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A eso de la medianoche la señorita Lucy se fue.

Llegó primero Hortensia, sin ruido: vio su silueta en el umbral, vacilando como una llama, y la vio tantear en la penumbra y encender la lamparilla de pie.

Surgió el cubrecama negro en el espejo que tenía al frente, la cola encrespada del dragón animó el espejo del tocador y oyó que Hortensia comenzaba a decir algo y se le enredaba la voz. Menos mal, menos mal.

Venía hacia él haciendo equilibrio y su cara extraviada en una expresión idiota se borró cuando entró a la sombra del rincón donde estaba él. La atajó con una voz que oyó difícil y ansiosa: ¿y la loca, se había ido ya la loca? En vez de seguir hacia él la silueta de Hortensia se desvió y avanzó zigzagueando hasta la cama, donde se desplomó con suavidad. Allí le daba a medias la luz, vio su mano que se alzaba para señalarle la puerta, y miró: Queta había llegado sigilosamente también. Su larga figura de formas llenas, su cabellera rojiza, su postura agresiva. Y oyó a Hortensia: no quería nada con ella; te llamaba a ti Quetita, a ella la basureaba y sólo pregunta por ti. Si fueran mudas, pensó, y empuñó decidido la tijera, un solo tajo silencioso, taj, y vio las dos lenguas cayendo al suelo. Las tenía a sus pies, dos animalitos chatos y rojos que agonizaban manchando la alfombra. En su oscuro refugio se rió y Queta que seguía en el umbral como esperando una orden, también se rió: ella no quería nada con cayito mierda, chola, ¿no quería irse, no se iba a largar? Que se fuera nomás, no lo necesitaban y él con infinita angustia pensó: no está borracha, ella no. Hablaba como una mediocre actriz que además ha comenzado a perder la memoria y recita despacio, miedosa de olvidar el papel. Adelante, señora Heredia, murmuró, sintiendo una invencible decepción, una ira que le turbaba la voz. La vio moverse, avanzar simulando inseguridad, y oyó a Hortensia ¿lo oíste, tú conoces a esa mujer, Quetita? Queta se había sentado junto a Hortensia, ninguna miraba hacia su rincón y él suspiró. No lo necesitaban, chola, que se fuera donde esa mujer: por qué fingía, por qué hablaba, táj.

No movía la cara, sólo sus ojos giraban de la cama al espejo del closet al de la pared a la cama y sentía el cuerpo endurecido y todo los nervios alertas como si de los almohadones del silloncito pudieran brotar de pronto clavos. Ellas ya habían comenzado a desnudarse una a la otra y a la vez se acariciaban, pero sus movimientos eran demasiado vehementes para ser ciertos, sus abrazos demasiado rápidos o lentos o estrechos, y demasiada súbita la furia conque sus bocas se embestían y él las mato si, las mataba si. Pero no se reían: se habían tendido, entreverado, todavía a medio desnudar, al fin calladas, besándose, sus cuerpos frotándose con una demorada lentitud. Sintió que su furia disminuía, las manos mojadas de sudor, la presencia amarga de la saliva en la boca. Ahora estaban quietas, presas en el espejo del tocador, una mano sobre los imperdibles de un sostén, unos dedos estirándose bajo una enagua, una rodilla acuñada entre dos muslos. Esperaba, tenso, los codos aplastados contra los brazos del sillón. No se reían, sí se habían olvidado de él, no miraban hacia su rincón y tragó la saliva. Pareció que despertaban, que de pronto fueran más, y sus ojos iban rápidamente de un espejo a otro espejo y a la cama para no perder a ninguna de las figurillas diligentes, sueltas, hábiles que desabotonaban un tirante, enrollaban una media, deslizaban un calzón, y se ayudaban y jalaban y no hablaban. Las prendas iban cayendo a la alfombra y una ola de impaciencia y de calor llegó hasta su rincón. Ya estaban desnudas y vio a Queta, arrodillada, dejándose caer blandamente sobre Hortensia hasta cubrirla casi enteramente con su gran cuerpo moreno, pero saltando del techo al cubrecama al closet todavía alcanzaba a divisarla fragmentada bajo la sólida sombra tendida sobre ella: un pedazo de nalga blanca, un pecho blanco, un pie blanquísimo, unos talones, y sus cabellos negros entre los alborotados rojizos de Queta, que había empezado a mecerse. Las oía respirar, jadear, sentía el suavísimo crujido de los resortes, y vio las piernas de Hortensia desprenderse de las de Queta y elevarse y posarse sobre ellas, vio el brillo creciente de las pieles y ahora podía también oler. Sólo las cinturas y nalgas se movían, en un movimiento profundo y circular, en tanto que la parte superior de sus cuerpos permanecían soldados e inmóviles. Tenía las ventanillas de la nariz muy abiertas y aun así faltaba aire; cerró y abrió los ojos, aspiró por la boca con fuerza y le parecía que olía a sangre manando, a pus; a carne en descomposición, y oyó un ruido y miró. Queta estaba ahora de espaldas y Hortensia se veía pequeñita y blanca, ovillada, su cabeza inclinándose con los labios entreabiertos y húmedos entre las piernas oscuras viriles que se abrían. Vio desaparecer su boca, sus ojos cerrados que apenas sobresalían de la mata de vellos negros y sus manos desabotonaban su camisa, arrancaban la camiseta, bajaban su pantalón, y jalaban la correa con furia. Fue hacia la cama con la correa en alto, sin pensar, sin ver, los ojos fijos en la oscuridad del fondo, pero sólo llegó a golpear una vez: unas cabezas que se levantaban, unas manos que se prendían de la correa, jalaban y lo arrastraban. Oyó una lisura, oyó su propia risa. Trató de separar los dos cuerpos que se rebelaban contra él y se sentía empujado, aplastado, sudado, en un remolino ciego y sofocante, y oía los latidos de su corazón: Un instante después sintió el agujazo en las sienes y como un golpe en el vacío. Quedó un momento inmóvil, respirando hondo, y luego se apartó de ellas, ladeando el cuerpo, con un disgusto que sentía crecer cancerosamente. Permaneció tendido, los ojos cerrados, envuelto en una modorra confusa, sintiendo oscuramente que ellas volvían a mecerse y a jadear.

Por fin se levantó, mareado, y sin mirar atrás pasó al cuarto de baño: dormir más.

– ¿Y Tú cuándo te vas a casar, Chispas? -dijo Santiago.

El mozo se acercó al automóvil, colocó la bandeja en la ventanilla. El Chispas sirvió la Coca-cola de la Teté, las cervezas de ellos.

– Quisiera casarme ya, pero ahora está difícil, por el trabajo -dijo, soplando la espuma de su vaso-. Bermúdez nos dejó casi en la quiebra. Las cosas recién empiezan a componerse; y no puedo dejarlo solo al viejo. Hace años que trabajo sin tomar vacaciones. Quisiera viajar un poco. Me voy a desquitar en la luna de miel, conoceré lo menos cinco países.

– En la luna de miel estarás tan ocupado que no tendrás tiempo de ver nada -dijo Santiago.

– Déjate de vulgaridades delante de la mocosa -dijo el Chispas.

– Cuéntame qué tal es la famosa Cary, Teté -dijo Santiago.

– Ni chicha ni limonada -dijo la Teté, riéndose-. Una desteñida de la Punta, que no abre la boca.

– Es una muchacha formidable, nos entendemos muy bien -dijo el Chispas-. Un día de éstos te la voy a presentar, supersabio. Yo la hubiera traído una de estas veces, pero, no sé, hombre, ¿no ves que a todos nos creas problemas con tus tonterías?

– ¿Sabe que no vivo en la casa? -dijo Santiago-. ¿Qué le has contado?

– Que eres medio loco -dijo el Chispas-. Que te peleaste con el viejo y te mandaste mudar. Ni siquiera le he contado que la Teté y yo te vemos a escondidas, porque de repente se le escapa en la casa.

– Siempre estás preguntándonos qué hacemos, pero nunca nos cuentas nada de ti -dijo la Teté. Así no vale.

– Le gusta hacerse el misterioso, pero conmigo estás fregado, supersabio -dijo el Chispas-. Si no me cuentas lo que haces, allá tú. Yo no te pregunto nada.

– Pero yo me muero de curiosidad -dijo la Teté-. Anda, supersabio, cuéntame algo.

– Si lo único que haces es ir de la pensión al periódico y del periódico a la pensión, a qué hora vas a San Marcos -dijo el Chispas-. Nos cuentas cada cuentanazo. Es mentira que estés yendo a la Universidad.

– ¿Tienes enamorada? -dijo la Teté-. No me vas a hacer creer que no sales con chicas.