dice que no, que cómo se le ocurre, es de Hermosillo. Belano y Lima se ríen. Se bajan a estirar las piernas. Luego se baja Lupe y cruza unas palabras al oído con Arturo. El otro patrullero también se baja de su carro y se acerca a parlamentar con su compañero, ocupado en descifrar los papeles del coche de Quim y el permiso de conducir de Lima. Los dos patrulleros miran a Lupe, que se interna unos metros fuera de la carretera, por un paisaje rocoso y amarillo en donde de tanto en tanto sobresalen manchas más oscuras, plantas minúsculas y de un color marrón verde lila que encoge el estómago. Un marrón, un verde y un lila expuestos permanentemente a un eclipse.

¿Y ustedes de dónde son?, dice el segundo patrullero. Del DF escucho que responde Belano. ¿Mexiquillos?, dice el patrullero. Más o menos, dice Belano con una sonrisa que me asusta. ¿Quién es este pendejo?, pienso, pero no pienso en el policía sino en Belano y también en Lima, que se apoya en el capó y mira un punto en el horizonte, entre las nubes y los quebrachos.

Después el policía nos devuelve los papeles y Lima y Belano le preguntan por el camino más corto para llegar a Santa Teresa. El segundo patrullero vuelve a su coche y saca un mapa. Cuando nos vamos los patrulleros nos dicen adiós con las manos levantadas. El camino pavimentado pronto vuelve a convertirse en camino de terracería. No hay coches, sólo de vez en cuando una camioneta cargada con sacos o con hombres. Pasamos por pueblos llamados Aribabi, Huachinera, Bacerac y Bavispe antes de darnos cuenta de que nos hemos perdido. Poco antes de que anochezca aparece de repente un pueblo, a lo lejos, que tal vez sea Villaviciosa y tal vez no, pero ya no tenemos ánimo para buscar el camino de acceso. Por primera vez veo a Belano y a Lima nerviosos. Lupe es inmune al influjo del pueblo. En lo que a mí respecta no sé qué pensar, puede que sienta cosas extrañas, puede que sólo tenga ganas de dormir, incluso puede que esté soñando. Después volvemos a internarnos por un camino en pésimo estado y que parece interminable. Belano y Lima me piden que les haga preguntas difíciles. Supongo que se refieren a preguntas de métrica, retórica y estilística. Les hago una y luego me duermo. Lupe también está dormida. En lo que tardo en quedarme dormido escucho a Belano y Lima hablar. Hablan del DF, hablan de Laura Damián y de Laura Jáuregui, hablan de un poeta al que nunca hasta ahora había oído mencionar, y se ríen, parece simpático ese poeta, parece una buena persona, hablan de gente que saca revistas y que por lo que dicen colijo que es gente ingenua o sencilla o puramente desesperada. Me gusta escucharlos hablar. Belano habla más que Lima, pero los dos se ríen bastante. También hablan del Impala de Quim. A veces, cuando los baches del camino son numerosos, el coche da unos saltos que a Belano no le parecen normales. A Lima lo que no le parece normal es el ruido que hace el motor. Antes de quedarme profundamente dormido me doy cuenta de que ninguno de los dos sabe nada de automóviles. Cuando despierto estamos en Santa Teresa. Belano y Lima están fumando y el Impala circula por las calles del centro de la ciudad.