En el aeropuerto de Penang nadie estaba dispuesto a molestarse comprobando las listas de pasajeros de los últimos días en busca de los cuatro nombres que ofrecía Carvalho como si fueran cuatro personajes diferentes. Carvalho enseñó un billete de veinte dólares que desapareció dentro de la mano de uno de los burócratas del departamento de información, quien le avisó de que necesitaba una hora para comprobarlo. El vuelo Penang-Singapur no era nacional. Penang pertenecía a la Federación Malasya y Singapur era un Estado soberano, por lo que Archit y Teresa tenían que haber exhibido algún pasaporte, aunque cualquiera puede intentar sacar un billete con nombre supuesto y luego pasar control de pasaportes, en la confianza de que el policía se limite a comprobar si la foto coincide con la cara. De pronto, Carvalho tuvo un impulso que no pudo impedir ni el cálculo mental de lo que iba a costarle. Preguntó en Información si se podía hacer una llamada al extranjero, a Europa y una propina de dólar consiguió que una muchacha de poderoso cabezón empleara una tenacidad equivalente en rascar los nervios de los cables telefónicos internacionales, hasta que al otro lado del teléfono se oyó la voz de Biscuter.

– Aquí la oficina del detective Carvalho.

– Biscuter, soy yo.

– ¿Es usted jefe? ¿Llama desde aquí? ¿Ha llegado ya?

– Te llamo desde Penang, en Malasya.

– Pues suena como si estuviera usted en el Prat, jefe. Mejor, todavía.

– Escucha Biscuter, que esto me va a costar un ojo de la cara. ¿Hay alguna novedad?

– La señorita Teresa ha vuelto. Hace un momento que ha llamado por si le encontraba a usted y se ha reído mucho cuando ha sabido que usted estaba buscándola en Thailandia.

– ¿Se ha reído mucho?

– Mucho, sí señor. Se vuelve a ir de viaje. A descansar. Me ha dejado unas señas.

– Mierda, Biscuter, mierda.

– Yo, jefe…

– En seguida voy para allí.

– ¿En seguida?

Pero Carvalho colgó conteniendo el deseo de estrellar el teléfono contra la pared y luego de romper en pedazos el recibo de los mil baths que le costó la llamada. Tenía que elegir entre regresar a Bangkok en busca del equipaje exponiéndose al interrogatorio de un Charoen indignado o dar por perdidas sus cosas, recomponiendo la vuelta a partir de Singapur. Si volvía a Bangkok aquel mismo día, conseguiría empalmar con el vuelo de regreso de su grupo aquella noche a las diez y media, recuperaría el equipaje y aún conseguiría sacar un mínimo beneficio de una expedición desquiciada. si volvía por Singapur, adiós equipaje y ni la más remota esperanza de que los Marsé quisieran o pudieran pagarle el suplemento. El primer avión para Bangkok salía al mediodía y llegaba a tiempo de recoger el equipaje y sumarse al grupo. Compró el franqueo suficiente para enviar a la embajada alemana en Bangkok la noticia de la muerte de Olga Schiller y los detalles sobre el lugar de su enterramiento y, una vez abandonada la carta a su destino de buzón, compró un billete de avión hacia Bangkok y aplazó el estallido de ira que le incitaba la simple evocación del rostro de Teresa. consumió el tiempo de espera contemplando la voluntad de compra de los turistas en las Free Shop de los vuelos internacionales: batik, figuras de teca, marfil, instrumentos musicales, horribles "souvenirs" urdidos en la central mundial de donde salen todos los "souvenirs" de abalorios y caracolillos de nácar. Por fin, subió al avión y el remonte de la península en dirección a Bangkok se le hizo larguísimo, en el temor de que Charoen no le diera tiempo ni a llegar al hotel y le estuviera esperando al pie mismo del avión de llegada. Pero no estaba allí y Carvalho imaginó el encuentro una hora después, para el momento en que se acercara al pupitre del Bell Captain del Dusit Thani y le reclamara el equipaje consignado. O Peter Pan no le reconoció o era un Peter Pan diferente, dentro de la misma gama. Carvalho entró en el Dusit Thani y buscó el pupitre del Bell Captain por la distancia más corta. Le entregó el billete de resguardo y mientras un mozo iba en busca del equipaje, Carvalho se volvió para abarcar el escenario familiar del "hall", las mismas especies de gentes esperando las mismas especies de guías, las mismas llegadas de notables de Bangkok vestidos para un banquete de boda o de final de convención, las mismas damas americanas apiscinadas, ahora amuebladas para que el marido las sacara a vivir emociones nocturnas que ellos habían censado estadísticamente durante el día en las oficinas de la DEA. La maleta llegó y a Carvalho le pareció que recobraba una parte de su mundo afectivo. Pidió una habitación donde pudiera ducharse y reordenar sus cosas y le cedieron, por una hora, una de las habitaciones de la primera planta que daban a la piscina. Carvalho se puso el traje de baño, salió al jardín y, en la más total de las soledades, se metió en las aguas y se dio el último baño de un verano ficticio. Luego rehízo la maleta y dejó vacía y abandonada la que había comprado en el barrio chino. Salió al "hall", devolvió la llave, preguntó si había alguna indicación sobre la concentración de su grupo para ir al aeropuerto y le dijeron que pasaría un autocar a recogerles a las ocho. Poco faltaba ya. Empezó a reconocer rostros entre las estatuas de sal del "hall", al tiempo que vigilaba y esperaba la aparición de Charoen o de los sicarios de "Jungle Kid" o madame La Fleur. Pero el que apareció fue Jacinto, que, al verle, venció el hieratismo de su rostro para expresar una cierta alegría.

– Nos tenía pleocupados. Usted malchal de Chiang Mai sin avisal.

– Una chica, Jacinto, una chica.

– ¿Encontló a la mujel peldida?

– No.

– Lo siento.

Jacinto reagrupó a sus ovejas. No eran muchos los que salían del Dusit Thani. Los del Ambassadors o el Narai les esperaban ya en el autocar, y Carvalho se despidió de la isla de lucerío del Dusit, mientras el autocar trataba de enfilar la vía de salida hacia el aeropuerto, por la RamaIv primero y luego ya directamente por la Phayathai Road. Era casi milagroso que Charoen no se hubiera interpuesto en su camino, pero tampoco quería convocar al diablo preguntando a Jacinto si había puesto su desaparición en conocimiento de la policía. Jacinto daba las últimas instrucciones a los españoles, que habían cambiado de color. Los catalanes de Chiang Mai le saludaron desde sus butacas y Carvalho trató de evitarles en adelante para no dar explicaciones, aunque por las sonrisas maliciosas que le dirigieron las mujeres, supuso que ellos ya las habían buscado por su cuenta. Llegaron al aeropuerto y se repitieron las escenas de urgencia por llegar cuanto antes al mostrador, en el temor incontrolable de que no hubiera suficientes plazas para todos. Jacinto cogió por un brazo a Carvalho, le apartó de la riada y le señaló hacia un rincón del "hall" donde le esperaba Charoen.

– Mientlas tanto yo le sacalé la calta de embalque.

– Fumador. Ventanilla. A una distancia suficiente para poder ver la película. Facture la maleta hasta Barcelona.

No esperó el comentario de Jacinto. Avanzó decidido hacia Charoen, que se inclinó respetuosamente cuando llegó a su altura. Charoen empezó a pasear, en el convencimiento de ser secundado por Carvalho.

– ¿Lo ha pasado bien?

– No puedo quejarme. De pronto me cansé de todo y me fui al sur, a tomar el sol y a bañarme.

– Hizo usted bien dejando la maleta en el hotel. Es preferible viajar sin equipaje. ¿Y por aquí todo igual?

– Bangkok nunca es igual a sí misma. Hay novedades. El padre de Archit murió al día siguiente de nuestra visita. Fue una muerte natural. En cambio, días después apareció en el río el cadáver de un encargado del embarcadero del Oriental, del que salen las barcas que recorren los canales del viejo Bangkok. Se llamaba Khao Chong. Le habían torturado, luego asesinado y finalmente al río. Khao Chong.

Repitió Charoen como si quisiera que el nombre quedara grabado en la cabeza de Carvalho.