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– Siéntese, no se preocupe -le sonrió, le ofreció un cigarrillo, se lo encendió-. Tenemos enemigos por todas partes, en su oficina debe haber alguien que no nos quiere. Ya investigará después, señor Tallio.

– Pero esos dos redactores son unos muchachos que -apesadumbrado, con una expresión tragicómica-, en fin, esto lo aclaro hoy mismo. Le voy a rogar al doctor Alcibíades que en el futuro se comunique siempre conmigo.

– Sí, será lo mejor -dijo él; reflexionó, observando como de casualidad los recortes que bailoteaban en las manos de Tallio-. Lo lamentable es que me ha creado un pequeño problema a mí. El Presidente, el Ministro me van a preguntar por qué compramos los boletines de una agencia que nos da dolores de cabeza. Y como yo soy el responsable de que se firmara el contrato con ANSA, figúrese usted.

– Por eso mismo estoy tan confundido, señor Bermúdez -y es cierto, quisieras estar lejísimos de aquí-. La persona que habló con el doctor será despedida hoy mismo, señor.

– Porque estas cosas hacen daño al régimen -decía él, como pensando en alta voz y con melancolía-. Los enemigos se aprovechan cuando aparece una noticia así en la prensa. Ellos ya nos dan bastantes problemas. No es justo que los amigos nos los den también ¿no cree?

– No se va a repetir, señor Bermúdez -había sacado un pañuelo celeste, se secaba las manos con furia. De eso sí que puede estar seguro. De eso sí, señor Bermúdez.

– YO admiro las escorias humanas -Carlitos volvió a doblarse, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago-. La página policial me ha corrompido, ya ves.

– No tomes más -dijo Santiago-. Vámonos, más bien.

Pero Carlitos se había enderezado de nuevo y sonreía:

– A la segunda cerveza las punzadas desaparecen y me siento bestial, todavía no me conoces. Es la primera vez que nos tomamos un trago juntos ¿no? -sí Carlitos, piensa, era la primera vez-. Eres muy serio tú, Zavalita, terminas el trabajo y vuelas. Nunca vienes a tomar una copa con nosotros los náufragos. ¿No quieres que te corrompamos?

– El sueldo me alcanza con las justas -dijo Santiago. Si me fuera a los bulines con ustedes, no tendría ni para pagar la pensión.

– ¿Vives solo? -dijo Carlitos-. Creí que eras un hijito de familia. ¿No tienes parientes? ¿Y qué edad tienes? ¿Eres un pichón, no?

– Muchas preguntas a la vez -dijo Santiago-. Tengo familia, sí, pero vivo solo. Oye, ¿cómo hacen ustedes para emborracharse e ir a bulines con lo que ganan? Es algo que no entiendo.

– Secretos de la profesión -dijo Carlitos- El arte de vivir entrampado, de capear las deudas. Y por qué no vas a bulines, ¿tienes una hembra?

– ¿Me vas a preguntar si me la corro, también? -dijo Santiago.

– Si no tienes y no vas a bulines, supongo que te la corres -dijo Carlitos-. A menos que seas marica.

Volvió a doblarse y cuando se enderezó tenía la cara descompuesta. Apoyó la cabeza crespa en las carátulas, estuvo un rato con los ojos cerrados, luego hurgó sus bolsillos, sacó algo que se llevó a la nariz y aspiró hondo. Permaneció con la cabeza echada atrás la boca entreabierta, con una expresión de tranquila de embriaguez. Abrió los ojos, miró a Santiago con burla.

– Para adormecer los agujazos de la panza. No pongas cara de susto, no hago proselitismo.

– ¿Quieres asombrarme? -dijo Santiago-. Pierdes tu tiempo. Borrachín, pichicatero, ya lo sabía, toda la redacción me lo había dicho. Yo no juzgo a la gente por eso.

Carlitos le sonrió con afecto, y le ofreció un cigarrillo.

– Tenía mal concepto de ti, porque oí que habías entrado recomendado, y por lo que no te juntabas con nosotros. Pero estaba equivocado. Me caes bien, Zavalita.

Hablaba despacio y en su cara había un sosiego creciente y sus gestos eran cada vez más ceremoniosos y lentos.

– Yo jalé una vez, pero me hizo mal -era mentira, Carlitos-. Vomité y se me malogró el estómago.

– Todavía no te has amargado y eso que llevas ya como tres meses en "La Crónica”, ¿no? -decía Carlitos, con recogimiento, como si rezara.

– Tres meses y medio -dijo Santiago-. Acabo de pasar el período de prueba. El lunes me confirmaron el contrato.

– Pobre de ti -dijo Carlitos-. Ahora puedes quedarte toda la vida de periodista. Escucha, acércate, que no oiga nadie. Te voy a confesar un gran secreto. La poesía es lo más grande que hay, Zavalita.

Esa vez la señorita Queta llegó a la casita de San Miguel a mediodía. Entró como un ventarrón, al pasar le pellizcó la mejilla a Amalia que le había abierto la puerta y Amalia pensó mareadísima. La señora Hortensia se asomó a la escalera y la señorita le mandó un besito volado: vengo a descansar un ratito, chola, la vieja Ivonne me anda buscando y yo estoy muerta de sueño. Qué solicitada te has vuelto, se rió la señora, sube chola. Entraron al dormitorio, y rato después un grito de la señora, tráenos una cerveza helada. Amalia subió con la bandeja y desde la puerta vio a la señorita tumbada en la cama sólo con fustán. Su vestido y medias y zapatos estaban en el suelo y ella cantaba, se reía y hablaba sola. Era como si la señora se hubiera contagiado de la señorita, porque aunque no había tomado nada en la mañana, también se reía, cantaba y festejaba a la señorita desde el banquito del tocador. La señorita le pegaba a la almohada, hacía gimnasia, los pelos colorados le tapaban la cara, en los espejos sus largas piernas parecían las de un enorme ciempiés. Vio la bandeja y se sentó, ay qué sed tenía, se tomó la mitad del vaso de un trago, ay qué rica.

Y de repente agarró a Amalia de la muñeca, ven ven, mirándola con qué malicia, no te me vayas. Amalia miró a la señora pero ella estaba mirando a la señorita con picardía, como pensando qué vas a hacer, y entonces se rió también. Oye, qué bien te las buscas, chola, y la señorita se hacía la que amenazaba a la señora, ¿no me andarás engañando con ésta, no?, y la señora lanzó una de sus carcajadas: sí, te engaño con ella. Pero tú no sabes con quién te está engañando esta mosquita muerta, se reía la señorita Queta. A Amalia le empezaron a zumbar las orejas, la señorita la sacudía del brazo y comenzó a cantar ojo por ojo, chola, diente por diente, y miró a Amalia y ¿en broma o en serio? dime Amalia, ¿en las mañanitas después que se va el señor vienes a consolar a la chola? Amalia no sabía si enojarse o reírse. A veces sí, pues, tartamudeó y fue como si hubiera hecho un chiste. Ah bandida, estalló la señorita Queta, mirando a la señora, y la señora, muerta de risa, te la presto pero trátamela bien, y la señorita le dio a Amalia un jalón y la hizo caer sentada en la cama. Menos mal que la señora se levantó, vino corriendo, riéndose forcejeó con la señorita hasta que ésta la soltó: anda vete, Amalia, ésta loca te va a corromper. Amalia salió del cuarto, perseguida por las risas de las dos, y bajó las escaleras riéndose, pero le temblaban las rodillas y cuando entró a la cocina estaba seria y furiosa. Símula fregaba en el lavadero, canturreando: qué te pasa. Y Amalia: nada, están borrachas y me han hecho avergonzar.

– LA lástima es que esto haya ocurrido ahora que está por expirar el contrato con ANSA -entre las ondas de humo, él buscó los ojos de Tallio-. Imagínese lo que me va a costar convencer al Ministro que debemos renovarlo.

– Yo hablaré con él, le explicaré -ahí estaban: claros, desconsolados, alarmados-. Precisamente iba a hablar con usted sobre la renovación del contrato. Y ahora, con esta absurda confusión. Yo le daré todas las satisfacciones al Ministro, señor Bermúdez.

– Mejor ni trate de verlo hasta que se le pase el colerón -sonrió él, y bruscamente se levantó-. En fin, trataré de arreglar las cosas.

En la cara lechosa reaparecían los colores; la esperanza, la locuacidad, iba junto a él hacia la puerta casi bailando.

– El redactor que habló con el doctor Alcibíades saldrá de la agencia hoy mismo -sonreía, endulzaba la voz, chisporroteaba-. Usted sabe, para ANSA la renovación del contrato es de vida o muerte. No sabe cuánto se lo agradezco, señor Bermúdez.