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– No te muevas -dijo Nieves Aguilar con otra voz, sin separar los labios.

Pero no era ella quien hablaba. Era el hombre que había detrás.

En primer lugar, no le gustaba aquella mesa de centro. La hubiese tirado por la ventana, se habría enfadado con Pablo si él hubiera traído a casa algo así, una burda imitación de madera noble. Por si fuera poco, llena de polvo. Sin embargo, cuando se sentó en el sofá amarillo (qué mal gusto, Dios mío) obedeciendo las órdenes de Impermeable, hizo todo lo posible por concentrarse en aquella mesa. La repasó con la mirada una y otra vez, como si la acariciara. Era su atadura con lo cotidiano, lo normal, lo que nada tenía que ver con. los momentos que estaba viviendo. Sobre aquella mesa su conciencia podía tenderse y reposar.

El resto de la realidad se había hecho pedazos.

El impermeable negro con capucha del que sobresalían aquellas cañerías plateadas y huecas, aquellos círculos negros, había saltado desde el bosque antes de que ella pudiera entrar en el coche y le había ordenado que desandara el camino y regresara a la casa. Y eso había hecho. Al entrar en la casa se había topado con Quirós. Y ya está.

Por lo demás, se sentía atrapada como por la mano de un gigante, pero no tanto como para no poder rezar a Dios Padre, Todopoderoso, creador de los abismos y las cúspides. Y eso hacía. Era una burda imitación de rezo, pero no se le ocurría otra cosa: rezaba para que Dios la dejase hablar, no para que Dios la escuchara.

– Os vi pasar antes -decía Impermeable-. Estaba sentado en esa silla. -Señalaba con aquellas prolongaciones de metal una silla tan vulgar como la mesa, de asiento de tela descolorida y patas alabeadas-. Te estaba esperando, Quirós, desde que contestaste a mi llamada.

Nos conoce, pensó ella interrumpiendo sus oraciones. O solo a Quirós. Lo cual quería decir que quizá no la conocía a ella, porque ella no conocía del todo a Quirós. Impermeable tenía una voz ridícula, casi afónica, como malgastada por continuos chillidos, y entorpecida por un resfriado. Pero qué otra cosa se podía esperar de una figura así, tan enana, con aquel plástico negro empapado cubriéndola como una choza.

– Tengo información sobre vosotros -dijo Impermeable.

– Y yo sobre ti -repuso Quirós, que no se había movido desde que ella lo viera al entrar en la casa.

Entonces Impermeable se quitó la capucha. Debajo apareció (sorpresa) una cara redonda, mofletuda, de labios rojizos.

– El fotógrafo -dijo Quirós-. El gordo de las bermudas.

– Debo hacer constar que me llamo Guante, Juan Guante. Si se lee mi nombre a la inversa suena igual: Naug Nauj. Sobra el «Et», pero es una partícula copulativa que puede, y debe, ser suprimida sin perjuicio alguno del conjunto. A fin de cuentas, un guante se vuelve del revés.

Ahora que podía ver su rostro, o que le podía poner rostro a las palabras de Impermeable, se percataba de todo lo demás: era un hombre bajito y gordo (pero de eso no tenía la culpa), bajo el impermeable no parecía llevar gran cosa y lo que sujetaba no eran dos tuberías plateadas. ¿Cómo se le había ocurrido semejante estupidez? A ella, precisamente. Esto es la realidad, se dijo, y la palabra tuvo en su cerebro efectos de vértigo.

Entre los truenos se introducían remotas protestas. Ladridos.

– Ese es mi perro -dijo el señor Guante-. Se llama Fuc. -Dejó el nombre en el aire un instante, como para que Quirós y ella lo asimilaran a su gusto-. Lo he dejado atado a un tronco bajo la lluvia y, claro, su nerviosismo es comprensible…

Entonces sucedió, aunque no supo muy bien por qué. En los prehistóricos tiempos de su adolescencia le ocurría lo mismo en las norias de los parques de atracciones. Pero ¿por qué en esta casa, sentada en un sofá? Quizá era el frío: estaba empapada, la enorme chaqueta de Quirós envolvía sus hombros como una esponja rebosante. Se dio cuenta de que Impermeable y Quirós se volvían hacia ella a la vez y la miraban como solían hacer sus padres cuando sufría uno de esos resfriados que le impedían ir al colegio y la hacían disfrutar, desde la cama, de los días lluviosos y grises. Quizá se habían percatado de su inclinación en el asiento, pero necesitaba obligar a su sangre a que regresara a la cabeza. Una cabeza sin sangre era peligrosa.

– ¿Se siente mal? -preguntó, amablemente, el señor Guante.

– Déjala irse. -Quirós se había movido unos cuantos pasos.

– No, no, ni hablar…

– No dirá nada, te lo aseguro.

¿No decir nada? ¿Sobre qué?, se preguntaba. ¿Sobre lo sucedido en la cueva? Por supuesto que no diría nada, sobre todo si él no quería. Haría todo lo que Quirós le dijera. Ya no albergaba dudas sobre ese aspecto de su vida.

– Se siente mal. -Se enfadaba Quirós-. ¿Es que no lo ves?

– No, de verdad -aseguró ella sonriendo.

– No se siente mal -señaló el señor Guante-. Además, los dos han venido y los dos se quedan -añadió, y sus palabras fueron subrayadas por dos ladridos.

Era cierto que no se sentía mal: flotaba en el espacio, simplemente. Oía llover desde una insondable infinitud que, más que a la distancia, se asemejaba a la indiferencia. ¿Queréis saber cómo es la realidad?, pensaba explicarles a sus alumnas de Valdelosa en cuanto tuviera ocasión. Sus alumnas, que la mirarían y escucharían sentadas en sus pupitres, vestidas con sus limpios uniformes. Mirad. He aquí cómo son las cosas cuando por fin suceden: esta casa, estas ventanas que la lluvia golpea, este sofá amarillo, este hombre calvo y gordo con botas de alpinista y olor a impermeable húmedo… En cierto modo, ¿no es un privilegio asistir a la realidad en butaca de primera fila?

Pero había conseguido convencerles. Ahora ya no estaban tan pendientes de ella. Hablaban entre sí. ¿De qué? Apoyó los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, como cuando estudiaba. Intentó concentrarse.

– ¿Le has hecho algún daño a la niña? -preguntó Quirós, y aquella pregunta sí la comprendió. Y se alarmó.

– No la he tocado, y ya me toca tocarla… Llevo demasiado tiempo con ella. Más de dos semanas. Pasó por aquí un lunes de madrugada. Yo estaba sentado en esa silla y la vi, porque no suelo dormir nunca. Además, ya me había fijado en ella. Suelo hacer fotos en el albergue de Igg, así elijo. Pero es la primera vez en mi vida que el material viene a mi casa. Mahoma, la montaña, ya sabes. En cierto modo, claro. Otras necesitaban una excusa, una cita para unas fotos, cosas así. Con ella solo tuve que salir, dar unos cuantos pasos y traerla.

– Pero su colgante apareció a kilómetros de aquí -dijo Quirós.

– Lo dejé yo -dijo el señor Guante-. Quería que me arrestaran.

– Buena idea, imbécil -afirmó Quirós-, pero olvidaste dejar huellas.

– Quería que me arrestaran con un poquito de esfuerzo -precisó el señor Guante sin ofenderse-. Luego me arrepentí.

– Y abandonaste su mochila en la otra carretera y su ropa en la casa de un sordomudo.

– Eso fue porque recibí instrucciones. Cuando la traje, no sabía que era la hija de Julián Olmos. Había metido la pata. Pero se preocupan mucho por mí, Quirós, a veces demasiado. No quieren perderme porque no tengo sustituto. Me dijeron lo que tenía que hacer para que el asunto se calmara y yo pudiera dedicarme a lo mío. A lo de siempre. Accedí, pero por otra razón. Ellos querían películas, yo quería sus historias.

– ¿Qué historias? -preguntó ella.

Volvieron a mirarla, y lo que vio en sus miradas no le gustó: como si no entendieran qué hacía entrometiéndose en asuntos de hombres. Eso le dio fuerzas. Todo en aquella casa se le antojaba incomprensible, desde la mesa de centro hasta la (escopeta, sí) cosa que sostenía el señor Guante. Todo, salvo el machismo. Eso era terreno conocido: tenía experiencia con Pablo, no le asustaba.

– Las que ella escribe, ¿verdad? -insistió, y esa vez miró fijamente al señor Guante.

– Descubrí sus cuadernos al registrar la mochila -dijo el hombrecillo-. También estaban los libros de Guerín, pero a mí me interesaron sus cuadernos… Usted es su profesora, ¿no? Ella me ha hablado de usted… -Soltó una risita sin sonido-. A usted le entregaba lo que quería… Versiones censuradas. -Se detuvo. Sus labios temblaron-. ¡Pero usted no la conoce! ¡No sabe de lo que es capaz…! ¡No sabe, no puede saber!