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– Véngase a comer a San Miguel -dijo él-. Sus admiradoras siempre andan preguntando por usted.

– Encantado, ¿a eso de las nueve, le parece? -la risita de Landa-. Perfecto, don Cayo. Un abrazo, entonces.

Cortó y marcó un número. Dos, tres llamadas, sólo luego de la cuarta una voz soñolienta: ¿sí, aló?

– He invitado a Landa esta noche -dijo él-. Llámala a Queta, también. Y que le diga a Ivonne que ya no le van a sacar más plata. Sigue durmiendo nomás.

EN la mañanita del 27 habían ido con Hipólito y Ludovico a buscar los ómnibus y camiones, estoy preocupado decía Ludovico pero Hipólito no habrá problema. Desde lejos vieron a la gente de la barriada amontonada, esperando, tantos que tapaban las chozas, don. Quemaban basuras, cenizas y gallinazos volando. Vino a recibirlos la directiva, Calancha los había saludado hecho una miel, ¿qué les dije? Les dio la mano, les presentó a los demás, se quitaban los sombreros, los abrazaban. Habían pegado retratos de Odría en los techos y en las puertas, todos tenían sus banderitas, Viva la Revolución Restauradora, decían los carteles, Viva Odría, Con Odría las Barriadas, Salud Educación Trabajo. La gente los miraba y las criaturas se les prendían de las piernas.

– No vayan a estar en la plaza de Armas con esas caras de duelo -había dicho Ludovico.

– Se alegrarán a su debido tiempo -había dicho Calancha, muy canchero, don.

Los metieron a los ómnibus y camiones, había de todo pero predominaban las mujeres y los serranos, tuvieron que hacer varios viajes. La Plaza estaba casi llena con los espontáneos y la gente de otras barriadas y de las haciendas. Desde la catedral se veía un mar de cabezas, los carteles y retratos y banderas flotando encima. Llevaron la barriada donde había dicho el señor Lozano. Había señoras y señores en las ventanas de la Municipalidad, de las tiendas, del Club de la Unión, a lo mejor hasta don Fermín estaría ahí ¿no, don?, y de repente Ambrosio miren, uno de ese balcón es el señor Bermúdez. Los pescados maricones se tiran unos a otros, se reía Hipólito señalando la fuente, y Ludovico hablas de lo que sabes, mostacero: siempre fregaban así a Hipólito y él nunca se molestaba, don. Comenzaron a animar a la gente, a hacerles dar vivas y maquinitas. Se reían, movían la cabeza, anímense decía Ludovico, Hipólito iba como un ratón de un grupo a otro, más alegría, más ruido. Llegaron las bandas de música, tocaron valses y marineras, por fin se abrió el balcón de Palacio y salió el Presidente y muchos señores y militares, y la gente comenzó a alegrarse. Después, cuando Odría habló de la Revolución, del Perú, se animaron bastante. Daban vivas por su cuenta, al terminar el discurso aplaudieron muchísimo. ¿Tenía o no tenía palabra?, les había dicho Calancha, al anochecer, en la barriada. Le dieron sus trescientos soles y a él le dio porque tenían que tomarse unos tragos juntos. Habían repartido trago y cigarros, muchos andaban borrachos. Se tomaron unos piscos con Calancha y después Ludovico y Ambrosio se habían escapado, dejándolo a Hipólito en la barriada.

– ¿Estará contento el señor Bermúdez, Ambrosio?

– Claro que ha de estar, Ludovico.

– ¿No podrías hacer algo para que yo trabajara contigo en el auto, en vez de Hinostroza?

– Cuidar a don Cayo es lo más pesado que existe, Ludovico. Hinostroza anda medio idiota de tanta mala noche.

– Pero son quinientos soles más, Ambrosio. Y además, a lo mejor así me meten al escalafón. Y además, estaríamos juntos, Ambrosio.

Así que Ambrosio le había hablado a don Cayo, don, para que pusiera a Ludovico en vez de Hinostroza, y don Cayo se había reído: ahora hasta tú tienes: tus recomendados, negro.

III

FUE AL día siguiente de una fiestecita que Amalia se llevó la gran sorpresa. Había sentido al señor bajar las escaleras, salido a la salita, visto entre las persianas que el carro partía y que se iban los cachacos de la esquina. Entonces subió al primer piso, tocó la puerta apenitas, ¿podía recoger la lustradora, señora?, y abrió y entró en puntas de pie. Ahí estaba, junto al tocador. La poca luz de la ventana aclaraba las patitas de cocodrilo, el biombo, el closet, lo demás estaba a oscuras y flotaba un vaho tibio. No miró la cama mientras iba hacia el tocador, sino cuando volvía jalando la adoga: Se quedó helada: Ahí estaba también la señorita Queta. Parte de las sábanas y del cubrecama se habían deslizado hasta la alfombra, la señorita dormía vuelta hacia ella, una mano sobre la cadera, la otra colgando, y estaba desnuda, desnuda. Ahora veía también, por sobre la espalda morena de la señorita, un hombro blanco, un brazo blanco, los cabellos negrísimos de la señora que dormía hacia el otro lado, ella cubierta por las sábanas. Siguió su camino, el suelo parecía de espinas, pero antes de salir una invencible curiosidad la obligó a mirar: una sombra clara, una sombra oscura, las dos tan quietas, pero algo raro y como peligroso salía de la cama y vio el dragón descoyuntado en el espejo del techo. Oyó que una de las dos murmuraba algo en sueños y se asustó. Cerró la puerta, respirando de prisa. En la escalera se echó a reír, llegó a la cocina tapándose la boca, sofocada. Carlota, Carlota, la señorita está ahí en la cama con la señora, y bajó la voz y miró al patio, las dos sin nada, las dos calatas. Bah, la señorita Queta siempre se quedaba a dormir, y de pronto Carlota dejó de bostezar y también bajó la voz, ¿las dos sin nada, las dos calatas? Toda la mañana, mientras enderezaban los cuadros, cambiaban el agua de los jarrones y sacudían la alfombra, estuvieron dándose codazos, ¿el señor habría dormido en el sofá, en el escritorio?, ahogadas de risa, ¿bajo la cama?, y de repente a una se le llenaban de lágrimas los ojos y la otra le daba manazos en la espalda, ¿qué pasaría, qué harían, cómo sería? Los ojazos de Carlota parecían moscardones, Amalia se mordía la mano para contener las carcajadas. Así las encontró Símula al volver de la compra, qué les pasaba, nada, en la radio habían oído un chiste chistosísimo. La señora y la señorita bajaron a mediodía, comieron conchitas con ají, tomaron cerveza helada. La señorita se había puesto una bata de la señora que le quedaba cortísima. No hicieron llamadas, estuvieron oyendo discos y conversando, la señorita se fue al atardecer.

AH estaba el señor Tallio, don Cayo, ¿lo hacía pasar? Sí, doctorcito. Un momento después se abrió la puerta: reconoció sus rizos rubios, su cara lampiña y sonrosada, su andar elástico. Cantante de ópera, pensó, tallarinero, eunuco.

– Encantado, señor Bermúdez -venía con la mano estirada y sonreía, veremos cuánto te dura la alegría-. Espero que se acuerde de mí, el año pasado tuve…

– Claro, conversamos aquí mismo ¿no? -lo guió hasta el sillón que había ocupado Lozano, se sentó frente a él-. ¿Quiere fumar?

Aceptó, se apresuró a sacar su encendedor, hacía venias.

– Pensaba venir a visitarlo un día de éstos, señor Bermúdez -accionaba, se movía en el sillón como si tuviera gusanos-. Así que fue como si…

– Me hubiera trasmitido el pensamiento -dijo él.

Sonrió y vio que Tallio asentía y abría la boca pero no le dio tiempo a hablar: le alcanzó el puñado de recortes. Un gesto exagerado de sorpresa, los hojeaba muy serio, asentía. Así, muy bien, léelos, hazme creer que los lees, bachiche.

– Ah sí, ya vi, ¿líos en Buenos Aires, no? -dijo al fin, ya sin accionar, sin moverse-. ¿Hay algún comunicado del gobierno sobre este asunto? Lo pasaremos de inmediato, por supuesto.

– Todos los diarios publicaron la noticia de ANSA, dejó usted atrás a las demás agencias -dijo él-. Se ganó una buena primicia.

Sonrió y ya que Tallio sonreía, ya sin felicidad, ya sólo por educación, eunuco, las mejillas más sonrosadas aún, te regalo a Robertito.

– Nosotros pensábamos que era mejor no mandar esa noticia a los diarios -dijo él-. Ya es lamentable que los apristas apedreen la Embajada de su propio país. ¿Para qué publicar eso aquí?