Cuando regresó al salón se detuvo. Una mujer de pelo completamente blanco, anciana pero todavía hermosa, de ojos como topacios, vestida con un anacrónico modelo del XIX, se había sentado al piano. Recibió aplausos cuando sus delgadísimos dedos escalaron las teclas, iniciando una tonada muy suave que él reconoció enseguida -«Tenderly»-, al tiempo que cantaba con la voz humosa de una buena imitadora de Billie Holiday.
Su forma de cantar fascinaba a Rulfo. Se quedó allí parado, deseando únicamente escucharla. La anciana pareció percatarse de su fervor, porque durante la pausa entre las estrofas le regaló el guiño de uno de sus densos y brillantes topacios.
Aquella música lo sumía en una ondulación de placer, un ensueño tan delicado como una filigrana de plata. Sin embargo, pese a que estaba pendiente de cada gesto de la intérprete, percibió algo con el rabillo del ojo. Se volvió y comprobó que, por casualidad, se encontraba de pie junto a una ventana. Lo que le había distraído era un movimiento en el cenador del jardín.
La escena que contempló allí retuvo su atención durante más tiempo del que había pretendido en un principio.
En el cenador se celebraba otra especie de fiesta, al parecer más interesante, a juzgar por las mujeres desnudas de nalgas lunadas y blancas como cruasanes sin cocer que se aglomeraban bajo las guirnaldas. Por alguna razón, le pareció importante contarlas: doce. Estaban tan juntas unas con otras que resultaba difícil saber qué hacían. Entre los resquicios de sus cuerpos vislumbró a una chica de vestido rojo y pelo negro. Creyó conocerla, pero no pudo recordar su nombre.
Y frente a ellas vio
algo más.
Se esforzó en averiguar qué era. Parecía una estaca enterrada en el césped. Y sobre ella, como clavado en la punta… Aguzó la vista. ¿Qué había?
¿Qué era aquello, por Dios? ¿Un muñeco roto?
La canción acabó con un arpegio cristalino y estalló una salva de aplausos que hicieron que Rulfo girara la cabeza. La anciana se inclinó y le envió un beso aéreo que él devolvió encantado. Cuando retornó a la ventana, alguien había corrido las cortinas.
Una pregunta, sin embargo, comenzó a asediarle. Una duda largamente postergada. Tenía mucha relación con lo que acababa de contemplar.
Deseoso de saber la respuesta, buscó a su alrededor y vio a un hombre gordo de cabellos blancos bebiendo champán. Se acercó a él, abrió la boca y emitió algunos sonidos desarticulados. El tipo lo miró con cierto desprecio y se apartó. Rulfo se maldijo a sí mismo por olvidar que había perdido la capacidad de hablar.
Alguien en el salón había empezado a recitar «El gusano conquistador» de Poe. En ese momento se sintió muy mareado. La luz comenzaba a ser derogada de sus ojos. Anduvo algunos pasos trastabillando hasta tropezar con otro hombre que no vestía de esmoquin sino una especie de largo caftán. El hombre le dijo algo y Rulfo intentó pedir disculpas, pero descubrió que ni siquiera sabía cómo hacerlo. Cayó al suelo de rodillas, entre una nubada de palabras inglesas. Mientras cerraba los ojos pensó en la pregunta que no había podido hacer.
Cada vez le parecía más urgente responderla, como si fuera vital, como si de eso dependiera su felicidad y su futuro y la felicidad y el futuro de muchos como él.
Siempre eran doce.
Doce.
Faltaba una.
Quería que alguien le dijera dónde estaba la que faltaba.
XII. EL DESPERTAR
Ballesteros alzó la cabeza tras auscultar la respiración del anciano.
– No está usted tan mal como cree, abuelo, así que no ponga esa cara.
El paciente esbozó una sonrisa, y su esposa, una viejecita menuda con gafas y rostro afilado, miró al techo y susurró algo en dirección a Dios. Pero Ballesteros pensó que Dios sí sabía la verdad: la insuficiencia respiratoria de aquel hombre había empeorado un poco, aunque no de forma preocupante. Además, lo mismo había ocurrido con el clima. Noviembre había comenzado con semblante hosco: gruesos nubarrones grises que no terminaban de cuajar en lluvia desfilaban por la ventana removidos por un viento helado. Tal circunstancia empeoraba invariablemente los bronquios de todos sus ancianos. Supuso que con una ligera modificación del tratamiento su estado mejoraría. A él no le ocurría lo mismo. Necesito algo más que una ligera modificación de tratamiento, pensó.
Devolvió la sonrisa que el matrimonio le dedicó al despedirse. Entonces sintió que los aceitunados y hermosos ojos de Ana lo contemplaban.
– Hoy trae usted mala cara -le dijo la enfermera cuando los ancianos se marcharon-. A ver, qué ha estado haciendo el fin de semana, confiese…
Lo deslumbraba con aquella semiluna de marfil sonriente enmarcada en su rostro moreno. Intentó bromear, como siempre hacía cuando hablaban a solas.
– Los lunes los he llevado mal toda la vida. En esto se nota que no he envejecido.
– Pero, no estará usted malo, ¿no?
Le quitó importancia al tema. Y lo hizo de manera muy simple, con un leve gesto y una sonrisa de confianza. Comprendió de repente que le resultaba muy fácil engañar. Todo el mundo le creía. Para evitar que supieran la verdad, para impedir que descubrieran las tinieblas que albergaba, solo tenía que sonreír y sacudir la cabeza. Eran los privilegios de la soledad y la profesión.
Se alegró de que la conversación y la entrada del siguiente enfermo quedaran interrumpidos a la vez por el teléfono. Su enfermera contestó, y él dispuso de cierto tiempo para cerrar los ojos. Aunque sabía que, si lo hacía,
el bosque
todo se repetiría de nuevo.
– Doctor.
– Qué.
Volvería a verla, como en los últimos días. Y todo sería espantoso.
– Es de parte del doctor Tejera, del Provincial. Quiere hablar con usted sobre un paciente ingresado.
el bosque era el sueño
Asintió y cogió el auricular. No era infrecuente que lo llamaran desde un centro clínico para comentarle el caso de alguno de sus enfermos, hospitalizado por cualquier motivo. Fuera como fuese, agradecía a Tejera aquel descanso: le serviría para dejar de pensar en la oscuridad que lo rodeaba.
Pero momentos después supo que estaba completamente equivocado.
Aquélla era la voz de la oscuridad.
El bosque era el sueño.
El mar, la vigilia.
Esta curiosa, doble certidumbre le asedió durante un tiempo impreciso. Si se dormía, si se hundía en la inconsciencia, todo quedaba quieto y sombrío. Era como encontrarse en medio de un bosque impenetrable. Pero al despertar se sentía flotando en un mar que cumplía casi todos los requisitos para serlo salvo la presencia de agua: respiración de olas, luz, balanceos, ausencia de peso. Entonces, en un momento dado, la luz se le convirtió en memoria.