Изменить стиль страницы

– No hace más que hablar mal de usted mismo, niño -dice Ambrosio-. Si alguien dijera las cosas que usted se dice, no aguantaría.

¿Era que se había roto algo que parecía eterno, piensa, me dolió tanto por ella, por mí, por él? Pero habías disimulado como siempre, Zavalita, más que siempre, y salido de la reunión con Jacobo y Aída, y hablado excesivamente mientras caminaban hacia el centro, Engels y la plusvalía, sin darles tiempo a responder, Politzer y el Ave y Marx, incesante y locuaz, interrumpiéndolos si abrían la boca, matando temas y resucitándolos, atropellado, profuso, confuso, que no terminara nunca ese monólogo, fabricando, exagerando, mintiendo, sufriendo, que la propuesta de Jacobo no se mencionara, que no se dijera que a partir del sábado estarían ellos en Petit Thouars y él en el Rímac, sintiendo también ahora y por primera vez que estaban juntos y no estaban, que faltaba la comunicación respiratoria de otras veces, la inteligencia corporal de otras veces, mientras cruzaban la Plaza de Armas, que horriblemente aquí y ahora también algo artificioso y mentiroso los aislaba, como las conversaciones con el viejo piensa, y los equivocaba y comenzaba a enemistarlos. Habían bajado el jirón de la Unión sin mirarse, él hablando y ellos escuchando, ¿Aída lo lamentaría, Aída lo habría premeditado con él?, y al llegar a la Plaza San Martín era tardísimo, Santiago había mirado su reloj, se iba volando a tomar el Expreso, les había estirado la mano y partido corriendo, sin quedar de acuerdo dónde y a qué hora nos encontraríamos mañana, piensa. Piensa: por primera vez.

¿Había sido en esas últimas semanas del segundo año, Zavalita, en esos días huecos antes del examen final? Se había dedicado furiosamente a leer, a trabajar en el círculo, a creer en el marxismo, a enflaquecer. Huevos pasados por gusto decía la señora Zoila, y naranjadas por gusto y corn-flakes por gusto, estabas hecho un esqueleto y cualquier día ibas a volar. ¿También iba contra tus ideas comer, supersabio? decía el Chispas, y tú no comías porque tu cara me quita el apetito y el Chispas te iba a dar tu sopapo, supersabio, te lo iba a dar. Seguían viéndose y la cabecita infaliblemente asomaba cuando Santiago entraba a las clases y se sentaba con ellos, se abría paso entre marañas de tejidos y tendones y asomaba, o cuando iban a tomar un café juntos a El Palermo, entre sangrientas venas y huesos albos asomaba, o una chicha morada a la pastelería Los Huérfanos o una butifarra al café-billar, y tras la cabecita el ácido cuerpecito asomaba. Conversaban de los cursos y los próximos exámenes, de los preparativos para las elecciones de Centros Federados; y de las (*) discusiones en sus respectivos círculos y los presos y la dictadura de Odría y de Bolivia y Guatemala. Pero ya sólo se veían porque San Marcos y la política a ratos nos juntaban, piensa, ya sólo por casualidad, ya sólo por obligación. ¿Se veían ellos solos después de las reuniones de su círculo?, ¿paseaban, iban a museos o librerías o cinemas como antes con él?, ¿lo extrañaban a él, pensaban en él, hablaban de él?

– Te llama por teléfono una chica -dijo la Teté-. Qué guardadito te lo tenías. ¿Quién es?

– Si te pones a oír por el otro teléfono te doy un cocacho, Teté -dijo Santiago.

– ¿Puedes venir un ratito a mi casa? -dijo Aída- No tienes nada que hacer, no te interrumpo?

– Qué ocurrencia, voy ahorita -dijo Santiago-. Tardaré media hora, a lo más.

– Uy voy ahorita, uy qué ocurrencia -dijo la Teté-. ¿Puedes venir un ratito a mi casa? Uy qué vocecita.

Había aparecido mientras esperaba el colectivo en la esquina de Larco y José Gonzáles, crecido mientras el colectivo subía por la avenida Arequipa, y ahí estaba, enorme y pegajoso, mientras viajaba encogido en el rincón del automóvil, empapando su espalda con una sustancia helada, mientras sentía cada vez más frío, miedo y esperanza, en esa tarde que comenzaba a ser noche. ¿Había pasado algo, iba a pasar algo? Pensaba hacia un mes que sólo nos veíamos en San Marcos, piensa, nunca me había llamado por teléfono, pensaba a lo mejor, piensa, pensaba de repente. La había visto desde la esquina de Petit Thouars, una figurita que se desvanecía en la luz moribunda, esperándolo en la puerta de su casa, le había hecho hola con la mano y había visto su cara pálida, ese traje azul, sus ojos graves, esa chompa azul, su boca seria, esos horribles zapatos negros de escolar, y había sentido su mano temblando.

– Perdona que te llamara, quería hablar contigo de algo -parecía imposible esa -vocecita cortada, piensa, increíble esa vocecita intimidada-. Caminemos un poco.

– ¿No está contigo Jacobo? -dijo Santiago-. ¿Ha pasado algo?

– ¿Va a tener con qué pagar tanta cerveza? -dice Ambrosio.

– Había pasado lo que tenía que pasar -dice Santiago-. Yo creía que ya había pasado y sólo acababa de pasar esa mañana.

Habían estado juntos toda la mañana, un gusanito como una cobra, no habían ido a clases porque Jacobo le había dicho quiero hablarte a solas, una cobra filuda como un cuchillo, habían caminado por el Paseo de la República, un cuchillo como diez cuchillos, se habían sentado en una banca de la lagunita del Parque de la Exposición. Por las pistas paralelas de Arequipa pasaban autos y un cuchillo entraba suavecito y otro salía y volvía a entrar despacito, y ellos avanzaban por la alameda que estaba oscura y vacía, y otro como en un pan de corteza finita y mucha miga en su corazón, y de pronto la vocecita calló.

– ¿Y de qué quería hablarte a solas? -sin mirarla, piensa, sin separar los dientes-. ¿Algo de mí, algo contra mí?

– No, nada de ti, más bien de mí -una voz como el maullido de un gatito, piensa-. Me tomó de sorpresa, me dejó sin saber qué decir.

– Pero qué es lo que te dijo -murmuró Santiago.

– Que está enamorado de mí -como los quejidos del Batuque cuando estaba cachorrito, piensa.

– Cuadra diez de la Arequipa, diciembre, siete de la noche -dice Santiago-. Ya sé, Ambrosio, ahí.

Había sacado las manos de los bolsillos, se las había llevado a la boca y soplado y tratado de sonreír.

Había visto a Aída descruzar los brazos, detenerse, vacilar, buscar la banca más próxima, la había visto sentarse.

– ¿No te habías dado cuenta hasta ahora? -dijo Santiago-. ¿Por qué crees que propuso que el círculo se dividiera así?

– Porque dábamos mal ejemplo, porque formábamos casi una fracción y los demás se podían resentir y yo le creí -una vocecita insegura, piensa-. Y que eso no iba a cambiar nada y que aunque tuviéramos círculos separados seguiría todo como antes entre los tres.

Y yo le creí.

– Quería estar a solas contigo -dijo Santiago-. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en su lugar.

– Pero tú te enojaste y ya no los buscaste -alarmada y sobre todo apenada, piensa-. Y no hemos vuelto a estar juntos, y nada ha sido ya como antes.

– No me enojé, todo sigue como antes -dijo Santiago-. Sólo que me di cuenta que Jacobo quería estar a solas contigo y que yo sobraba. Pero seguimos igual de amigos que antes.

Era otro el que hablaba, piensa, no tú. La voz un poco más firme ahora, más natural, Zavalita: no era él, no podía ser él. Comprendía, explicaba, aconsejaba desde una altura neutral y pensaba no soy yo. Él era algo chiquito y maltratado, algo que se encogía bajo esa voz, algo que se escabullía y corría y huía. No era orgullo, ni despecho, ni humillación, piensa, no eran ni siquiera celos. Piensa: era timidez. Ella lo escuchaba inmóvil, lo observaba con una expresión que él no sabía ni quería descifrar, y de pronto se había levantado y habían caminado callados media cuadra, mientras tenaces, silenciosos, los cuchillos proseguían la carnicería.

– No sé qué voy a hacer, me siento confusa, tengo dudas -dijo, al fin, Aída-. Por eso te llamé, pensé que de repente me podías ayudar.

– Y yo me puse a hablar de política -dice Santiago-. ¿Te das cuenta, ves?