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Los años de mayor esplendor de la llamada gauche divine, según los cronistas de la época, fueron los de la segunda mitad de los sesenta y los primeros setenta. Cuando este pequeño diario fue redactado, la G. D. poseía todo su poder aglutinante como grupo. Por supuesto, hoy sabemos que la naturaleza de ese poder no era más que una fantasmal y noctámbula inclinación al reencuentro, una manera de beber juntos y de prolongar la noche, un guiño de la inteligencia en horas de relajo. Dejando de lado a sus miembros más prestigiosos y cualificados, existía el amplio espectro de adictos y seguidores que en Bocaccio y otros puntos de reunión se formaba siempre a su alrededor a modo de esos pececillos-piloto que acompañan al tiburón en sus correrías depredadoras: jóvenes meritorias vagamente conocidas y tenaces mirones y afiliados o simplemente simpatizantes, que no solían conocerse entre sí pero que imaginaban, emocionados, poder reconocerse pronto: la posibilidad del encuentro inesperado, cualquier noche, en cualquier lugar de los habitualmente frecuentados, era para ellos y ellas, en esa época, enormemente excitante.

Era tal su estado anímico de constante disponibilidad, su aportación personal a la pequeña y trasnochada mitología ciudadana, que la llama del equívoco, la chispa que surgió del común frotamiento de sensibilidades y del incesante intercambio de neuras y cariños, se convirtió rápidamente en una gigantesca hoguera. En realidad, lo que se alzó en medio de las nieblas otoñales de aquel legendario 68, fue una especie de malentendido, un simple rumor, una serpiente de verano -pero la serpiente esgrimía una sonrisa encantadora y ardientes ojos negros y se llamaba Roberto…

Al diario me remito, y, obtenido el permiso de su remoto autor (hoy tabernero feliz en Quebec) transcribo estas páginas sin quitar ni añadir una coma.

J. M.

29 septiembre

Días y días sin ver a nadie. Llueve melancólicamente tras los cristales. Depresión. Duermo fatal: pesadillas de subdesarrollo cultural pobladas de Chorizos de las Letras (en sueños, J. J. Armas Marcelo me regala un libro de Salvador Pániker dedicado a Baltasar Porcel con prólogo de Umbral ¡e ilustrado por Cuixart!). Exceso de optalidones, visiones terroríficas de librería-tumba ofreciendo cóctel en honor de escritor latinoamericano locuaz.

Toda la tarde corrigiendo pruebas en mi covacha de la editorial. Beatriz de Moura me llama a las siete para almorzar juntos mañana no puedo pasado sí, vale. ¿Asunto? Revista La Mosca y su zumbido agónico. No llegará a la séptima caquita, la pobre Mosca. Cal Juanito a las dos y media, conforme.

Qué hermoso lecho de hojarasca en la voz de la brasileña, qué vocación de manantial.

Vivo mis últimas horas con la intrépida C. C. Al final, pasa lo que tenía que pasar: después de cuatro meses de maternal solicitud hacia mí, esta noche C. C. se lanza a la calle decidida a olvidarme y a enamorarse otra vez. Falta madurez, hosti. Dice que va a emborracharse, primero en la terraza del Pub y más tarde en Bocaccio. Puede suceder cualquier cosa.

Peligro. Huracán C. C. azota las costas de la gauche divine. Se ha puesto en manos de Vidal Teixidor, siquiatra de élite, pero nuestras relaciones han ido de mal en peor, de hecho están liquidadas.

No está bien que ella me encuentre en su cama al volver de madrugada, pero llueve y a dónde voy a estas horas, mejor me largo mañana. Dormiré en el diván del estudio. A ver este Tele/eXprés, qué dice del Barça.

Las cuatro y C. C. aún no ha vuelto. Apagaré la luz. Decididamente, el Barça es la llufa.

30 septiembre

Se avecina al huracán. Tal como me temía, anoche C. C. entabló fulgurante relación amorosa en la barra de Bocaccio con un joven desconocido y se lo trajo al apartamento. Desde el estudio oí sus voces en la terraza y luego en el dormitorio. Pensé en la conveniencia de irme, pero me dormí. Más tarde me despertó un rumor de pies desnudos en el estudio.

Era él.

Supuse que C. C, estirada en la cama como un lagarto insomne, colmada y feliz, habría estado proyectando una tras otra sus visiones afrodisíaco-literarias en la faz paciente y receptiva de su nuevo amor, hasta que el chico se había levantado con la excusa de hacer pis. Conozco estos atajos de la noche tan favorables para huir un rato de los amarillos ojos-tenaza de C. C. Si uno sabe entretenerse en algo antes de volver a su lado, ella se duerme.

El desconocido parece conocer tales artimañas. En el estudio, ha encendido la lámpara de flexo sobre la tabla de trabajo de C. C. y observa cauteloso la máquina de escribir. Yazgo en la sombra y no me ha visto. Lo examino de espaldas, desnudo, grávido, un fluido de desgana muscular enroscado en sus flancos morenos y en su nuca felina. Desdeñoso y primario: un cuerpo capaz de detener el tiempo. Pone una placa en el tocadiscos, el volumen muy bajo. Viejo Sinatra: My Funny Valentine. Decididamente el chaval tiene gancho. Piel oscura y satinada y lacios cabellos negros al inclinarse sobre la moqueta color vino revolviendo discos, luciérnagas en una bahía musical. Este tipo puede hacerte daño, C. C., ten cuidado.

Incorporándose, se suena las narices limpiamente con los dedos, deja caer el material en el cenicero y se frota las manos en las nalgas. De nuevo se queda mirando la máquina de escribir, como hipnotizado. Enciende un cigarrillo, teclea un poco en la máquina, da unos pasos, no sabe qué hacer, se aburre, va a la estantería y saca un libro al azar, vuelve a la mesa. Pone un folio en la máquina, se sienta, abre el libro y empieza a teclear lenta y aplicadamente, con los dedos índice de cada mano, copiando del libro.

Anoto escrupulosamente estos pormenores porque son de suma importancia, como se verá más adelante. (N. del t.)

Probablemente es la primera vez que este chico se enfrenta a una máquina de escribir. El flexo abatido proyecta en su cara el polvo luminoso de un sueño trivial, un deslumbramiento enternecedor de analfabeto. Teclea por el gusto de hacerlo, torpemente, sin reparar en el sentido de lo que copia del libro: el volumen, poco usado, se resiste a permanecer abierto y las páginas van pasando solas, impulsadas por su propia tendencia a cerrarse -sin que el entusiasta mecanógrafo lo advierta- de modo que el texto transcrito al folio será forzosamente una mezcla de frases, o de fragmentos de frases, pilladas en distintas páginas y en capítulos diversos. Un poema del azar, probablemente.

El tipo escribe tres folios, ensimismado, con una paciencia digital de afilador. Luego se cansa y se pone en pie, vuelve a dejar el libro en la estantería y sale del estudio. Al poco rato regresa vestido, apaga el tocadiscos, se guarda unos cigarrillos en el bolsillo, apaga la luz y se marcha, esta vez a la calle: oigo la puerta del piso cerrándose despacio.

Una hora después también yo estoy en la calle. Amanece un día luminoso, nada hace pensar que habrá tormenta.

1 octubre

Almuerzo con Beatriz, Óscar y Jorge. La Mosca, sin alas, patitiesa, yace panza arriba en la mesa de Cal Juanito. ¿Qué podríamos hacer por ella?, dice Beatriz. Aroma de setas asadas, el ronco tumulto en la voz de Óscar, la piel color lluvia otoñal de Beatriz, la confortable, meliflua sonrisa de Jorge Herralde.

«¿Sabéis lo de C. C.?», fue la pregunta, un poco por cambiar de tema, pero no recuerdo quién la hizo.

Era el primer soplo del huracán y había llegado a través del teléfono, artefacto caro a la gauche divine.

– ¿Qué ocurre?

– La noticia circula desde primeras horas de la mañana -gruñe Óscar-. Una collonada. Parece que C. C, excitadísima, ha llamado por teléfono a Gimferrer anunciándole que acaba de hacer un descubrimiento: un novísimo en novela, un novel inédito, al parecer amigo suyo.