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– Si eres tan estúpida de meterte en un lío, allá tú -la cara de espanto de Ivonne, Carlitos, su terror, el grito que dio-. Si esas estupideces que se te ocurren, si esa estupidez que has inventado…

– Tú no entiendes, Madama -la vocecita casi llorosa de Becerrita, Carlitos-. Ella no quiere que la muerte de su amiga quede así, en nada. Si Queta se atreve, yo me atrevo. ¿Quién crees que fue, Queta?

– No son estupideces, usted sabe que no es invento, señora -sollozó Queta, y alzó la cara y lo soltó, Carlitos-. Usted sabe que el matón de Cayo Mierda la mató.

Todos los poros a sudar, piensa, todos los huesos a crujir. No perder ni un gesto, ni una sílaba, no moverse, no respirar, y en la boca del estómago el gusanito creciendo, la culebra, los cuchillos, igual que esa vez, piensa, peor que esa vez. Ay, Zavalita.

– ¿Ahora se va a poner a llorar? -dice Ambrosio-. Ya no tome más, niño.

– Si tú quieres lo publico, si tú quieres lo digo tal cual, si no quieres no pongo nada -murmuró Becerrita-. ¿Cayo Mierda es Cayo Bermúdez? ¿Estás segura que él la mandó matar? Ese pendejo está viviendo lejos del Perú, Queta.

Ahí estaba la cara deformada por el llanto, Zavalita, los ojos hinchados enrojecidos, la boca torcida de angustia, ahí estaban la cabeza y las manos negando: Bermúdez no.

– ¿Qué matón? -insistió Becerrita- ¿Lo viste, estabas ahí?

– Queta estaba en Huacachina -lo interrumpió Ivonne, amenazándolo con el índice-. Con un senador, si quieres saber con quien.

– No veía a Hortensia hacía tres días -sollozó Queta-. Me enteré por los periódicos. Pero yo sé, no estoy mintiendo.

– ¿De dónde salió ese matón? -repitió Becerrita, sus ojitos pegados a Queta, tranquilizando a Ivonne con una mano impaciente-. No publicaré nada, Madama, sólo lo que Queta quiera que diga. Si ella no se atreve, por supuesto que tampoco yo.

– Hortensia sabía muchas cosas de un tipo de plata, ella se estaba muriendo de hambre, sólo quería irse de aquí -sollozó Queta-. No era por maldad, era para irse y empezar de nuevo, donde nadie la conociera. Ya estaba medio muerta cuando la mataron. De lo mal que se portó el perro de Bermúdez, de lo mal que se portaron todos cuando la vieron caída.

– Le sacaba plata, y el tipo la mandó matar para que no lo chantajeara más -recitó, suavemente, Becerrita-. ¿Quién es el tipo que contrató al matón?

– No lo contrató, le hablaría -dijo Queta, mirando a Becerrita a los ojos-. Le hablaría y lo convencería. Lo tenía dominado, era como su esclavo. Hacía lo que quería con él.

– Yo me atrevo, yo lo publico -repitió Becerrita, a media voz-. Qué carajo, yo te creo, Queta.

– Bola de Oro la mandó matar -dijo Queta-. El matón es su cachero. Se llama Ambrosio.

– ¿Bola de Oro? -se paró de un salto, Carlitos, pestañeaba, miró a Periquito, me miró, se arrepintió y miró a Queta, al suelo, y repetía como un idiota ¿Bola de Oro, Bola de Oro?

– Fermín Zavala, ya ves que está loca -estalló Ivonne, parándose también, gritando-. ¿Ves que es una estupidez, Becerrita? Incluso si fuera cierto, sería una estupidez. No le consta nada, todo es invención.

– Hortensia le sacaba plata, lo amenazaba con su mujer, con contar por calles y plazas la historia de su chofer -rugió Queta-. No es mentira, en vez de pagarle el pasaje a México la mandó matar con su cachero. ¿Lo va a decir, lo va a publicar?

– Nos vamos a salpicar de mierda todos -y se derrumbó sobre el asiento, Carlitos, sin mirarme, resoplando, de repente se puso el sombrero para ocupar las manos en algo-. Qué pruebas tienes, de dónde sacaste semejante cosa. No tiene pies ni cabeza. No me gusta que me tomen el pelo, Queta.

– Yo le he dicho que es un disparate, se lo he dicho cien veces -dijo Ivonne-. No tiene pruebas, estaba en Huacachina, no sabe nada. Y aunque tuviera, quién le iba a hacer caso, quién le iba a creer. Fermín Zavala, con todos sus millones. Explícaselo tú, Becerrita. Dile lo que le puede pasar si sigue repitiendo esa historia.

– Te estás salpicando de mierda, Queta, y nos estás salpicando a todos -gruñía, Carlitos, hacía muecas, se arreglaba el sombrero-. ¿Quieres que publique eso para que nos encierren en el manicomio a todos, Queta?

– Increíble tratándose de él -dijo Carlitos-. Para algo sirvió toda esa mugre. Al menos para descubrir que Becerrita también es humano, que podía portarse bien.

– ¿Usted tenía algo que hacer, no? -gruñó Becerrita, mirando su reloj, la voz angustiosamente natural-. Váyase nomás, Zavalita.

– Cobarde, desgraciado -dijo Queta, sordamente- Ya sabía que era por gusto, ya sabía que no te atreverías.

– Menos mal que pudiste pararte y salir de ahí sin echarte a llorar -dijo Carlitos-. Lo único que me preocupaba es que se hubieran dado cuenta las putas y que no pudieras ir más a ese bulín. Después de todo, es el mejor, Zavalita.

– Di menos mal que te encontré -dijo Santiago-. No sé qué hubiera hecho esa noche sin ti, Carlitos.

Sí, había sido una suerte encontrarlo, una suerte ir a parar a la plaza San Martín y no a la pensión de Barranco, una suerte no ir a llorar la boca contra la almohada en la soledad del cuartito, sintiendo que se había acabado el mundo y pensando en matarte o en matar al pobre viejo, Zavalita. Se había levantado, dicho hasta luego, salido del saloncito, chocado en el pasillo con Robertito, caminado hasta la plaza Dos de Mayo sin encontrar taxi. Respirabas el aire frío con la boca abierta, Zavalita, sentías latir tu corazón y a ratos corrías. Habías tomado un colectivo, bajado en la Colmena, andado aturdido bajo el Portal y de pronto ahí estaba la silueta desbaratada de Carlitos levantándose de una mesa del bar Zela, su mano llamándote.

Ya habían regresado de donde Ivonne, Zavalita, ¿había aparecido la tal Queta? ¿Y Periquito y Becerrita? Pero cuando llegó junto a Santiago, cambió de voz: qué pasaba, Zavalita.

– Me siento mal -lo habías cogido del brazo, Zavalita-. Muy mal, viejo.

Ahí estaba Carlitos mirándote desconcertado, vacilando, ahí el golpecito que te dio en el hombro: mejor se iban a tomar un trago, Zavalita. Se dejó arrastrar, bajó como un sonámbulo la escalerita del "Negro Negro", cruzó ciego y tropezando las tinieblas semivacías del local, la mesa de siempre estaba libre, dos cervezas alemanas dijo Carlitos al mozo y se recostó contra las carátulas del New Yorker.

– Siempre naufragamos aquí, Zavalita -su cabeza crespa, piensa, la amistad de sus ojos, su cara sin afeitar, su piel amarilla-. Este antro nos tiene embrujados.

– Si me iba a la pensión, me iba a volver loco, Carlitos -dijo Santiago.

– Creí que era llanto de borracho, pero ahora veo que no -dijo Carlitos-. Todos acaban teniendo un lío con Becerrita. ¿Se emborrachó y te echó de carajos en el bulín? No le hagas caso hombre.

Ahí las carátulas brillantes, sardónicas y multicolores, el rumor de las conversaciones de la gente invisible. El mozo trajo las cervezas, bebieron al mismo tiempo. Carlitos lo miró por encima de su vaso, le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.

– Aquí tuvimos nuestra primera conversación de masoquistas, Zavalita -dijo-. Aquí nos confesamos que éramos un poeta y un comunista fracasados. Ahora somos sólo dos periodistas. Aquí nos hicimos amigos, Zavalita.

– Tengo que contárselo a alguien porque me está quemando, Carlitos -dijo Santiago.

– Si te vas a sentir mejor, okey -dijo Carlitos-. Pero piénsalo. A veces me pongo a hacer confidencias en mis crisis y después me pesa y odio a la gente que conoce mis puntos flacos. No vaya a ser que mañana me odies, Zavalita.

Pero Santiago se había puesto a llorar otra vez. Doblado sobre la mesa, ahogaba los sollozos apretando el pañuelo contra la boca, y sentía la mano de Carlitos en el hombro: calma, hombre.

– Bueno, tiene que ser eso -suave, piensa, tímida, compasivamente-. ¿Becerrita se emborrachó y te aventó lo de tu padre delante de todo el bulín?