– Espere. Le acompañaré hasta algún centro habitado donde pueda alquilar un taxi o coger un tren o un autobús. ¿Qué prefiere, volver a Hadyai o que le lleve a Pattani? En Pattani hay aviones y quizá haya un vuelo hasta Penang, aunque Penang ya está en Malasya.

– Me han dicho que la zona de Pattani es peligrosa.

– Cuentos que se inventa el gobierno para meter en un puño a la gente. Se inventa guerrillas comunistas o musulmanas en el sur, bandidos birmanos en la frontera birmana o infiltraciones desde Laos y Camboya. De hecho ya estamos en el país Pattani y no ha pasado nada.

– Prefiero evitar los aviones.

– "Oh lá lá"! Esto se pone interesante. ¿Qué trata de ocultar? ¿En qué trafica? Suba. Le sacaré de este andurrial.

Salió el coche de la selva y saltó a la carretera en dirección a Hadyai.

– No se me muera usted ahora. Dos muertos en un solo viaje es excesivo.

Comentó Pelletier al ver como Carvalho doblaba la rodilla con un rictus de dolor en el rostro.

– Ya no me duele casi.

– Pero le duele. ¿De qué se trata?

– Gota.

– ¿Gota? Es una enfermedad de reyes franceses. Estoy pensando, amigo español, que no tengo nada que hacer y que quizá me interese cruzar la frontera de Malasya y viajar hasta las selvas profundas, a donde nunca ha llegado el hombre blanco. Cuento con que usted pagará la gasolina. Este coche gasta mucho y no quiero tocar ni un céntimo de la pobre Olga. Me interesa su viaje. Encontrarte con un hombre que se inventa viajes y desconocidas para dar sentido a la vida.

No se equivocaba gran cosa Pelletier, pensó Carvalho. Al alivio de la comprobación de que Teresa no estaba muerta, le seguía la misma sensación de absurdo e inutilidad que le había empezado a asaltar en Koh Samui, tal vez reforzado por el deseo frustrado de haberse quedado en la isla a ver pasar las próximas veinte horas, los próximos veinte años. Pero el francés no necesitaba que Carvalho le diera la razón. Proseguía su discurso neurótico, lleno de consideraciones sobre el sentido de la vida.

– A veces pienso en volver a París. Tengo un armario lleno de trajes en casa de mi madre. Tengo a mi ex mujer casada con un catedrático riquísimo al que le sienta muy bien el frac y le sacan cada dos por tres en "Jours de France". Si me pongo a repasar mis libros y me leo "Le Monde Diplomatique" de estos últimos siete u ocho años, me pondré al día y estoy seguro de encontrar un buen empleo, si pongo la cara de hijo pródigo y les vendo que vuelvo del universo del marxismo y de la contracultura, consciente de que la única verdad la tienen Milton Friedman y el neoliberalismo económico y político. La hegemonía de la burguesía se sostiene gracias a la prestación de método y lenguaje que le han aportado los disidentes del enemigo y los hijos que han sido marxistas o budistas o drogadictos y luego han vuelto a la casa del padre.

No callaba nunca. Carvalho fingió dormir y el tono del discurso de Pelletier fue bajando hasta convertirse en un bisbiseo que pasó a ser canción cantada hacia sí mismo, para hacerse compañía o para mantener una relajada concentración, con el volante entre las manos y las primeras sombras de la noche tiñendo la carretera. Al llegar a Hadyai, Pelletier giró hacia la izquierda en dirección a Sadao y la frontera malaya. Carvalho abrió los ojos protegido ahora por la oscuridad y miró de reojo a Pelletier. Conducía sonriendo como si soñara su condición de chófer, la carretera misma. Al llegar a Sadao apartó una mano del volante para agitar el cuerpo de Carvalho.

– Prepare la documentación. Nos acercamos a la frontera. Carvalho sacó los dos pasaportes del bolsillo, los sopesó y finalmente se guardó el español y mantuvo el italiano entre las manos.

– Oiga, español, a esto se le llama viajar organizado. Igual estoy viajando junto a un pez gordo de la delincuencia internacional. ¿A santo de qué el pasaporte italiano?

– Italia es mi segunda patria.

Primero repostaron gasolina en una gasolinera que parecía un cementerio de coches, como si los vehículos se hubieran muerto corroídos por la gasolina que allí vendían. A partir de la gasolinera empezaba la cola de coches y autobuses que esperaban el paso de la frontera, bajo la débil luz de amarillas bombillas de velatorio agitadas por el viento. La policía thailandesa arrancó el visado blanco de los pasaportes y les dejó pasar sin más comentarios. Tuvieron que rellenar un visado provisional en la frontera malaya y pasar por un minucioso registro y la sorpresa del visa de la aduana malaya al comprobar lo escaso del equipaje de Carvalho. Explicó que había dejado el grueso del equipaje en Bangkok, a donde volvería después de un corto recorrido turístico por Malasya. De hecho voy a bañarme a Penang, añadió Carvalho agitando el traje de baño.

– Muy oportuno el detalle del traje de baño.

Comentó con sorna Pelletier, cuando la frontera quedaba a sus espaldas.

– Nadie sospecha nada de un hombre que va por el mundo con un traje de baño. ¿Quiere conducir usted? Estoy cansado.

Carvalho temió quedar sin remedio a la disposición de las ganas de hablar de Pelletier, pero vio sus ojos hinchados, rojos, torpes y asumió el volante. Pelletier se sentó a su lado, cerró los ojos y se quedó dormido al instante. A Carvalho le pareció que corrían más ahora, pero la aguja del cuentakilómetros permanecía en la misma cota que había mantenido el francés. Pasaron por Jitra, apenas cuatro puntos de luz y luego por Akor Setar, donde un indicador de carretera les prometía la existencia de un aeropuerto y a Carvalho le asaltó la ilusoria urgencia de coger un avión y terminar cuanto antes la aventura. Pero Penang era una meta coherente y se había educado a sí mismo para la coherencia.

Clareaba cuando entraron en Butterworth y Carvalho dirigió el coche hacia un puerto que podría haber sido un puerto cualquiera de Thailandia, a no ser por los rasgos dominantes de los malayos, la clareada oscuridad de la piel, los ojos rotundos y nítidos en contraste con los ojos más rasgados de los thailandeses y chinos. Pelletier se desperezaba como un animal en busca de su propio cuerpo y en lucha con las dimensiones limitadas del coche. Carvalho llevó el coche hasta los embarcaderos y preguntó dónde se podía coger el transbordador hasta Penang. El próximo partía media hora después. Aparcó y los dos hombres se convirtieron en dos siluetas gesticulantes para sacarse de encima el envaramiento de kilómetros. Carvalho se encaminó hacia la caseta donde vendían los tickets para el transbordador.

– Espere. Yo no sé aún si le acompañaré. Me decidiré en el último momento.

Carvalho sacó su ticket y buscó con la mirada a Pelletier, para encontrarle sentado en la terraza de un bar llena de sofisticados sillones de mimbre y veladores de plástico. La luz del día exaltaba los volúmenes de las embarcaciones y la masa verde de Penang ocupaba todo el horizonte. Se sentó Carvalho junto al francés.

– Otro país, español. Otra gente. Otra cultura. Otra religión. Según creo en Europa hay una gran curiosidad por todo lo musulmán desde que han descubierto que dependen del petróleo árabe. Pobre Europa. Se lo cree todo. En el fondo tanto la cultura musulmana como la budista son superestructuras de museo frente a las leyes económicas que rigen el mundo.

El discurso era inevitable. Carvalho apretó con las dos manos la taza llena de café y se dispuso a escuchar.

– Pero, en realidad, para estos orientales, el budismo y todo eso es una cultura que no distancia y que acaba siendo una rutina, como era una rutina aquel catolicismo sin contradicciones bajo la dictadura tomista. A la hora de la verdad, el budismo no les ha salvado de la corrupción y de la integración en el supersistema mundial. Las leyes materiales son tan repugnantes como inapelables a la hora de entender la historia, por eso hay que negarse a entender la historia. La obscenidad de la acción. ¿Quién o qué no ha caído en la obscenidad de la acción? ¿Y a qué conduce toda acción? a la posesión. De cosas o de personas. El hombre no puede actuar sin agredir. Toda moral es hipócrita. El bien es vencer. El mal es perder. Eso en Occidente ya ha llegado al colmo, porque en el fondo del fondo el gran vigilante de la moral en las culturas cristianas, Dios, es un cadáver exquisito y eso lo sabe todo el mundo, hasta el Papa de Roma. Pero aquí también se ha impuesto la dialéctica del vencer o perder como sustitutiva del bien o del mal. Los de arriba son unos cínicos y, al decir "los de arriba", me refiero al "establishment" de dinero, al poder político-militar o al cultural, y los de abajo tienen miedo a perder más de lo que ya han perdido. Yo, la verdad, no me declararía budista. Yo soy taoísta.