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Ascendieron un trecho en silencio. Los árboles marchaban en hilera, las columnas de hormigas parecían quietas: Quirós ponía cuidado de no pisarlas. Caminaba con una mano en la visera del sombrero, mirando hacia abajo. La mujer miraba hacia arriba. De vez en cuando él se detenía como para aguardarla, lo cual no resultaba necesario porque la mujer iba mucho más rápido y era más ágil, pero a Quirós le parecía que debía hacerlo. Alcanzaron una meseta flanqueada por árboles. El camino continuaba. Se oyó un débil anuncio de tormenta. De repente la mujer dio un grito.

Mientras se volvía hacia ella Quirós recordó una escena similar en otra carretera, días antes, y creyó comprender que entre ambos gritos se extendía algo, un trayecto extraño y oscuro. Pero aquel pensamiento fue fugaz, duró menos de lo que su mano tardó en moverse.

– Cálmese, ya se ha ido…

– ¡Lo siento! ¡Era enorme! ¡Se posó en mi brazo…!

– Ya se ha ido. -Quirós temblaba un poco, como si hubiese heredado el miedo de ella.

– Soy una tonta. Mecachis. Qué tonta soy…

– Los miedos no son tonterías -dijo Quirós-. Ni eso tampoco -agregó. Era como si las nubes estuvieran construidas con piedras y algo las derrumbara-. Tenemos que darnos prisa, la tormenta está encima… ¿Se siente mejor? Pues vamos, seguro que falta poco…

Mientras la mujer recobraba la tranquilidad, Quirós miró hacia los árboles y vio la casa. Era una granja más, con una valla de madera, un porche de paredes cuarteadas y un aparcamiento con techo de cañas. Una de las ventanas tenía corridas las cortinas, la otra no. En algún sitio ladraba un perro.

Pero en ese instante la casa no le importó.

Más allá continuaba la carretera que habían abandonado y un brazo del sendero desembocaba en ella. Quirós escogió el otro, angosto y pendiente, con unos peldaños de piedra que favorecían la ascensión pero no la atenuaban. Hizo algunas paradas para recuperar el resuello. El viento se había convertido en el amo y señor. También tenía su lado agradable: el sudor que empapaba su frente se secaba pronto. Al llegar a un repecho la mujer dijo:

– Espere. -Señalaba el horizonte, hacia el mar, pero apuntaba a un lugar menos vasto.

Quirós se asomó y lo vio: el campanario, casas blancas, una torre irguiéndose en el litoral y el espigón en el lado opuesto. Por casualidad, o por deseo de un ente supremo y desconocido, el atardecer había abierto una brecha entre las nubes (breve tregua, a juzgar por los retumbos que se acercaban) y el sol se desplomaba, oblicuo, sobre el centro del pueblo. Allí está, se dijo Quirós, el «Casco Histórico». Por fin.

– Hermoso, ¿verdad?

– Mucho -repuso Quirós mirando a la mujer.

Una mirada puede cambiarlo todo, y de forma tan brusca.

Fue, quizá, al alzar Marta el rostro enrojecido y contemplar él sus lágrimas. Sin duda, ella percibió el cambio, porque recobró cierta serenidad. «Vamos a calmarnos», le dijo. Parecía invitarlo a sentarse y discutir una importante cuestión. Pero Quirós la miraba inexpresivamente. La toalla se había desprendido con los gestos, aunque ella no quería soltarla. No por el momento. Terminaría haciéndolo, quizá. Se arrastraría hacia él sin ninguna defensa. Haría algo terrible o insignificante. Por lo pronto, la sujetaba contra sus pechos como si fuera lo único que le quedaba, y alzaba el rostro, desafiante. Ambos seguían de pie, en medio estaba la cuna. Al tiempo que amanecía, brotaban gemidos desde las sedas. Ellos continuaban muy quietos, mirándose. Solo la voz de ella se movía.

– Escucha, se me ocurre algo… Llévala a casa de mi hermano, él la adoptará, la cuidará… Al canalla de su padre puedes decirle, simplemente, que preferí matarla antes de entregársela. Tú habrás cumplido con tu trabajo y Aldobrando nunca se enterará…

– No puedo hacer… -comenzó él.

– ¡Sí puedes! Dentro de ti hay algo que es bueno. No importa lo que hayas hecho o para quién trabajes… Eso es la superficie… Lo supe esta noche, cuando estuvimos juntos… El hombre que vive dentro de ti es bueno… Haz lo que te pido, por favor. Hazlo por ese hombre que tienes dentro de ti. Si no, jamás te lo perdonarás. -Quirós dio un paso hacia ella. Ella retrocedió, le dio la espalda (desnuda por detrás, seguía sujetando la toalla), buscó algo en un cajón. Una tarjeta. Se la mostró-. Son los datos de mi hermano… Llévasela. Él lo comprenderá. Conoce mis circunstancias… Sabe que, al casarme con Aldobrando, firmé una sentencia… Aceptará a mi niña: su mujer y él están solos… Por favor…

Quirós seguía mirándola. La tarjeta temblaba.

De repente ella cometió su único error. Pero él no se lo reprochó: ¿quién podía permanecer firme, inalterable, como una torre, frente a aquella colosal amenaza? De modo que cuando ella gritó: «¡Te pagaré!», él no la odió por eso. Sin embargo, naturalmente, era un error. Porque, a diferencia de lo que ella pudiera pensar, él hacía muchas cosas gratis. Todo, en realidad. ¿Quién podía comprar su servidumbre, su humillación? Nada ni nadie podía sobornar al guardián, y ella tenía que haberlo sabido.

Aún le tendía la tarjeta. Quirós la cogió con la mano izquierda y llevó la derecha a la garganta de la mujer. «No puedo hacerlo», dijo. Cuando apretó, la toalla se deslizó de las manos de ella y cayó a sus pies. Estaba acostumbrado a vidas más duraderas: la de Marta se apagó de inmediato. Murió mirándole, casi sorprendida. Quirós no desvió la vista. Luego cargó con el cuerpo, salió de la casa y se dirigió al acantilado. Aldobrando le había dado órdenes muy precisas: tenía que arrojarla a ese mar del que se dicen tantas tonterías, pero del que nadie, nunca, jamás, ha visto regresar a un muerto.

Contempló cómo las olas adoptaban a Marta. Luego observó la tarjeta que aún sostenía: «Ernesto Serrano», decía el nombre. La dejó caer al mar.

En el viaje de vuelta, mientras llevaba a la niña a casa de Aldobrando, recordó lo que Marta le había dicho cuando él le preguntó su nombre.

– No he querido que lleve el apellido de ese criminal. Se llama Tina Serrano.

Se preguntaba quién la había calumniado, quién le había dicho a la policía aquella mentira infame. ¿Fernando? No: lo ignoraba todo acerca del grupo. Mario y Mónica quedaban descartados por la misma razón. Quizá la Maestra, o puede que la hermosa Paz, la todopoderosa paz, que así le devolvía las miradas que ella le dedicaba a Borja, porque cada cual tiene su manera de vengar los celos.

El enigma la había estado obsesionando durante todo el día anterior. Aquella tarde, con el descanso de la noche a sus espaldas, decidió cambiar el rumbo de sus paseos. En lugar de ir hacia la Nada, que ya lo era por completo, se dirigió a la torre árabe. Y al tiempo que alcanzaba la pared de piedras erguidas en la arena se sintió por primera vez dueña de la situación.

No había sido un recorrido fácil. Al principio todo había saltado por los aires, y entre las ruinas de sí misma apenas había sido capaz de encontrar un resto y proseguir. Porque la vida era un trabajo, lo mismo daba que ella fuera «joven», como decían sus tíos. La vida era como el soldado que hace guardia en una garita o el vigía que otea en el barco: si perdías fuerzas, fracasabas. Y el cansancio la había invadido hasta tal punto que, cuando decidió que se marcharía con el autobús a primera hora del viernes, sintió como si todos los cordajes que la habían apuntalado hasta ese instante cedieran bruscamente. Deseó, a diferencia de otras ocasiones felices, estar muerta. No morir: estarlo.

Pero eso había sido el miércoles. Aquella tarde de jueves, sobre todo durante su paseo a la torre, vio las cosas de otra forma.

Se detuvo bajo la sombra de la torre y contempló el mar. En algún punto del horizonte se hacía intercambiable con el cielo, ambos grises y rebosantes. Tina estuvo observando largo rato aquel punto indeciso.