Volvió a poner la manta en su sitio. Sacó de la nevera las verduras y el pescado cocido, lo introdujo todo en el turmix, lo trituró y, cuando se conformó una papilla, vertió el contenido en un cazo de aluminio. Venció la llave del gas y escuchó el ruido del fluido al salir, mientras encendía una cerilla. Pero no la aplicó inmediatamente para provocar la llama. Dejó que se le apagara entre los dedos y luego cortó bruscamente el paso del gas. Se quedó de pie ante los fogones sin saber qué hacer a continuación. Por fin volvió a abrir el paso, encendió una cerilla, aplicó la llama, la flor amarilla y azulada brotó en la porcelana blanca del fogón y sobre la flor puso el cazo. Volvió al living. Empujó la silla de ruedas hacia la cocina y dejó a su madre ante la mesa, para que ella misma manejara el viaje de la cuchara directamente del pote hasta la boca.

– Algo ha de hacer usted, madre, de lo contrario acabaría sin poder ni moverse.

Tenía dolor de cabeza. Del botiquín del cuarto de baño sacó dos cápsulas de aspirinas efervescentes, pero en sus manos quedó también un tubo de somníferos y las pastillas que debía pulverizar para que su madre las tomara con el puré de frutas. Metió las pastillas de su madre en el mortero y empezó a machacarlas. Pero se detuvo y se quedó con todo el cuerpo apoyado sobre la mano del mortero, mientras reflexionaba pendiente de la gota de agua que caía regularmente del grifo mal cerrado. Tiró el polvo resultante de las pastillas y vertió en el mortero cuatro somníferos que machacó con una cierta desgana, como si el brazo se negara a secundar su voluntad. Echó los somníferos restantes en un vaso vacío. Luego lo pensó mejor y volcó el contenido del vaso en la palma de una mano, mientras con la otra llenaba el vaso de agua bajo el grifo. Se fue tragando los somníferos uno detrás de otro, trago de agua detrás de otro. Vertió el polvo en la tacita de puré de fruta, que colocó ante su madre, después de retirarle el pote apurado con hambre, y, al pasar junto a la cocina, abrió la llave del gas en un gesto que parecía maquinal, como si apagara o encendiera la luz a la salida o a la entrada de una habitación. Rebuscó en su bolso y sacó de él una agenda y un bolígrafo. Se sentó al lado de su madre, que estaba acabando con la papilla de frutas y repartía miradas entre lo que su hija escribía en dos hojitas arrancadas a la agenda y lo que le faltaba para acabarse el postre. Marta escribió primero sobre una hoja, luego sobre la otra. Las apartó y las dispuso la una al lado de la otra, lejos del alcance de los inmensos ojos de su madre, atrapadas por el peso de un endulzador para diabéticos. El olor del gas empezaba a parecer una sustancia sólida que se apoderaba de su nariz. La vieja abrió los ojos y gruñó alarmada señalando con la cabeza la cocina. Con los labios dibujaba el mensaje de que se había dejado el gas abierto.

– No se preocupe madre, no es nada.

Marta cogió una mano de la vieja, un resto de huesecillos con piel que conservaban un tenue calor de vida.

– No se preocupe madre, vamos a dormir y mañana no le hará daño nada, ni nadie.

La vieja asentía cerrando los ojos, entre la confianza hacia su hija y la alarma que le llenaba la nariz de olor de muerte. Los somníferos hacían parpadear a Marta Miguel y llevó una mano hacia los ojos interrogadores de su madre para tratar de cerrarlos.

– Duerma, madre.

La vieja decía algo con los labios.

– ¿La tele? Deje la tele. Ya la pondré después. De momento, duerma.

La vieja se encogió de hombros, como si no le importara la tele y secundó la caricia de su hija atrapándole la mano. Marta Miguel dejó caer la cabeza sobre el tablero de formica y le pareció que allí el gas le llegaba con más fuerza, ayudado a deslizarse por la pulimentada superficie de la mesa. Las dos manos siguieron unidas y acariciándose con progresiva debilidad, como en la agonía de dos palomas, y la vieja dirigió una última mirada a las bocas del fogón, de donde le llegaba la muerte, pensando que su hija se despabilaría de un momento a otro, la limpiaría, la perfumaría, pondría la tele y cerraría el gas.

Carvalho se sentó junto a unos monjes budistas, lo más lejos posible de los españoles que esperaban la orden de embarque. Se llevaban el sol del trópico, la ilusión de un verano en las puertas del invierno español, anillos de zafiros, kilómetros de seda, orquídeas y poca cosa más. En cambio, despreciaban todo lo que no entendían y convertían la espera del aeropuerto en una competición de burlas sobre los gestos de las bailarinas thailandesas o la manera de hablar de los guías o las porquerías que comía aquella gente. Ni siquiera se sintieron aludidos cuando por el altavoz sonó el "Concierto de Aranjuez".

El avión se llenó de españoles que volvían a España, de alemanes que volvían a Alemania y quedaron vacíos los sillones que recogerían en Karachi a los pakistaníes que iban a trabajar a Alemania. Entre los españoles había corrido la consigna de tratar de evitar a los indios porque olían mal y comenzaron, desde el momento del despegue, las negociaciones con las azafatas alemanas para que permitieran cerrar filas a los españoles o, en último extremo, a los europeos. Carvalho se entregó a las propuestas sonoras del hilo radiofónico, en su mayor parte ocupadas por música navideña. Estamos en noviembre ya, se anunció Carvalho al tiempo que descubría motivos florales navideños decorando el avión de la Lufthansa. Cuando se abrió la puerta en Karachi, Carvalho se asomó por última vez a Asia, se despidió de su calor propicio, de la verdad elemental de su naturaleza. Tal vez no volvería nunca más. Había entrado en una edad en la que debía empezar a despedirse de algunas cosas, en la que ya sabía más o menos lo que podía esperar. Aunque si alguna vez tenía un golpe de fortuna, le gustaría dar la vuelta al mundo como Phileas Fogg, acompañado de Biscuter e inventándose la supervivencia de la aventura. La película programada era "El salvaje", con Ives Montand y Catherine Deneuve, al servicio de la historia de un perfumista que renuncia a unos laboratorios y a una esposa rica en Manhattan a cambio de una isla tropical y de Catherine Deneuve. Tal vez algún día podría instalarse en Koh Samui, pero no se veía allí con Charo, sino con una muchacha desvaída, por descifrar hasta la nada, como las alcachofas o como Celia Mataix. Agradeció las dosis de té frío con limón que le sirvieron las azafatas y transigió con el alemán que le tocó como compañero de asiento, a partir de Karachi. En cambio, al alemán que viajaba en el asiento delantero, le cayó en suerte una joven madre pakistaní cargada de bultos y con un niño de meses. El alemán tuvo que ayudar a cambiar el pañal a aquel futuro indígena, incluso lo acunó cuando rompió a llorar porque era demasiado el rato que permanecía lejos de los brazos de su madre. La disposición paternoadoptiva de aquel alemán convencional, con aspecto de haberse bebido la mitad de la cosecha cervecera de Dortmund, sorprendía al compañero de Carvalho, no tanto por la indudable habilidad técnica de su compatriota como por su disposición a tratarse con las razas inferiores, hasta el extremo de ayudar a limpiarles el culo. El espectáculo de la ternura y el desconcierto ayudaron a Carvalho a superar la travesía de Irán y Turquía y a esperar la luz del día recuperada al entrar en Europa por Rumania.

Aprovechó la escala en Frankfurt para comprar salmón ahumado, jamón de Westfalia, huevas de bacalao para preparar algo parecido al "taramá" y un hermoso queso de Munster con la blandura necesaria. Enviaría a Biscuter a comprar comino a la especiería de la calle Princesa y se regalaría el tiempo que durara la necesaria blandura de un queso nacido para ser devorado joven. Pero aquellos movimientos que se explicaba en el contexto del exasperante tiempo de un viaje de más de dieciséis horas, en nada negaban el impulso interior de rabia y desquite con el que iba hacia Teresa Marsé, tal vez en evitación de replantearse el conjunto de pequeñas negaciones que le habían impulsado a la huida hacia adelante de aquel viaje a Bangkok. Como un programado buscador de nada, utilizó el primer contacto de uno de sus pies con el aeropuerto del Prat para iniciar el movimiento automático que le permitió recuperar la maleta, coger un taxi, subir los escalones de su despacho de las Ramblas y dejar boquiabierto a Biscuter al preguntarle: