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– Claro que sí -dijo don Fermín-. Salir de la casa, y de Lima, desaparecer. No. estoy pensando en mí, infeliz, sino en tí.

– Pero en qué sentido lo dices -como asombrada, piensa, como asustada.

– En el sentido que el amor lo vuelve a uno muy individualista -dijo Santiago-. Y después uno le da a eso más importancia que a todo, incluso que a la Revolución.

– Pero si tú decías que no se oponían las dos cosas -silabeando, piensa, susurrando-. ¿Ahora crees que sí? ¿Cómo puedes saber que no te vas a enamorar nunca?

– No creía nada, no sabía nada -dice Santiago-. Salir, escapar, desaparecer.

– Pero adónde, don -dijo Ambrosio-. Usted no me cree, usted me está botando, don.

– Entonces no es cierto que tengas dudas, entonces también estás enamorada de él -dijo Santiago. Puede ser que en tu caso y en el de Jacobo no se opongan. Y además él es muy buen muchacho.

– Ya sé que es buen muchacho -dijo Aída-. Pero no sé si estoy enamorada de él.

– Sí estás, también me he dado cuenta -dijo Santiago-. Y no sólo yo, todos los del círculo. Deberías aceptarlo, Aída.

Insistías Zavalita, era un gran muchacho, porfiabas Zavalita, Aída estaba enamorada de él, exigías, se llevarían muy bien y repetías y volvías y ella escuchaba muda en la puerta de su casa, los brazos cruzados, ¿calculando la estupidez de Santiago?, la cabeza inclinada, ¿midiendo la cobardía de Santiago?, los pies juntos. ¿Quería de veras un consejo, piensa, sabía que estabas enamorado de ella y quería saber si te atreverías a decírselo? Qué habría dicho si yo, piensa, qué habría yo si ella. Piensa: ay, Zavalita.

¿O había sido cuando, un día o semana o mes después de ver a Aída y Jacobo por la Colmena de la mano, supieron que Washington era, efectivamente, el ansiado contacto? No había habido casi comentarios en el círculo, sólo una broma pérdida de Washington, en el otro círculo dos habían formado su nidito de amor, qué romance tan calladito, sólo una fugaz observación del Ave: y qué parejita tan perfecta. No había tiempo para más: las elecciones universitarias estaban encima y se reunían todos los días, discutían las candidaturas que presentarían a los Centros Federados, y las alianzas que aceptarían y las listas que apoyarían y los volantes y la propaganda mural que harían, y un día Washington convocó a los dos círculos en casa del Ave y entró a la salita del Rímac sonriendo: traía algo que era dinamita pura. Cahuide, piensa. Piensa: Organización del Partido Comunista Peruano. Estaban apretados, el humo de los cigarrillos nublaba las hojitas mimeografiadas que pasaban de mano en mano, irritaba los ojos, Cahuide, que ávidamente leían, Organización, una y otra vez, del Partido Comunista Peruano, y miraban la cara recia del indio con chullo, poncho, ojotas y su beligerante puño levantado, y de nuevo la hoz y el martillo cruzados debajo del título. La habían leído en voz alta, glosado, discutido, habían acribillado a preguntas a Washington, se la habían llevado a su casa. Había olvidado su resentimiento, su falta de fe, su frustración, su timidez, sus celos. No era una leyenda, no había desaparecido con la dictadura: existía.

A pesar de Odría, aquí también hombres y mujeres, a pesar de Cayo Bermúdez, secretamente se reunían y formaban células, de los soplones y los destierros, imprimían Cahuide, de las cárceles y torturas, y preparaban la Revolución. Washington sabía quiénes eran, cómo actuaban, dónde estaban, y él me inscribiré pensaba, piensa, me inscribiré, esa noche; mientras apagaba la lamparilla del velador y algo riesgoso, todavía generoso, ansioso, ardía en la oscuridad y seguía ardiendo en el sueño: ¿ahí?

VII

– ESTABA preso por haber robado o matado o porque le chantaron algo que hizo otro -dijo Ambrosio-. Ojalá se muera preso decía la negra. Pero lo soltaron y ahí lo conocí. Lo vi sólo una vez en mi vida, don.

– ¿Les tomaron declaraciones? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Todos apristas? ¿Cuántos tenían antecedentes?

– Ojo que ahí viene -dijo Trifulcio-. Ojo que ahí baja.

Era mediodía, el sol caía verticalmente sobre la arena, un gallinazo de ojos sangrientos y negro plumaje sobrevolaba las dunas inmóviles, descendía en círculos cerrados, las alas plegadas, el pico dispuesto, un leve temblor centellante en el desierto.

– Quince estaban fichados -dijo el Prefecto-. Nueve apristas, tres comunistas, tres dudosos. Los otros once sin antecedentes. No, don Cayo, no se les tomó declaraciones todavía.

¿Una iguana? Dos patitas enloquecidas, una minúscula polvareda rectilínea, un hilo de pólvora encendiéndose, una rampante flecha invisible. Dulcemente el ave rapaz aleteó a ras de tierra, la atrapó con el pico, la elevó, la ejecutó mientras escalaba el aire, metódicamente la devoró sin dejar de ascender por el limpio, caluroso cielo del verano, los ojos cerrados por dardos amarillos que el sol mandaba a su encuentro.

– Que los interroguen de una vez -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Los lesionados están mejor?

– Conversamos como dos desconocidos que no se tienen confianza -dice Ambrosio-. Una noche en Chincha, hace años. Desde entonces, nunca supe de él, niño.

– A dos estudiantes hubo que internarlos en el Hospital de Policía, don Cayo -dijo el Prefecto-. Los guardias no tienen nada, apenas pequeñas contusiones.

Seguía subiendo, digiriendo, obstinado y en tinieblas, y cuando iba a disolverse en la luz extendió las alas, trazó una gran curva majestuosa, una sombra sin forma, una pequeña mancha desplazándose sobre quietas arenas blancas y ondulantes, quietas arenas amarillas: una circunferencia de piedra, muros, rejas, seres semidesnudos que apenas se movían o yacían a la sombra de un saledizo reverberante de calamina, un jeep, estacas, palmeras, una banda de agua, una ancha avenida de agua, ranchos, casas, automóviles, plazas con árboles.

– Dejamos una compañía en San Marcos y estamos haciendo reparar la puerta que el tanque echó abajo -dijo el Prefecto-. También pusimos una sección en Medicina. Pero no ha habido ningún intento de manifestación ni nada, don Cayo.

– Déjeme las fichas ésas para mostrárselas al Ministro -dijo Cayo Bermúdez.

Desplegó las armoniosas alas retintas, se inclinó, solemnemente giró y sobrevoló otra vez los árboles, la avenida de agua, las quietas arenas, describió círculos pausados sobre la deslumbrante calamina, sin dejar de observarla descendió un poco más, indiferente al murmullo, al vocerío codicioso al estratégico silencio que se sucedían en el rectángulo cerrado por muros y rejas, atenta sólo al rizado saledizo cuyos reflejos la alcanzaban, y siguió bajando ¿fascinada por esa orgía de luces, borracha de brillos?

– ¿Tú diste la orden de tomar San Marcos? -dijo el coronel Espina-. ¿Tú? ¿Sin consultarme?

– Un moreno canoso y enorme que caminaba como un mono -dijo Ambrosio-. Quería saber si había mujeres en Chincha, me sacó plata. No tengo buen recuerdo de él, don.

– Antes de hablar de San Marcos cuéntame qué tal ese viaje -dijo Bermúdez-. ¿Cómo van las cosas por el Norte?

Alargó cautelosamente las patitas grises, ¿comprobaba la resistencia, la temperatura, la existencia de la calamina?, cerró las alas, se posó, miró y adivinó y ya era tarde: las piedras hundían sus plumas, rompían sus huesos, quebraban su pico, y unos sonidos metálicos brotaban mientras las piedras volvían al patio rodando por la calamina.

– Van bien pero yo quiero saber si tú estás loco -dijo el coronel Espina-. Coronel han tomado la Universidad, coronel la guardia de asalto en San Marcos. Y yo, el Ministro de Gobierno, en la luna. ¿Estás loco, Cayo?

El ave rapaz se deslizaba, agonizaba rápidamente sobre la plomiza calamina que iba manchando de granate, llegaba a la orilla, caía y manos hambrientas la recibían, se la disputaban y la desplumaban y había risas, injurias, y un fogón chisporroteaba ya contra el muro de adobes.