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– Nunca más lo vi, pero una vez oí hablar de él -dice Ambrosio-. Lo habían visto por los pueblos del departamento, durante las elecciones del cincuenta, haciendo campaña por el senador Arévalo. Pegando carteles, repartiendo volantes. Por la candidatura de don Emilio Arévalo, el amigo de su papá, niño.

– Ya le tengo la listita, don Cayo, sólo han renunciado tres prefectos y ocho subprefectos de los nombrados por Bustamante -dijo el doctor Alcibíades-. Doce prefectos y quince subprefectos mandaron telegramas de felicitación al General por haber tomado el poder. El resto mudos; querrán que los confirmen, pero no se atreven a pedirlo.

Cerró los ojos y, mientras alzaba el barril, se hincharon las venas de su cuello y de su frente y se empapó la gastada piel de su cara y se pusieron morados sus labios gordos. Arqueado, soportaba el peso con todo su cuerpo, y una manaza descendió toscamente por el flanco del barril y éste se elevó un poco más.

Dio dos pasos de borracho con su carga a cuestas, miró con soberbia a la baranda, y de un empellón devolvió el barril a la tierra.

– El Serrano creía que iban a renunciar en masa y quería empezar a nombrar prefectos y subprefectos a la loca -dijo Cayo Bermúdez-. Ya ve, doctorcito, el coronel no conoce a los peruanos.

– Un verdadero toro, Melquíades, tenías razón, es increíble a su edad -el desconocido de blanco tiró al aire la moneda ÿ Trifulcio la atrapó al vuelo-. Oye, cuántos años tienes tú.

– Piensa que todos son como él, hombres de honor -dijo el doctor Alcibíades-. Pero, dígame don Cayo, para qué seguirían leales estos prefectos y subprefectos al pobre Bustamante, que no levantará cabeza jamás.

– Qué sabré yo -se rió, jadeó, se secó la cara Trifulcio-. Un montón de años. Más de los que tiene usted, don.

– Confirme en sus cargos a los que enviaron telegramas de adhesión, y también a los mudos, ya los iremos reemplazando a todos con calma?dijo Bermúdez-. Agradézcales los servicios prestados a los que renunciaron, y que Lozano los fiche.

– Ahí hay uno de ésos que te gustan, Hipólito -dijo Ludovico-. El señor Lozano nos lo recomienda especialmente.

– Lima sigue inundada de pasquines clandestinos asquerosos -dijo el coronel Espina-. ¿Qué pasa, Cayo?

– Que quiénes y dónde sacan La Tribuna clandestina y en un dos por tres -dijo Hipólito- Mira que tú eres de ésos que me gustan.

– Esas hojitas subversivas van a desaparecer de inmediato -dijo Bermúdez-. ¿Entendido, Lozano?

– ¿Estás listo, negro? -dijo don Melquíades-. ¿Te deben estar ardiendo los pies, no, Trifulcio?

– ¿No sabes ni quiénes ni dónde? -dijo Ludovico-. ¿Y cómo así tenías una Tribuna en el bolsillo cuando te detuvieron en Vitarte, papacito?

– ¿Estoy listo? -rió con angustia Trifulcio-. ¿Listo, don Melquíades?

– Cuando recién vine a Lima yo le mandaba plata a la negra y la iba a visitar de cuando en cuando -dijo Ambrosio-. Después, nada. Se murió sin saber de mí. Es una de las cosas que me pesan, don.

– ¿Te la metieron al bolsillo sin que te dieras cuenta? -dijo Hipólito-. Pero qué tontito habías sido tú, papacito. Y qué pantaloncito más huatatiro tienes, y cuánta brillantina en el pelo. ¿Así que ni siquiera eres aprista tú, así que ni siquiera sabes quiénes y dónde sacan "La Tribuna"?

– ¿Te has olvidado que sales hoy? -dijo don Melquíades-. ¿O ya te acostumbraste aquí y no quieres salir?

– Supe que la negra se murió, por un chinchano, niño -dice Ambrosio-. Cuando yo trabajaba todavía con su papá.

– No don, no me he olvidado, don -zapateó, palmoteó Trifulcio-. Pero cómo se le ocurre, don Melquíades.

– Ya ves, Hipólito se enojó y mira lo que te pasó, mejor te vuelve la memoria de una vez -dijo Ludovico-. Fíjate que eres de los que le gustan a él.

– No responden, mienten, se echan la pelota uno a otro -dijo Lozano-. Pero no nos dormimos, don Cayo. Noches enteras sin pegar los ojos. Acabaremos con esos pasquines, le juro.

– Dame tu dedo; así, ahora pon una cruz -dijo don Melquíades-. Listo, Trifulcio, libre otra vez. ¿Te parecerá mentira, no?

– Éste no es un país civilizado, sino bárbaro e ignorante -dijo Bermúdez-. Déjese de contemplaciones con esos sujetos, y averígüeme lo que necesito de una vez.

– Pero qué flaquito habías sido tú, papacito -dijo Hipólito-. Con el saco y la camisa no se te notaba, si hasta se te pueden contar los huesos, papacito.

– ¿Te acuerdas del señor Arévalo, el que te dio un sol por levantar el barril? -dijo don Melquíades-. Es un hacendado importante. ¿Quieres trabajar para él?

– Quiénes dónde y en un dos por tres -dijo Ludovico- ¿quieres que nos pasemos la noche así? ¿Y si Hipólito se enoja otra vez?

– Claro que sí, don Melquíades -asintió con la cabeza y las manos y los ojos Trifulcio-. Ahora mismo o cuando usted diga, don.

– Te vas a hacer malograr el físico y me muero de la pena -dijo Hipólito-. Porque cada vez me estás gustando más, papacito.

– Necesita gente para su campaña electoral, porque es amigo de Odría y va a ser senador -dijo don Melquíades-. Te pagará bien. Aprovecha esta oportunidad, Trifulcio.

– Ni siquiera nos has dicho cómo te llamas, papacito -dijo Ludovico-. ¿O tampoco sabes, o también se te olvidó?

– Emborráchate, busca a tu familia, burdelea un poco -dijo don Melquíades-. Y el lunes anda a su hacienda, a la salida de Ica. Pregunta y cualquiera te dará razón.

– ¿Siempre tienes los huevitos tan chiquitos o es del susto? -dijo Hipólito-. Y la pichulita apenas se te ve, papacito. ¿También del susto?

– Claro que me acordaré, don, qué más quiero yo -dijo Trifulcio-. Le agradezco tanto que me recomendara a ese señor, don.

– Ya déjalo que ni te oye, Hipólito -dijo Ludovico-. Vamos a la oficina del señor Lozano. Ya déjalo, Hipólito.

El guardia le dio una palmadita en la espalda, bueno Trifulcio, y cerró el portón tras él, hasta nunca o hasta la próxima, Trifulcio. Rápidamente caminó hacia adelante, por el terral que conocía, que se divisaba desde las celdas de primera, y pronto llegó a los árboles que también había aprendido de memoria, y luego avanzó por un nuevo terral hasta los ranchos de las afueras donde en vez de detenerse apuró el paso. Cruzó casi corriendo entre chozas y siluetas humanas que lo miraban con sorpresa o indiferencia o temor.

– Y no es que haya sido mal hijo o no la quisiera, la negra se merecía el cielo, igual que usted, don -dijo Ambrosio-. Se rompió los lomos para criarme y darme de comer. Lo que pasa es que la vida no le da tiempo a uno ni para pensar en su madre.

– Lo dejamos porque a Hipólito se le fue la mano y el tipo comenzó a decir locuras y después se desmayó, señor Lozano -dijo Ludovico. Yo creo que ese Trinidad López ni es aprista ni sabe dónde está parado. Pero si quiere lo despertamos y seguimos, señor.

Siguió avanzando, cada vez más apurado y extraviado, incapaz de orientarse en esas primeras calles empedradas que furiosamente pisaban sus pies descalzos, internándose cada vez más en la ciudad tan alargada, tan anchada, tan distinta de la que recordaban sus ojos. Caminó sin rumbo, sin prisa, al fin se derrumbó en la banca sombreada por palmeras de una plaza.

Había una tienda en una esquina entraban mujeres con criaturas, unos muchachos apedreaban un farol y ladraban unos perros. Despacio, sin ruido, sin darse cuenta, se echó a llorar.

– Su tío me sugirió que lo llamara, capitán; y yo también quería conocerlo -dijo Cayo Bermúdez-. Somos algo colegas ¿no?, y seguramente tendremos que trabajar juntos alguna vez.

– Era buena, se sacrificó duro, no faltaba a misa -dice Ambrosio-. Pero tenía su carácter, niño. Por ejemplo no me pegaba con la mano, sino con un palo. Para que no salgas a tu padre, decía.

– Yo ya lo conocía a usted de nombre, señor Bermúdez -dijo el capitán Paredes-. Mi tío y el coronel Espina lo aprecian mucho, dicen que esto funciona gracias a usted.