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Hernando García León, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Todo empezó, como todo lo grande, con un sueño. Hace un tiempo, menos de un año, me di un garbeo por uno de los cafés de mayor raigambre literaria y conversé con diversos autores de nuestra España doliente. Entre el guirigay de costumbre todos aquellos con quienes dialogué afirmaron (y aquí la unanimidad no es sospechosa) que mi último libro era, si no uno de los más vendidos, sí uno de los más leídos. Puede ser, de mercadeos yo no me ocupo. Tras la cortina de elogios, sin embargo, entrevi una sombra. Mis pares me elogiaban, los más jóvenes veían en mí -y se ufanaban de ello- a un maestro, pero tras la cortina de halagos yo presentí la respiración, la inminencia de algo desconocido. ¿Qué era aquello? Lo ignoraba. Un mes después, hallándome en una de las salas de embarque del aeropuerto, dispuesto a ausentarme por unos días de nuestra España maldiciente, se me acercaron tres jóvenes, espigados y cerúleos, y me dijeron en buen romance que mi último libro les había cambiado la vida. Curioso, aunque ciertamente no eran, ni mucho menos, los primeros en interpelarme de esta guisa. Proseguí mi viaje. Hice una escala en Roma. En el duty free shop se me quedó mirando fijamente un hombre de aspecto interesante. Era un austríaco en viaje de negocios (no le pregunté a qué se dedicaba), de nombre Hermann Künst, y que seducido por mi anterior libro, que había leído en español pues que yo sepa aún no se ha traducido al alemán, deseaba conseguir de mí un autógrafo. Sus alabanzas me dejaron anonadado. Al llegar a Nepal, en el hotel, un muchacho de no más de quince años me preguntó si yo era Hernando García León. Le dije que sí y ya me disponía a darle una propina cuando el mozalbete se declaró ferviente admirador de mi obra y poco después, casi sin darme cuenta, me vi estampando mi firma sobre un ajado ejemplar de Entre toros y ángeles, para ser más concretos en la octava edición española, con fecha de 1986. Lamentablemente en aquel momento ocurrió un percance que no viene a cuento relatar aquí que me privó de interrogar a aquel joven lector por las visicitudes o vericuetos que habían hecho llegar mi libro hasta sus manos. Esa noche soñé con San Juan Bautista. El descabezado se me acercaba a la cama del hotel y me decía: ve a Nepal, Hernando, y se abrirán para ti las páginas de un libro magnífico. Pero si estoy en Nepal, le contestaba con la media lengua de los durmientes. Pero el Bautista repetía: ve a Nepal, Hernando, etcétera, etcétera, como si se tratara de mi agente literaria. A la mañana siguiente olvidé el sueño. Durante una excursión por las montañas de Katmandú me encontré de sopetón con un grupo de turistas de nuestra España azorada. Fui reconocido (yo estaba solo, demás está precisarlo, meditando tras una roca) y sometido a la usual sesión de preguntas y respuestas, cual si estuviéramos en un programa televisivo. La sed de conocimientos de mis compatriotas era grande, compulsiva, inagotable. Firmé dos ejemplares. De vuelta al hotel, aquella noche volví a soñar con San Juan Bautista, mas con la variante, prestigiosa variante, de que esta vez venía acompañado de una sombra, un ser embozado que permanecía a una cierta distancia mientras el descabezado hablaba. Su alocución, en esencia, venía a ser la misma de la noche anterior. Me urgía a visitar el Nepal y me prometía las mieles de un libro magnífico, digno de la pluma más arriesgada. Estos sueños se repitieron, una noche sí y otra también, prácticamente durante toda mi estancia en Oriente. Regresé a Madrid y tras someterme de mala gana al imperativo de las entrevistas de rigor, me desplacé a Orejuela de Arganda, un pueblito o aldea de la sierra, con la robusta intención de acometer una labor de creación. Volví a soñar con San Juan Bautista. Macho, Hernando, esto es demasiado, me dije en medio del sueño y con un esfuerzo mental que sólo pueden permitirse quienes han ejercitado sus nervios en situaciones limítrofes, conseguí despertar de golpe. La habitación estaba sumida en el silencio feraz de la noche castellana. Abrí las ventanas y respiré el aire puro de la sierra. No eché en falta la época, ya lejana, en que fumaba dos paquetes diarios, aunque por una micro-fracción de segundo pensé que no hubiera estado mal fumarme un pitillo. Como hombre que no tiene tiempo que perder, dediqué mi insomnio a revisar papeles, concluir cartas, preparar borradores de artículos y conferencias, las servidumbres de un autor de éxito, algo que no comprenderán jamás los resentidos y envidiosos que no pasan nunca de los mil ejemplares. Después volví a la cama y como suele ocurrirme me dormí instantáneamente. De una negrura como pintada por Zurbarán resurgió San Juan Bautista y me miró a los ojos. Me hizo un gesto con la cabeza y después dijo: te dejo, Hernando, pero no te quedas solo. Contemplé el paisaje que poco a poco fue aclarándose, como si una brisa o un aliento angélico deshiciera las brumas y las negruras, aunque preservando, digamos, el luto propio de la mañana. Al fondo, a unos tres metros de mi cama, junto a un peñasco, aguardaba paciente la sombra enrebozada. ¿Quién eres?, dije. Mi voz me sonó temblorosa. Estoy a punto de echarme a llorar, pensé, sobrecogido, en medio del sueño y de aquella lóbrega mañana. Sin embargo, haciendo de tripas corazón, pude repetir la pregunta: ¿quién eres? Entonces la sombra tembló o con un movimiento preciso (y de todo el cuerpo) se sacudió el rocío del alba o simplemente mis ojos, descolocados, me hicieron percibir como temblor algo que no lo era, y tras el temblor comenzó a caminar en dirección a mi cama, sus pies que no parecían hollar el suelo, y sin embargo yo escuchaba el ruido de las piedras, el canto de las piedras gozosas al sentir la planta de sus pies en el lomo, crujido y tintineo al mismo tiempo, murmullo y rumor, como si las piedras fueran hierba de los campos y los pies aire o agua, y entonces me levanté, con ímprobos esfuerzos, de la cama, y apoyado sobre un codo le pregunté quién eres, qué quieres de mí, sombra, qué se esconde bajo ese rebozo, y la sombra siguió avanzando por el predio de piedras y guijarros cenicientos hasta llegar junto a mi cama, y entonces se detuvo y las piedras dejaron de cantar o arrullar o zurear, un silencio enorme se instaló en mi habitación y en el valle y en las faldas de las montañas, y yo cerré los ojos y me dije valor, Hernando, que en peores sueños te has visto, y los volví a abrir. Y entonces la sombra se quitó el rebozo o tal vez sólo fuera un capidengue y ante mí apareció la Virgen María y su luz no era cegadora, como dice mi amiga Patricia Fernández-García Errázuriz, que ha tenido varias experiencias de este tipo, sino una luz grata a la pupila, una luz acorde con la luz de la mañana. Y antes de quedarme mudo dije: ¿qué quieres, Señora, de este pobre servidor? Y ella dijo: Hernando, hijo mío, quiero que escribas un libro. El resto de nuestra conversación es algo que no puedo contar. Pero escribí. Me puse a la faena dispuesto a dejar la piel en el empeño y al cabo de tres meses tenía trescientas cincuenta cuartillas que puse en la mesa de mi editor. Su título: La nueva era y la escalera ibérica. Hoy, según me han dicho, se han vendido más de mil ejemplares. Por supuesto, no los he firmado todos pues no soy Supermán. Todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como misterio.

Pelayo Barrendoáin, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Primero: aquí estoy yo, dopado, con los antidepresivos saliéndome hasta por las orejas, recorriendo esta Feria aparentemente tan simpática en donde Hernando García León tiene tantos y tantos lectores y en donde Baca, en las antípodas de García León pero tan beato como él, tiene tantos y tantos lectores y en donde hasta mi viejo amigo Pere Ordóñez tiene algunos lectores y en donde hasta yo, para qué seguir, para qué ir más lejos, tengo también mi cupo de lectores, los reventados, los golpeados, los que tienen en la cabeza pequeñas bombas de litio, ríos de Prozac, lagos de Epaminol, mares muertos de Rohipnol, pozos cegados de Tranquimazín, mis hermanos, los que chupan de mi locura para alimentar su locura. Y yo estoy aquí con mi enfermera, aunque puede que no sea una enfermera sino una asistente social, una educadora especial, puede que incluso una abogada, en cualquier caso yo estoy aquí con una mujer que parece ser mi enfermera, al menos eso podría deducirse por la prontitud con que me ofrece las pildoras milagrosas, las bombas que atenazan mi cerebro y me impiden cometer una barbaridad, una mujer que camina a mi lado y cuya sombra, tan grácil, cuando me vuelvo, roza mi sombra, tan pesada, tan voluminosa, mi sombra que parece avergonzarse de fluir junto a su sombra, pero que si uno la observa con más atención, como yo hago, luego parece perfectamente feliz de fluir junto a su sombra. Mi sombra de Oso Yogui del Tercer Milenio y su sombra de discípula de Hipatía. Y es justamente entonces cuando me gusta estar aquí, más que nada porque a mi enfermera le gusta ver tantos libros juntos y caminar junto al loco más célebre de la llamada poesía española o de la llamada literatura española. Y es entonces cuando me da por sonreír misteriosamente o por canturrear misteriosamente y ella me pregunta por qué me río o por qué canturreo y yo le digo que me río porque me parece ridículo todo esto, porque me parece ridículo Hernando García León haciendo de San Juan Bautista o de San Ignacio de Loyola o de beato Escrivá y porque me parece ridículo la gran lucha por el nombre y la gran lucha por el lector de todos estos escritores atrincherados en sus respectivas casetas de amianto. Y ella me mira y pregunta por qué canturreo. Y yo le digo que son poemas, que mis canturreos son poemas que voy pensando e intentando memorizar. Y entonces mi enfermera sonríe y asiente, feliz con mis respuestas, y es en esas ocasiones, cuando el gentío es enorme y la aglomeración adquiere tintes de peligro (en los alrededores de la caseta de Aurelio Baca, según me explica mi enfermera), que su mano busca mi mano, y la encuentra sin ningún problema, y atravesamos lentamente las zonas de sol ardiente y de sombra gélida tomados de la mano, su sombra arrastrando a mi sombra pero sobre todo su cuerpo arrastrando a mi cuerpo. Y aunque la verdad es otra (yo sonrío para no aullar, yo canturreo para no rezar o blasfemar), a mi enfermera le basta y le sobra con mi versión, lo que no dice mucho de sus dotes de psicóloga, pero sí de su proclividad a vivir, o de gozar con el sol que cae sobre El Retiro, o de sus irrefrenables ansias de ser feliz. Y es entonces cuando pienso en cosas poco poéticas, al menos desde cierta perspectiva, como el paro (del que mi enfermera acaba de salir gracias a que yo estoy loco) o como los estudios de Derecho (que mi abogada acaba de cambiar por la lectura de novela española gracias a que yo estoy loco), y tanto el paro como las horas perdidas se alzan delante de mis ojos como un único globo rojo que sube y sube hasta hacerme llorar, Dédalo dolorido por la suerte de ícaro, Dédalo condenado, y luego bajo otra vez al planeta Tierra, a la Feria del Libro y ensayo una sonrisa de lado, sólo para ella, pero no es ella quien me ve sonreír, son mis lectores, los golpeados, los masacrados, aquellos locos a quienes alimento con mi locura y que terminarán por matarme o por matar mi infinita paciencia, son mis críticos los que me ven, los que quieren sacarse una foto conmigo pero que no soportarían mi presencia más de ocho horas seguidas, son los escritores-presentadores de televisión, los que adoran la locura de Barrendoáin mientras mueven sensatamente la cabeza, y no ella, jamás ella, la tonta, la estúpida, la inocente, la que ha llegado demasiado tarde, la que se interesa por la literatura sin imaginarse los infiernos que se esconden debajo de las podridas o impolutas páginas, la que ama las flores sin saber que en el fondo de los jarrones viven los monstruos, la que pasea por la Feria del Libro y me arrastra, la que sonríe a los fotógrafos que me apuntan, la que arrastra también a mi sombra y a su sombra, la ignorante, la desposeída, la desheredada, la que me sobrevivirá y mi único consuelo. Todo lo que empieza como comedia acaba como un responso en el vacío.