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– ¿Le habló el señor Becerra? -dijo Santiago-. Es sobre el crimen de Jesús María.

– Me prometió que no me hará figurar para nada, me lo juró y espero que cumpla -su mano esponjosa, su sonrisa estereotipada, su voz melosa con un dejo remoto de alarma y de odio-. Si hay escándalo, el perjudicado será el local ¿ve usted?

– Sólo necesitamos algunos datos -dijo Santiago-. Saber quién era, qué hacía.

– La conocí apenas, no sé casi nada -las rígidas pestañas que aleteaban evasivamente, Zavalita, la gruesa boca granate que se fruncía como una mimosa-. Hace seis meses que dejó de cantar aquí. Más, ocho meses. Estaba casi sin voz, la contraté por compasión, cantaba tres o cuatro canciones y se iba. Antes estuvo en La Laguna.

Calló al estallar el primer arcoiris y se quedó mirando, boquiabierta: Periquito, tranquilamente, fotografiaba el bar, la pista de baile, el micrófono.

– Para qué esas fotos -dijo, de mal modo, señalando-. Becerrita me juró que no me nombrarían.

– Para mostrar uno de los sitios donde cantó, a usted no la vamos a nombrar -dijo Santiago-. Quisiera saber algo de la vida privada de la Musa. Alguna anécdota, cualquier cosa.

– No sé casi nada, ya le he dicho -murmuró la Paqueta, siguiendo a Periquito con los ojos-. Fuera de la que sabe todo el mundo. Que hace muchos años fue bastante conocida, que cantó en el "Embassy", que después fue amiga de ya saben quien. Pero supongo que eso no lo van a decir.

– ¿Por qué no, señora? -se rió Periquito. Ya no está Odría de Presidente, sino Manuel Prado, y "La Crónica" es de los Prado. Podemos decir lo que nos dé la gana.

– Y yo creí que se iba a poder y lo dije en la primera crónica, Carlitos -se rió Santiago-. Ex amante de Cayo Bermúdez asesinada a chavetazos.

– Creo que está usted un poco cojudo, Zavalita -gruñó Becerrita, contemplando las carillas con maldad-. En fin, vamos a ver qué piensa el mandamás.

– Estrella de la Farándula asesinada a chavetazos causará más impacto -dijo Arispe-. Y, además, son las órdenes de arriba, mi señor.

– ¿Fue o no fue la querida de ese pendejo? -dijo Becerrita-. Y si lo fue y el pendejo ya ni está en el Gobierno y ni siquiera en el país ¿por qué no se puede decir?

– Porque al Directorio le da en los huevos que no se diga, mi señor -dijo Arispe.

– Está bien, ese argumento siempre me convence -dijo Becerrita-. Corríjase toda la crónica, Zavalita. Donde puso ex amante de Cayo Bermúdez métale ex reina de la Farándula.

– Y después Bermúdez la abandonó y se fue del país, en los últimos tiempos de Odría -la Paqueta dio un respingo: acababa de estallar otro flash-. Usted se acordará, cuando los líos de la Coalición en Arequipa. Ella volvió a cantar, pero ya no era la de antes. Ni su físico, ni su voz. Tomaba mucho, una vez trató de suicidarse. No conseguía trabajo. La pobre las pasó muy mal.

– ¿En todo el tiempo que estuviste con él no le conociste ninguna mujer? -dice Santiago-. Sería marica, entonces.

– ¿Qué vida llevaba? -dijo la Paqueta-. Mala vida, ya le conté. Tomaba, los amigos no le duraban, siempre con apuros de plata. La contraté por compasión, y la tuve poco, unos dos meses, quizás ni eso. Los clientes se aburrían. Sus canciones habían pasado de moda. Trató de ponerse al día, pero los nuevos ritmos no le iban.

– No le conocí queridas, pero sí mujeres -dice Ambrosio-. Es decir polillas, niño.

– Y cómo fue el lío ése de las drogas, señora -dijo Santiago.

– ¿Drogas? -dijo la Paqueta, estupefacta-. ¿Qué drogas?

– Iba a bulines, lo llevé muchas veces -dice Ambrosio-. A ése que usted recordaba antes. Ivonne, ése. Muchas veces.

– Pero si también la complicaron a usted, señora, si la detuvieron junto con ella -dijo Santiago-. Y gracias al señor Becerra no se publicó nada en los periódicos ¿no se acuerda?

Un temblor rapidísimo animó la cara carnosa, las inflexibles pestañas vibraron con indignación, pero luego una sonrisa porfiada, reminiscente, fue suavizando la expresión de la Paqueta. Cerró los ojos como para mirar adentro y localizar entre los recuerdos ese episodio extraviado: ah sí, ah eso.

– Y Ludovico, ése que ya le conté, el que me ensartó mandándome a Pucallpa, el que me reemplazó como chofer de don Cayo, también lo llevaba todo el tiempo al bulín -dice Ambrosio-. No, niño, no era maricón.

– No hubo drogas ni muchísimo menos, fue una equivocación que se aclaró ahí mismo -dijo la Paqueta-. La policía detuvo a uno que venía aquí de vez en cuando, traficaba cocaína parece, y a ella y a mí nos citaron como testigos. No sabíamos nada y nos soltaron.

– ¿Con quién andaba la Musa cuando trabajaba aquí? -dijo Santiago.

– ¿Qué amante tenía? -sus dientes montados y disparejos, Zavalita, sus ojos chismosos-. No tenía uno, sino varios.

– Aunque no me dé los nombres -dijo Santiago-. Por lo menos, qué clase de tipos eran.

– Tenía sus aventuras, pero no conozco los detalles, no era mi amiga -dijo la Paqueta-. Sé lo que todo el mundo, que se había dado a la mala vida y nada más.

– ¿No sabe si tenía familia aquí? -dijo Santiago-. ¿O alguna amiga que pudiera darnos más información sobre ella?

– No creo que tuviera familia -dijo la Paqueta-. Ella decía que era peruana, pero algunos pensaban que era extranjera. Decían que su pasaporte de peruana se lo hizo dar quien se imaginan, cuando era su amante.

– El señor Becerra quería algunas fotos de la Musa, cuando cantaba aquí -dijo Santiago.

– Se las voy a dar, pero, por favor, no me mezclen en esto, no me nombren -dijo la Paqueta-. Los ayudo con esa condición. Becerrita me ha prometido.

– Y vamos a cumplir, señora -dijo Santiago-. ¿No conoce a nadie que pueda darnos más datos sobre ella? Es lo último, y la dejamos, tranquila.

– Cuando dejó de cantar aquí no la vi más -la Paqueta suspiró, súbitamente adoptó un aire misterioso y delator-. Pero se oían cosas de ella. Que se había ido a una casa de ésas. A mí no me consta. Sólo sé que vivió con una mujer de mala fama, una que trabaja donde la francesa.

– ¿La Musa vivía con una de las mujeres de donde Ivonne? -dijo Santiago.

– A la francesa sí la pueden nombrar -se rió la Paqueta, y su voz dulzona se había empañado de odio-. Nómbrenla, que la policía la cite a declarar. Esa vieja sabe muchas cosas.

– ¿Cómo se llamaba esa amiga con la que vivió? -dijo Santiago.

– ¿Queta? -dice Ambrosio, y unos segundos después, atontado-: ¿Queta, niño?

– Si dicen que yo les di el dato me arruinan, la francesa es la peor enemiga que existe -la Paqueta dulcificó la voz-. El nombre de veras no lo sé. Queta es su nombre de guerra.

– ¿Nunca la viste? -dice Santiago-. ¿Nunca se la oíste nombrar a Bermúdez?

– Vivían juntas y decían muchas cosas de ellas -susurró la Paqueta, pestañeando-. Que eran más que amigas. A lo mejor eran chismes, claro.

– Nunca la oí, nunca la vi -dice Ambrosio-. A mí no me iba a hablar don Cayo de sus polillas, yo era su chofer, niño.

Salieron a la neblina, la humedad y la penumbra del Porvenir; Darío cabeceaba. recostado sobre el volante de la camioneta. Al encenderse el motor, un perro ladró desde la vereda lúgubremente.

– Se había olvidado de la pichicata, de que la metieron presa con la Musa -se rió Periquito-. Qué gran conchuda ¿no?

– Está feliz de que la hayan matado, se nota que la odiaba -dijo Santiago-. ¿Te fijaste, Periquito? Que era borracha, que había perdido la voz, que era tortillera.

– Pero le sacaste buenos datos -dijo Periquito-. No te puedes quejar.

– Todo esto es basura -dijo Becerrita-. Hay que seguir escarbando hasta que salte la pus.

Habían sido unos días agitados y laboriosos, Zavalita, te sentías interesado, desasosegado, piensa: vivo otra vez. Un infatigable trajín: subir y bajar de la camioneta, entrar y salir de cabarets, radios, pensiones, bulines, un incesante ir y venir entre la mustia fauna noctámbula de la ciudad.