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– Saltarán cuando yo diga.

Jadeando un poco, el teniente se paseaba de nuevo alrededor del potro con los brazos en jarras. El sargento, furioso, en tres zancadas se situó detrás de la formación farfullando amenazas y escrutando los cogotes pelados de los reclutas como si quisiera taladrarlos con los ojos: «Os voy a meter otro pelado a navaja que se os verán los sesos.» El teniente le reclamó la fusta y se golpeó con ella los tacones altos y bruñidos de las botas, examinándolos a la patacoja, pensativo. Son las botas, se dijo a regañadientes, lamentando no habérselas quitado. El sargento carraspeó a su lado:

– Son las botas, mi teniente. Pesan lo suyo. Debió quitárselas antes de venir.

– Sé muy bien lo que pesan mis botas, sargento.

– Con su permiso, yo que usted me las quitaría -dijo el suboficial con la voz neutra, rasposa-. Seguro que el problema está ahí…

– No hay ningún problema con las botas, sargento. Estoy calculando mal la distancia, eso es todo.

– Ah, si es eso -concedió el sargento-. De todos modos, mi teniente, esos tacones, y además el correaje y la pistola…

– Vamos a dejarlo, sargento.

Una bandada de frenéticas gaviotas sobrevoló las porquerizas y los cerdos arreciaron en sus chillidos.

El sargento Lecha no se daba por vencido:

– Con su permiso, mi teniente -añadió con talante reflexivo-, se me acaba de ocurrir una cosa… ¿Y si ponemos el potro más lejos?

El teniente lo miró en silencio y, mientras se frotaba vigorosamente la barbilla dolorida, esbozó una mueca de fastidio. «Soy yo el que debe situarse más lejos», murmuró lanzando un guiño de complicidad al pelotón: «Siempre más lejos, ¿verdad, muchachos?» Algunos reclutas asintieron sonriendo, en especial el grupito de sabihondos pelotillas barceloneses -Malet, Marés, Molist, Munné-, y el teniente añadió: «Me está bien empleado, por confiarme. Bien, a la tercera va la vencida.»

Respiró hondo llenándose los pulmones de brisa marina. El sol empezaba a calentar. Sintió una dolorosa punzada en la cadera y la súbita impresión de tener una pierna más corta que otra. Se echó el gorro sobre la ceja, saludó jovialmente a la formación y, dando media vuelta, regresó con el paso largo y resuelto al punto de salida. Delgadas y melodiosas voces de ánimo se elevaron desde la cola del pelotón, y el sargento tronó: «¡Al primero que vuelva a chistar le corto los huevos!» El sol se había desmarcado del cárdeno horizonte. Rayos sonrosados atravesaban las juntas de las cañas en las porquerizas y encendían los morros de los cerdos. Se hacía más sordo el rumor de las olas abajo en la playa invisible, un pedregal tiznado de alquitrán y de irisados pellejos de medusa como pompas de jabón.

Parado en el extremo del campo, el teniente Bravo avanzó el pie derecho inclinando el cuerpo hacia adelante, como los corredores de medio fondo, y escrutó la sumisa quietud del potro entornando los párpados. Tenso, con la cólera aplazada, se balanceó ligeramente, presto a dispararse. En cuanto logre el primer salto, pensó, los demás vendrán rodados. La cosa no tenía la menor pega, simplemente había que elevar los pies un poco más y evitar cualquier roce: saltaré con las botas y el correaje o no saltaré. En realidad, se decía el teniente, es una simple cuestión de centímetros…

En el pelotón se había hecho el silencio, Folch y los gallegos contenían la respiración mano sobre mano. El sargento ahuyentó a las gallinas con el pie y después se quedó inmóvil y como agarrotado mirando de soslayo al teniente -quería y no quería verle saltar-, que por fin arrancó a correr espoleándose con la fusta. Una mueca horrible y resolutiva torcía su boca y parecía ir más fuerte y más rápido, espoleándose con saña. Viéndole correr así, congestionado y con ojos de loco, el sargento y el pelotón presintieron esta vez no sólo el batacazo inmediato, sino también la magnitud del desastre que se avecinaba. Las botas del teniente parecían de plomo y pasarlas por encima del potro de gimnasia una tarea imposible. El salto fue, en efecto, peor que los anteriores, por cuanto toda la fuerza generada durante la carrera para obtener un mayor impulso sirvió precisamente para remachar aún más la escalofriante caída. El descalabro se produjo de forma tan rápida y contundente que dejó a todos estupefactos: visto y no visto, el teniente ya estaba en el suelo, peleándose consigo mismo en medio de una nube roja de polvo. ¿Cómo se podía encajar semejante morrazo sin decir ni pío?, se preguntaban los reclutas.

Con dolor intensísimo en el hombro, hematomas en la frente y en el pómulo, y un roto en el pantalón a la altura de la rodilla, que asomaba sangrando, el teniente permaneció unos segundos sentado en el suelo, jadeando, y luego rebrincó como un torero revolcado alejando a los subalternos.

– ¡Quietos, coño! ¡Me cago en la leche puta, quietos!

A decir verdad, nadie en la formación se había movido. Los gallegos especialmente, y el propio Folch, estaban paralizados por un vago sentimiento de frustración y de pena. Otros reclutas, más próximos al potro -Farías, Fisas, Faneca, Falcón- dieron por fin un paso al frente precipitándose en ayuda del teniente, y lo mismo hizo el sargento Lecha. Pero el teniente los frenó a todos aullando:

– ¡Que nadie se mueva o le meto un paquete! -El revolcón le había girado el pantalón de montar y lucía la bragueta casi en la cadera-. ¡Quieto ahí, sargento, no necesito nada!

El sargento se mantuvo apartado durante unos segundos, y luego, las manos a la espalda, mirando de reojo al potro, se acercó:

– Con su permiso, mi teniente, me parece a mí que este bicho tiene una pata torcida y que, al saltar, se mueve.

– ¡¿El qué, sargento?!

– La pata esa. ¿Se ha fijado?

– No, sargento, no me he fijado.

Los patos también se habían acercado, culeando, a picotear entre las pezuñas del potro.

– Y tiene una inscripción, ¿no la ha visto? -dijo el sargento-. Mire, mi teniente, aquí. Se lee muy mal.

Los reclutas miraban al sargento con una mezcla de curiosidad y de miedo. ¿Qué se proponía con tanta charla, hacer estallar al teniente? Éste terminó de sacudirse el polvo y de enderezar nuevamente su correaje, y no parecía hacerle caso. Entonces, con la voz compungida y susurrante, renunciando a hacerse oír, el sargento añadió:

– Y además hay un ratón.

El teniente se disponía a agacharse para recoger la fusta y suspendió el gesto.

– ¿Qué anda usted murmurando, sargento?

– Decía que hay un ratón escondido en el potro. Anoche lo vi, mi teniente. No es que el ratoncillo tenga nada que ver con saltar bien o mal, no digo eso; es para que usted lo sepa, con su permiso.

Se había acercado al teniente, que ahora lo miraba erguido y algo confuso, sin un parpadeo, reprimiendo la cólera.

– Está bien, sargento. Haga el favor de permanecer donde le he dicho. Y sin comentarios.

– A sus órdenes.

El sargento se apresuró a coger del suelo el gorro y la fusta, pero, intentando ganar tiempo, lo mismo que la vez anterior, antes de entregar ambas cosas al teniente esperó un poco, examinando su cara con respetuosa atención.

– Tiene usted sangre, mi teniente.

– ¿Dónde cojones ve usted sangre, sargento?

– Aquí, mi teniente, con su permiso -indicó la frente rasguñada y el pómulo, y añadió-: Con su permiso, es sangre.

– Narices. ¿Dónde está la sangre, eh? -tanteándose la frente el teniente-. ¡¿Dónde ve usted sangre, joder, dónde?!

Le arrebató de las manos el gorro y la fusta. Llegaba un débil cante moruno del otro lado de los barracones, el sonido de una armónica y luego voces de mando, y un repentino silencio; el viento intermitente traía el fragor y el olor a sal del oleaje, los cerdos afilaron sus gruñidos súbitamente y entonces los reclutas más analfabetos y torpes del pelotón, los más ineptos y asustadizos y negados para la milicia -los dulces gallegos, pero también Folch- tensaron los nervios y alzaron el mentón y adoptaron instintivamente la posición de firmes, sin que nadie hubiese dado la orden; algo en el ambiente lo aconsejaba, cierta distensión que la sangre había captado antes que la mente, una merma sutil en la autoridad del teniente. Y en esa espontánea posición de firmes, miraban en torno esperando alguna ayuda, que llegara una autoridad y mandara parar aquello, romper filas y todos a desayunar el cazo de agua sucia con sabor a café… Pero no era probable que se acercara ningún otro oficial del campamento. En lo alto del sendero, dos moros viejos que ocasionalmente hacían de pinches de cocina acarreaban una gran perola, y a un lado, asomado a la ventana del barracón-dormitorio, el gordo cabo furriel sacudía su manta seguramente plagada de chinches; ninguno de ellos prestó atención a lo que ocurría aquí en la explanada.