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– Bueno, la verdad es que me sorprendió que sólo ese -encogía los hombros alzaba el índice-. Lo incluimos en nuestros boletines porque no recibí ninguna indicación al respecto. La noticia pasó por el Servicio de Información, señor Bermúdez. Espero que no haya habido ningún error.

– Todas las agencias la suprimieron, menos ANSA -dijo él, apenado-. A pesar de las relaciones cordiales que tenemos con usted, señor Tallio.

– La noticia pasó por aquí, con todas las otras, señor Bermúdez -colorado ya, sorprendido de veras ya, sin poses ya-. No recibí ninguna indicación, ninguna nota. Le ruego que llame al doctor Alcibíades, quiero que esto se aclare de inmediato.

– El Servicio de Información no da vistos buenos ni malos -apagó su cigarrillo, calmosamente encendió otro-. Sólo acusa recibo de los boletines que le envían, señor Tallio.

– Pero si el doctor Alcibíades me lo hubiera pedido, yo hubiera suprimido la noticia, lo he hecho siempre -ansioso ahora, impaciente, perplejo-. ANSA no tiene el menor interés en difundir cosas que incomoden al gobierno. Pero no somos adivinos, señor Bermúdez.

– No damos instrucciones -dijo él, interesado en las figuras que trazaba el humo, en las motas blancas de la corbata de Tallio-. Sólo sugerimos, de manera amistosa, y muy rara vez, que no se propaguen noticias ingratas para el país.

– Pero sí, pero claro que lo sé, señor Bermúdez -ya te lo tengo a punto, Robertito-. Siempre he seguido al pie de la letra las sugerencias del doctor Alcibíades. Pero esta vez ninguna indicación, ninguna sugerencia. Le ruego que…

– El gobierno no ha querido establecer una censura oficial para no perjudicar a las agencias, justamente -dijo él.

– Si no llama al doctor Alcibíades esto no se va a aclarar nunca, señor Bermúdez -tu cajita de vaselina y adelante, Robertito-. Que le explique, que me explique a mí. Por favor, señor. No entiendo nada, señor Bermúdez.

– Déjame pedir a mí -dijo Carlitos; y al mozo-: Dos cervezas alemanas, ésas de lata.

Se había recostado contra la pared tapizada de carátulas de The New Yorker, el receptor iluminaba su cabeza crespa, sus ojos desorbitados, su cara oscurecida por una barba de dos días, su nariz rojiza, de borrachín piensa, de griposo.

– ¿Cuesta cara esa cerveza? -dijo Santiago-. Ando un poco ajustado de plata.

– Yo te invito, acabo de sacarles un vale a esos cabrones -dijo Carlitos-. Por venir aquí conmigo, esta noche murió tu fama de niño formal, Zavalita.

Las carátulas eran brillantes, irónicas, multicolores. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero del otro lado de la rejilla que separaba los dos ambientes del local, venían murmullos; en el bar un hombre en mangas de camisa bebía una cerveza. Alguien, oculto en la oscuridad, tocaba el piano.

– He dejado sueldos íntegros aquí -dijo Carlitos-. En este antro me siento bien.

– Yo es la primera vez que vengo al "Negro-Negro" -dijo Santiago-. Vienen muchos pintores y escritores ¿no?

– Pintores y escritores náufragos -dijo Carlitos- Cuando yo era un pichón, entraba aquí como las beatas a las iglesias. Desde ese rincón, espiaba, escuchaba, cuando reconocía a un escritor me crecía el corazón. Quería estar cerca de los genios, quería que me contagiaran.

– Ya sabía que también eres escritor -dijo Santiago-. Que has publicado poemas.

– Iba a ser escritor, iba a publicar poemas -dijo Carlitos-. Entré a "La Crónica" y cambié de vocación.

– ¿Prefieres el periodismo a la literatura? -dijo Santiago.

– Prefiero el trago -se rió Carlitos-. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.

Se encogió, dibujos y caricaturas y títulos en inglés donde había estado su cabeza, y ahí estaban la mueca que torcía su cara, Zavalita, sus manos crispadas. Le tocó el brazo: ¿se sentía mal? Carlitos se enderezó, apoyó la cabeza contra la pared.

– A lo mejor la úlcera de nuevo -ahora tenía un hombre-cuervo en una oreja, y en la otra un rascacielos-. A lo mejor la falta de alcohol. Porque aunque te parezca borracho, no he tomado en todo el día. El único que te queda y en el hospital, con diablos azules, Zavalita. Irías a verlo mañana sin falta, Carlitos, le llevarías un libro.

– Entraba aquí y me sentía en París -dijo Carlitos-. Pensaba algún día llegaré a París, y bum, genio como por arte de magia. Pero no llegué, Zavalita, y aquí me tienes, con retortijones de embarazada. ¿Qué ibas a ser tú cuando viniste a naufragar a La Crónica?

– Abogado -dijo Santiago-. No, más bien revolucionario. Comunista.

– Comunista y periodista por lo menos riman, en cambio poeta y periodista -dijo Carlitos, y echándose a reír-. ¿Comunista? A mí me botaron de un trabajo por comunista. Si no fuera por eso, no hubiera entrado al periódico y a lo mejor estaría escribiendo poemas.

– ¿No sabes qué son diablos azules? -dice Santiago-. Cuando no quieres saber algo, no te gana nadie, Ambrosio.

– Qué carajo iba a ser yo comunista -dijo Carlitos-. Eso es lo más gracioso del caso, la verdad es que nunca supe por qué me botaron. Pero me fregaron, y aquí me tienes, borracho y con úlceras. Salud niño formal, salud Zavalita.

LA señorita Queta era la mejor amiga de la señora, la que venía más a la casita de San Miguel, la que nunca faltaba a las fiestas. Alta, piernas largas, pelos rojos, pintados decía Carlota, piel canela, un cuerpo más llamativo que el de la señora Hortensia, también sus vestidos y su manera de hablar y sus disfuerzos cuando tomaba. Era la que hacía más bulla en las fiestecitas, una atrevida para bailar, ella sí que se dejaba aprovechar a su gusto por los invitados, no paraba de provocarlos. Se les acercaba por la espalda, los despeinaba, les jalaba la oreja, se les sentaba en las rodillas, una descocada. Pero era la que alegraba la noche con sus locuras. La primera vez que vio a Amalia se la quedó mirando con una sonrisita rarísima, y la examinaba y la miraba y se quedaba pensando y Amalia qué le pasará, qué tengo. Así que tú eres la famosa Amalia, por fin te conozco. ¿Famosa por qué, señorita? La que roba corazones, la que destruye a los hombres, se reía la señorita Queta, Amalia la malquerida.

Loquísima pero qué simpática. Cuando no estaba haciendo pasadas por teléfono con la señora, contaba chistes. Entraba con una alegría perversa en los ojos, tengo mil chismes nuevecitos chola, y desde la cocina, Amalia la oía rajando, chismeando, burlándose de todo el mundo. También ella les hacía a Carlota y Amalia unas bromas que las dejaban mudas y con la cara quemando. Pero era buenísima, vez que las mandaba al chino a comprar algo les regalaba uno, dos soles. Un día de salida hizo subir a Amalia a su carrito blanco y la llevó hasta el paradero.

– ALCIBÍADES en persona telefoneó a su oficina pidiendo que esa noticia no fuera enviada a los diarios -suspiró él; sonrió apenas-. No lo habría molestado si no hubiera hecho ya una investigación, señor Tallio.

– Pero, no puede ser -la cara rubicunda devastada por el desconcierto, la lengua súbitamente torpe-. ¿A mi oficina, señor Bermúdez? Pero si la secretaria me da todos los…? ¿El doctor Alcibíades en persona? No comprendo cómo…

– ¿No le dieron el recado? -lo ayudó él, sin ironía-. Bueno, me figuraba algo de eso. Alcibíades habló con uno de los redactores, creo.

– ¿De los redactores? -ni sombra del aplomo risueño, de la exhuberancia de antes-. Pero no puede ser, señor Bermúdez. Estoy muy confuso, siento muchísimo. ¿Sabe con cuál de los redactores, señor? Sólo tengo dos y, bueno, en fin, le aseguro que esto no se va a repetir.

– Yo estaba sorprendido porque nosotros siempre nos hemos portado bien con ANSA -dijo él-. Radio Nacional y el Servicio de Información le compran los boletines completos. Eso le cuesta dinero al gobierno, como usted sabe.

– Por supuesto, señor Bermúdez -así, ahora enójate y haz tu número, cantante de ópera-. ¿Me permite su teléfono? Voy a averiguar en este momento quién recibió el mensaje del doctor Alcibíades. Esto se va a aclarar ahora mismo, señor Bermúdez.