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Rulfo, que permanecía quieto en el umbral como una puerta de carne, se sintió incapaz de apartarse cuando el cuerpo del anciano llegó hasta él. Entonces Rauschen abrió los ojos

la puerta

y lo miró.

– ¡Déjalo pasar! -balbució una voz desde el infinito. Era César. Acababa de bajar en aquel momento y asistía horrorizado a la escena-. ¡No lo toques! ¡Déjalo…!

Rulfo se apartó mecánicamente, casi sin proponérselo, comprendiendo que ya estaba condenado para siempre. Porque la mirada que le había dirigido aquel rostro clausurado constituiría -lo supo en ese mismo instante- uno de esos secretos prohibidos por la lógica y el lenguaje (está vivo) que se encierran inútilmente en la memoria durante toda una existencia (está vivo, está vivo, Dios mío) y jamás son revelados, ni expresados, ni tan siquiera recordados conscientemente.

Ya estaba condenado, y lo supo: ya poseía un secreto.

El cuerpo de Rauschen pasó junto a él con lentitud de niño que nace, giró en el pasillo y continuó su horrible peregrinaje.

De repente comprendieron adónde se dirigía.

la puerta se cerró

Lo siguieron como acólitos de un extraño ritual en el que Rauschen fuera el único sacerdote. Por fin lo vieron detenerse frente a la puerta del misterioso cuarto y empujarla. Las luces del techo se encendieron. Rauschen entró.

La puerta se cerró en silencio.

Aquel silencio les pareció mucho peor que todo cuanto habían experimentado hasta entonces. Pálido como la nieve sobre un cementerio, César dio dos pasos hacia la puerta. Pero Rulfo lo detuvo.

Sugiero que

– Espera, no…

no miréis más, signor Milton.

Su ex profesor replicó algo ininteligible; algo que, por extraño que fuese, nada tenía que ver con Rauschen sino con la poesía. Luego, con un gesto violento, apartó a Rulfo de su camino, se acercó a la puerta y la empujó. Rulfo sospechó que ya no era el destino de Rauschen lo que importaba a César: quería seguir descendiendo, deseaba contemplar el abismo desde el borde, ese abismo del que le había hablado, y, quizá, arrojarse de cabeza a él.

vacío

Entonces lo vio detenerse y mirar hacia el interior de la habitación iluminada al tiempo que se llevaba la mano a la boca para reprimir un grito o un vómito, y supo con total certeza que contemplar lo que había más allá, lo que estaba sucediéndole a Herbert Rauschen (cuyo denso silencio se le antojaba casi más insoportable que la visión de su cadáver animado) era otra forma de morir. Sin embargo, también se dio cuenta de que cualquier intento por su parte de evitar mirar sería fútil.

Estaba condenado

vacío, oscuridad

para siempre, al igual que César.

Vacío. Oscuridad.

– Escucha: a Susana debemos protegerla. Tú tenías razón. Debemos protegerla. Ya inventaré algo… Le diré algo que le afecte. La obligaré a dejarme.

El interior de la cabina del avión que los llevaba a Madrid al amanecer estaba casi a oscuras. Los pasajeros aprovechaban para dormir antes de enfrentarse a la ciudad, pero ellos se sentían incapaces de cerrar los ojos.

No podían hacerlo, porque sabían que dentro de sus párpados aguardaba Herbert Rauschen.

Rulfo sospechaba que se quedaría para siempre allí, en la oscuridad orgánica de sus pupilas, en las esquinas y pliegues de sus cerebros, esperando cada noche el definitivo instante en que el sueño los venciera para volver a brotar, con sus tristes gemidos y su dolor de réprobo, de condenado eterno.

– Tenías razón… -repitió César-. Debemos apartarla de esto.

Sentado junto a Rulfo había un hombre desconocido.

El ex profesor, ex amigo, ex diablo.

El César que representaba a Sade; que jugaba a blasfemar en ceremonias de drogas y parejas intercambiables en la oscuridad; que sonreía con llamas en los ojos sintiéndose «elegido». El César de los misterios y prodigios, del ateísmo fácil, del sadismo de alcoba. Aquel individuo había desaparecido de repente. El hombre que ahora se sentaba junto a él tenía la expresión exangüe y asombrada de las víctimas que fallecen en momentos imprevistos: durante un acto de amor, en plena calle, al entrar en casa. Sobre su cabello y su rostro el tiempo había arrojado, de golpe, la arrugada nieve de diez años más.

– ¿Y tú, qué harás? -preguntó Rulfo.

César lo miró como si la pregunta le pareciera inexplicable.

– ¿Yo? Supongo que lo mismo que tú: intentar defenderme… Me he llevado de casa de Rauschen un CD grabado con todos los archivos que he podido extraer de su disco duro. El castigo al que le han condenado… Ese terrible castigo, es la prueba, tiene que serla, de que se convirtió en un peligro para ellas… ¿Por qué? Intentaré descubrirlo. Quizá halle la forma de… No sé… Trataré de ser una espina difícil de tragar, aunque no creo que eso les importe demasiado… -Su voz se hizo débil, casi un susurro-. No son seres humanos, Salomón. Ignoro si lo fueron alguna vez, pero han perdido esa cualidad. Podrán ser muy hermosas y bailar bajo el sol de la Toscana, pero no son mujeres, ni hombres, ni cosas vivas…

– ¿Qué son?

César pareció considerar gravemente aquella pregunta.

– Brujas -murmuró-. Quizá podamos llamarlas así. No tienen nada que ver con el culto al diablo, pero puede que ese nombre las defina con exactitud. «Musas» me parece más espantoso. No, no… -Sacudió la cabeza de un lado a otro, con fuerza-. No puedo pensar en ellas como «musas»… Y, a pesar de todo… ahora estoy seguro de que la poesía nos ha engañado…

La voz de la sobrecargo anunció que estaban aproximándose a Madrid, pero ni César ni Rulfo la creyeron. Para ellos, aquella información era falsa. No estaban aproximándose a ninguna parte: continuaban en la oscuridad, en el espacio irrespirable.

Seguían contemplando a Rauschen de pie en aquella piscina de azulejos. Y veían cómo las tijeras y bisturíes se desprendían como tallos de sus piernas y los hematomas y heridas se angostaban hasta desaparecer. Y sus huesos escupían los clavos que los penetraban y los orificios se cerraban tras ellos. Y su corazón volvía a latir, y la sangre se derramaba y desaparecía por el tragante, y la piel se cerraba sobre la sangre como una escotilla sobre el oleaje. Y la lengua cortada regresaba a su raíz dentro de la boca con gestos de culebra. Y los pulmones, con un soplo de hojarasca removida, respiraban otra vez. Y Herbert Rauschen, tras el impenetrable silencio de su enésima muerte, recobraba la voz y podía, al fin,

gemir

y regresaba a la cama y se tendía boca arriba antes de sumergirse en la rigidez del nuevo día.

No era la primera vez que lo torturaban, lo habían comprendido de repente. No era la primera vez que lo mataban.

Sumido en la desesperación, Rulfo había intentado hacer algo, pero César había impedido que colocara la almohada sobre el rostro del anciano. «No podrás matarlo», le había dicho. «Es decir, sí, lo asfixiarás… y el verso de Milton lo revivirá una y otra vez, ¿es que no lo entiendes?»

Una y otra vez. Incluyendo la conciencia. Incluyendo la cordura. La sensibilidad de cada una de las células. Listas para ser devoradas de nuevo.

Qué se siente cuando un verso te destroza sin límite.

– La poesía nos ha engañado -continuó César con su voz átona-. Piensa en unos niños que jugaran con un misil sin saber para lo que sirve. Dirían, por ejemplo: «Qué bellos colores tiene». A partir de entonces construirían objetos parecidos. Seguirían sin conocer su peligro real, pero no les importaría. Todo lo contrario, les parecería maravilloso jugar con artefactos tan bonitos. -Hizo una pausa. El avión inició el descenso-. Los niños se llamaron, entre otros, Virgilio, Dante, Shakespeare, Milton, Hölderlin, Keats… Ellas los veían jugar y los animaron a seguir jugando… porque, de repente, uno de esos artefactos funcionaba… Y el niño que lo había fabricado no lo sabía… Sí, hasta mi abuelo les interesó, sin duda… ¿Acaso los versos de poder han de ser los más estéticos, los mejores…? No. Trabajamos con la muerte cada vez que hacemos poesía. Coqueteamos con el horror cada vez que hablamos… Palabras y palabras dichas al azar. Imagina cuántas: las de un loco, las de un niño, las de un actor en el teatro, las de un criminal, las de su víctima… Palabras formando la realidad… Sonidos que pueden destruir o crear. Un suelo de sonidos, un mundo de sonidos donde la poesía es el máximo poder… ¿Qué ocurriría si tú o yo fuéramos capaces de controlar ese mundo tan frágil, Salomón…? Es casi lo mismo que preguntarnos qué sucedería si nos convirtiéramos en dioses. Y eso es lo que son ellas. -Un leve golpe les indicó que habían aterrizado. La voz de César, sin embargo, siguió en el aire un instante más-. ¿Sabes…? Tenían razón los que creían que la poesía era un regalo de los dioses…