– Perfecto.
De repente Raquel se quedó mirándola.
Ni siguiera me escucha. Tan solo me observa.
– Compruébalo cuando quieras. ¡Por favor, compruébalo…! Soy tu aliada… Me someto a tu voluntad, soy tuya…
– Es una decisión afortunada.
– No te burles de mí, por favor…
– ¿Burlarme…? ¿Quién se está burlando de quién…?
– Te he dicho que me someto a tu voluntad…
– Y yo he dicho: «Es una decisión afortunada. -Saga se volvió hacia las damas como exigiendo algún tipo de respaldo-. ¿Quién de vosotras cree que me burlo…? ¡Cómo puedes pensar semejante cosa, Raquel…! ¡De qué forma tan perversa lo entiendes todo…! ¿Dónde, en qué parte de mi cara o mis palabras, has percibido una burla? -La expresión de Saga era de suave reproche-. ¿Acaso quieres acusarme de tus propias culpas…? Te dije que tu hijo se encontraba bien, y aquí lo tienes. Te dije que no le haríamos daño, y no se lo haremos. A diferencia de ti, yo cumplo mi palabra. No me considero tan importante como para decidir por encima del grupo. No convierto mis juramentos en humo, como tú hiciste cuando te atreviste a procrear…
Raquel se había desmoronado. Solo las ataduras de flores impedían que cayese al suelo. Sus rodillas no la sostenían. Intentó, pese a todo, pensar con frialdad. El niño, de pie en el centro del cenador, inmensamente triste dentro de su túnica negra, la miraba.
No pierdas los nervios. No se atreverán a hacerle daño.
– ¿Quién se ha creído siempre más importante, más fuerte que ninguna? ¿Quién nos ha despreciado hasta el punto de intentar ocultarnos su traición…?
no lo tocarán. Lo decidieron. Lo decidieron.
– ¿Y ahora dices que me burlo…?
A él no. No se atreverán. No
Temblaba y lloraba sin control. El mundo que contemplaba era una lluvia de candelabros y bellas mariposas.
– No voy a caer en la trampa de enfadarme… -agregó Saga-. No, no voy a enfadarme por esto, como tú desearías. No voy a darte la excusa que necesitas para alimentar tu odio…
La música volvió a nacer en el interior de la casa: suaves valses. Como si ésa fuera la señal que esperaban, las damas comenzaron a retirarse. Saga se acercó a la muchacha y sonrió.
– Ya está todo dicho, todo hablado… Ya sabemos lo que podemos esperar de ti. Ahora debemos terminar. Confío en que por fin hayas comprendido que no tienes nada que temer de nosotras… -Por un instante ambas se miraron-. Ea, despidámonos con un beso… -A la muchacha aquella orden no le pareció más ni menos cruel que otras muchas. Inclinó el rostro (era bastante más alta que Saga) y acercó los labios. No sintió nada especial-. Oh, bésame mejor -pidió la joven, sonriendo. Raquel introdujo la lengua y permaneció un instante acorralando la tibia y quieta mucosa, acariciándola y aspirando su aliento. Luego Saga se apartó y habló en otro tono-. Cuánto daría por obtener de tus ojos lo que obtengo de tus labios. Pero tus ojos te superan con creces: no son cobardes, no besan nunca. Están ahí, invencibles, aferrados a sí mismos… Cuánto daría por quebrar esa dureza. O por poseerla. Pero ¿qué puedo hacer…? -Sonrió, casi como invitándola a responder a aquella ardua pregunta-. Te he oído decir: «Soy tuya». ¿Qué otra cosa puedo hacer…?
De improviso ocurrió algo.
Una sombra. Una certidumbre
abatiéndose sobre ella
como un halcón sobre la presa.
Fue como si los ojos de Saga se abrieran como dos cortinas y le permitieran vislumbrar durante una fracción de segundo lo que yacía detrás. Y lo que creyó ver allí la derrotó.
Quiere darme el último golpe, y todo lo que yo pueda hacer o decir es inútil. Aquel pensamiento oscureció su mente. No servirá de nada. Aunque me arrastre y le suplique. No hay remedio.
– He perdido la esperanza -dijo Saga con un suspiro-. No hay remedio.
Movió la cabeza tristemente. Raquel seguía mirándola con ojos aterrados.
Es inútil.
– Es inútil -dijo Saga y dio media vuelta.
De pronto el pánico la dominó. Tiró de las ataduras, desesperada.
– ¡Saga, mátame! ¡Mátame ahora mismo, por favor…! Jacqueline…!
Casi todas las damas habían desaparecido ya. Saga las siguió y. entró en la casa.
Solo la mujer obesa se había quedado rezagada. Se inclinaba hacia el niño con el medallón de macho cabrío colgando entre sus pechos.
– ¡Cada vez que me acerco, tú te alejas…! ¡Quédate quieto en algún sitio, que solo quiero hablar contigo, mocoso…! ¿Quién podría enfrenar a este potrillo…? ¡Ay, miras como una vaca frisona! ¡Qué ojos más grandotes…! ¿Sabes a quién te pareces…? A tu mamá, cuando nos miraba fijamente… Sí, igual que tu madre… No la de ahora, claro, esta estúpida llorona, sino la antigua, la verdadera… ¿La recuerdas?
– No -dijo el niño.
– ¡Pues tendrías que haber visto qué mirada…! Tú has salido a ella, te lo aseguro. Vas a ser un jovencito enloquecedor, ya verás. Las chicas no te dejarán en paz… Bueno, tu madre era muy mandona también, hay que reconocerlo… Ahí donde la ves, llorando como una idiota, y era de cuidado tu mamá…
– Mi madre no es idiota -dijo el niño.
– Es una forma cariñosa de expresarme… -De repente la mujer se incorporó de un salto y giró hacia la casa-. ¿Queréis hacer el favor de bajar la música…? ¡Así no se puede hablar…! -Resopló, se ajustó las gafas en el puente de la nariz, retornó al niño y sonrió con dientes manchados de carmín-. Se creen que a todas nos gusta bailar, y no es así. Algunas preferimos conversar, ¿no es cierto…? Lo único puro son las palabras. Solo los versos merecen la pena.
– Maleficiae… -gimoteó Raquel.
Deseaba que todo pasara lo más pronto posible, pero sabía que ni siquiera eso le sería concedido.
Todo pasaría muy lento.
– Maleficiae, por favor…
– ¿Quieres callarte y dejarme charlar un rato con el pequeño…? Qué pesada es tu madre… ¿Puedes soportarla…? Bah, no le hagamos caso, a ver si así se calla. ¿Sabías que existe un país llamado México? ¿Y sabías que en ese país vive una serpiente que tiene cuatro narices…?
– Es mentira -dijo el niño.
– Es más verdad que el mundo. Que se me rompan las bragas si miento. Cuatro narices. Me pregunto para qué querrá cuatro: ¿olerá cuatro cosas diferentes a la vez…? Se llama nauyaca, y es capaz de comerse a sí misma…
– Ma-male-ficiaeee… No…
– Te haré una pregunta… -Cogió la carita del niño entre sus manos de uñas pintadas-. ¿Quieres dejar de mirar a tu mamá…? Odio que no me escuchen cuando hablo, guapo… Voy a hacerte una pregunta, presta atención: ¿qué es lo único que jamás podría comerse una serpiente que se comiera a sí misma?
– La cabeza -respondió el niño.
– ¡Eso es! ¡Qué listo eres…!
– Por fa fa-vor… Por…
– ¡Cállate de una vez¡ -chilló la dama en dirección a la muchacha y susurró unas cuantas palabras inglesas. De repente Raquel sintió que seguía moviendo la boca, la lengua y la garganta, pero no lograba hablar. No emitía sonido alguno. Su llanto también había enmudecido-. Esto es otra cosa. Qué tranquilidad, qué silencio… ¡Oh, no pongas esa cara, pequeño, no le he hecho nada a mamá…! Solo le he quitado el sonido… Conocía un viejo verso sasánida en lengua pelvi que hubiera logrado lo mismo en menos tiempo, pero ya soy vieja y no lo recuerdo. No obstante, mejor esto que nada… ¡Pero, mírala…! Ahora que no puede gritar, no quiere cuentas con nosotros, ¿te has fijado…? ¡Qué falta de consideración, cerrar los ojos…! -Recitó otro verso, esta vez en francés, y los párpados superiores de Raquel se abrieron y tensaron con la fuerza de muelles de acero, como amarrados a los balcones de las cejas. Sus ojos emergieron grandes, empavorecidos y quietos como gemas de ónice.
No podía cerrarlos.
No podía dejar de mirar. No podía gritar.
– Así está mejor -dijo la mujer, y se volvió otra vez hacia el niño.