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– No estaba en el diario cuando nos llamaron -y Santiago sintió el olor raro, carne humana transpirada, piensa, frutas podridas-. No me conoce porque trabajo en otra sección, Inspector.

El flash de Periquito relampagueó, el de la papada pestañó y se hizo a un lado. Entre las personas que murmuraban, Santiago vio un fragmento de pared empapelada de azul claro, losetas sucias, un velador, un cubrecama negro. Permiso, dos hombres se apartaron, sus ojos subieron y bajaron y subieron muy rápido, la silueta tan blanca piensa, sin detenerse en los coágulos, en los labios rojinegros de las heridas fruncidas, en la maraña de cabellos que ocultaba su cara, en la mata de vello negro agazapada entre las piernas. No se movió, no dijo nada. Los arcoiris de Periquito estallaban a derecha e izquierda, ¿se le podía fotografiar la cara, Inspector?, una mano apartó la maraña y apareció un rostro cerúleo e intacto, con sombras bajo las pestañas corvas. Gracias, Inspector, dijo Periquito, ahora en cuclillas junto a la cama, y el chorrito de luz blanca brotó otra vez. Diez años soñándote con ella, Zavalita, si Anita supiera creería que te enamoraste de la Musa y tendría celos.

– Se nota que el amigo periodista es nuevo -dijo el de la papada-. No se nos vaya a desmayar, joven, ya tenemos bastante trabajo con esta señora.

Las caras veladas por el humo se relajaron en sonrisas, Santiago hizo un esfuerzo y también sonrió. Al tocar el lapicero descubrió que su mano estaba sudando; cogió la libreta, sus ojos volvieron a mirar: manchones, senos que se derramaban, pezones escamosos y sombríos como lunares. El olor entraba a raudales por su nariz y lo mareaba.

– Hasta el ombligo se lo abrieron -Periquito cambiaba las bombillas con una sola mano, se mordía la lengua-. Qué tal sádico.

– También le abrieron otra cosa -dijo el de la papada, con sobriedad-. Acércate, Periquito; usted también, joven, vean qué cosa bárbara.

– Un hueco en el hueco -murmuró una voz relamida y Santiago oyó risitas tenues y comentarios ininteligibles. Apartó los ojos de la cama, dio un paso hacia el hombre de azul.

– ¿Podría darme algunos datos, Inspector?

– Por lo pronto, las presentaciones -dijo el de la papada, cordialmente, y le alcanzó una mano blanda-. Adalmiro Peralta, jefe de la división de Homicidios, y éste es mi adjunto, el oficial primero Ludovico Pantoja. Tampoco se olvide de él.

Tratabas de reanimar la sonrisa, de conservarla en la cara mientras apuntabas en la libreta, Zavalita, mientras veías los rasgos histéricos de la pluma rasgando el papel, resbalando sin rumbo.

– Favor por favor, Becerrita lo pondrá al tanto -mientras oías la voz risueña y familiar del inspector Peralta-. Nosotros les damos la primicia y ustedes nos dan un poco de peliculina, que nunca está de más.

Risas otra vez, los flashes de Periquito, el olor, el humo alrededor: ahí, Zavalita. Santiago asentía, la libreta semidoblada, pegada a su pecho, garabateando ahora rayas, puntos, viendo surgir letras como jeroglíficos.

– Nos dio el aviso una vieja que vive sola en el departamento del lado -dijo el Inspector-. Oyó gritos, vino y encontró la puerta abierta. Hubo que llevarla a la Asistencia Pública, mal de los nervios. Imagínese el susto que se llevaría al encontrarse con esto.

– Ocho chavetazos -dijo el oficial primero Ludovico Pantoja-. Contados por el médico legista, joven.

– Es probable que estuviera dopada -dijo el inspector Peralta-. Por el olor y por los ojos, parece. Estaba casi siempre dopada, últimamente. Tenía una ficha de este porte en la división. En fin, ya lo dirá la autopsia.

– Hace un año estuvo complicada en un asunto de drogas -dijo el oficial Ludovico Pantoja-. La metieron adentro junto con una pichicatera conocida. Había caído muy bajo.

– ¿Se podría fotografiar la chaveta, Inspector? -dijo Periquito.

– Se la llevaron los peritos -dijo el inspector Peralta-. Una corriente, de quince centímetros. Sí, huellas digitales para regalar.

– No lo hemos cogido, pero será botado -dijo el oficial Ludovico Pantoja-. Dejó la casa llena de huellas, ni siquiera se llevó el arma, lo hizo en pleno día. No era un profesional ni mucho menos.

– No lo hemos identificado, porque esta señora no tenía un amante sino muchos -dijo el inspector Peralta-. Cualquiera se la tiraba, últimamente. Había bajado de categoría la pobre.

– Fíjese, si no, dónde vino a morir -el oficial Ludovico Pantoja señaló el cuarto con misericordia-. Después de vivir tan a lo grande.

– Fue Reina de la Farándula el año que entré a “La Crónica” -dijo Periquito-. El cuarenta y cuatro. Catorce años ya, carambolas.

– La vida es como un columpio, se sube y se baja -sonrió el inspector Peralta-. Ponga esa frase en su articulito, joven.

– La recordaba más guapa -dijo Periquito-. En realidad, no valía mucho.

– Los años pasan, Periquito -dijo el inspector Peralta-. Y además, los chavetazos la han desmejorado.

– ¿Te saco una foto, Zavalita? -dijo Periquito-. Becerrita siempre se toma una junto al cadáver, para su colección particular. Tiene miles ya.

– Yo conozco la colección de Becerrita -dijo el inspector Peralta-. Para darle escalofríos incluso a un tipo como yo, que lo ha visto todo.

– Llegando a la redacción haré que el señor Becerra lo llame, Inspector -dijo Santiago-. Ya no lo molesto más. Muchas gracias por la información.

– Dígale que se pase por la oficina a eso de las once -dijo el inspector Peralta-. Encantado, joven.

Salieron y en el rellano Periquito se detuvo a fotografiar la puerta de la vecina que había descubierto el cadáver. Los curiosos seguían en la vereda, espiando la escalera por sobre el hombro del policía que custodiaba la puerta, y Darío estaba fumando, en la camioneta: por qué no lo habían hecho pasar, él hubiera querido ver eso. Subieron, partieron, un momento después se cruzaron con la camioneta de “Última Hora”.

– Les jodieron la primicia -dijo Darío-. Ahí va Norwin.

– Claro, hombre -Periquito chasqueó los dedos y dio un codazo a Santiago-. Fue la querida de Cayo Bermúdez. La vi una vez entrando con él a un chifa de la calle Capón. Claro, hombre.

– Ni vi los periódicos ni sé de qué habla -dice Ambrosio-. Yo estaría ya en Pucallpa cuando eso, niño.

– ¿Querida de Cayo Bermúdez? -dijo Darío-. Entonces sí que es notición.

– Te sentías un Sherlok Holmes escarbando esa historia apestosa -dijo Carlitos-. Lo pagaste caro, Zavalita.

– ¿Eras su chofer y no sabías que tenia una querida? -dice Santiago.

– Ni sabía ni nunca la vi -dice Ambrosio-. Primera noticia, niño.

Una ansiosa excitación había reemplazado el vértigo del primer momento, una cruda vehemencia mientras la camioneta atravesaba el centro y tratabas de descifrar los borrones de la libreta y de resucitar la conversación con el Inspector Peralta, Zavalita. Bajó de un salto y subió a trancos las escaleras de “La Crónica”. Las luces de la redacción estaban encendidas los escritorios ocupados, pero no se detuvo a conversar con nadie. ¿Te sacaste la lotería?, le preguntó Carlitos, y él un notición formidable, Carlitos. Se instaló ante la máquina y estuvo una hora sin apartar los ojos del papel, escribiendo, corrigiendo y fumando sin tregua. Luego, charlando con Carlitos, esperó, impaciente y orgulloso de ti mismo Zavalita, que llegara Becerrita. Y por fin lo vio entrar, el chato, piensa, adiposo, malhumorado, envejecido Becerrita, con su sombrero de otras épocas, su cara de boxeador jubilado, su ridículo bigotito y sus dedos manchados de nicotina.

Qué decepción, Zavalita. No contestó su saludo, casi ni leyó las tres cuartillas, escuchó sin hacer un gesto de interés la relación que le iba haciendo Santiago. Qué sería un crimen más o menos para Becerrita que se levantaba, vivía y se acostaba entre asesinatos, Zavalita, robos, desfalcos, incendios, atracos, que hacía un cuarto de siglo vivía de historias de pichicateros, ladrones, putas, cabrones. Pero el desaliento fue breve, Zavalita.