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– Gaos. -Quirós se plantó ante él-. Has metido la pata hasta la corva. No es él.

– Tenemos pruebas. Somos policías, no lo olvides, y trabajamos con pruebas. Nosotros no ahondamos, Quirós: rascamos en la superficie y, si encontramos algo, lo aceptamos hasta que otro hallazgo nos hace cambiar de opinión. No profundizamos más. Lo que haya debajo, al fondo del todo, si es que hay algo, no nos importa. Somos funcionarios: nos basta con funcionar. Hablando de funcionar, ¿alguien quiere apagar eso?

Sonaba un móvil. No el de Casella, como en un principio pensó Quirós llevándose la mano a la chaqueta. Contestó Centeno, que se lo pasó a Quirós.

– ¿Para mí? -Centeno afirmó con un gesto. Por un instante, sin saber por qué, a Quirós se le ocurrió la absurda idea de que podía tratarse de Pilar.

– ¿Quirós? -Una voz quejumbrosa-. ¿Eres tú, Quirós?

– Sí, don Julián.

En el auricular se desplegó uno de los silencios alfombrados de Olmos. Quirós casi podía verlo sentado en su despacho, el pelo níveo y las cuatro medallitas destellando en la solapa de la chaqueta bajo una luz que solo lo iluminaba a él. El silencio se interrumpió, pero ahora quien hablaba era el secretario Pedro Correa.

– El señor Olmos me pide que sea yo quien le diga esto, ya que, ante la magnitud de lo ocurrido, no dispone de fuerzas suficientes. Procedo a leerle las palabras del señor Olmos. -Correa hizo muchos preámbulos: carraspeos, chasquidos con la lengua, profundas inhalaciones. Pero no dotó a su lectura de ninguna inflexión. Su voz brotó como desde una máquina-: «Si me buscas, me hallarás muerta. ¿Recuerdas, Quirós? Parece que se ha cumplido. Ya han mirado dentro de la caja, han hallado la ropa, han arrestado a un sospechoso. No me creerías, no me creerías si te contara el grado de mi dolor, hasta dónde llega y cuánto abarca. -Al tiempo que escuchaba, Quirós bajó la vista y observó que Gaos se había levantado y vuelto a sentarse con un grupo de polaroids en una mano enguantada. Empezó a barajarlas. Quirós esperaba ver cualquier cosa típica del espectáculo "esnupi", pero le sorprendió encontrar, tan solo, imágenes de una chica rubia sentada en un sofá amarillo chillón junto a una ventana. La chica estaba vestida de negro. Le llamó más la atención el sofá, por su color-. Ya han mirado, Quirós, ya han mirado dentro de la caja y han visto todo cuanto había que ver. Como te dije, estaba preparado. Me queda la tranquilidad de saber que las cosas se han terminado sin más complicaciones. Puedes dejar el trabajo, tal como deseabas. Te haré llegar el cheque. Solo espero que la encuentren pronto. Quiero velarla en la memoria.» Aquí terminan las palabras del señor Olmos.

– Muy bien -dijo Quirós.

– ¿Las ha entendido? ¿Quiere que le repita algún párrafo?

En las polaroids todo había cambiado: de repente, un escenario rojo, cuerpos tumbados, miradas que no veían nada. Gaos las repartía, Arcedo y Centeno las recogían. Parecían jugar a las cartas. Quirós dijo que no y colgó.

– Se acabó. -Exhaló un suspiro. Gaos alzó la vista de las fotos y lo interrogó con la mirada-. El trabajo. Ya puedo dejarlo.

– ¿Te han despedido? Pues dedícate a vivir la jubilación, pringado, y déjanos en paz a los que todavía tenemos que seguir currando.

Se marchó en silencio, sin mirar a los tres hombres, que seguían distribuyendo fotos sobre la mesa. Regresó al hostal descendiendo por las cuestas sin dejar de lanzar suspiros. Le parecía que había recorrido un largo trecho hasta llegar a aquel punto. Luego se detuvo, se quedó parado un instante. Vio un bar y decidió beber algo. Iba a pedir una copa de vino cuando sonó su teléfono, pero no el suyo sino el de Casella. Se le había olvidado entregárselo a Gaos. Tampoco se acordaba de lo que debía decir. Contestó atropelladamente:

– La… laca… La caja… de marfil…

Nadie respondió pero no colgaron. Me cago en la leche, pensó Quirós, no lo he dicho bien, se ha olido algo. Salió del bar con el teléfono en la mano. Escuchó una respiración, luego una voz chirriante:

– ¿Quién eres?

Quirós no contestó. Pasaron dos viejas que lo miraron. La llamada se cortó.

Reemprendió el camino mientras libraba una batalla interior. ¿De qué serviría decírselo a Gaos?, pensaba. Debería ir a esa cueva yo mismo. A fin de cuentas, ahora se cree a salvo porque sus amigos han podido endilgárselo todo a un pobre diablo… Quizá se crea tan a salvo que decida arriesgarse y lleve el material. Al menos, podrías atrapar a ese cabrón. Incluso… ¿quién sabe? No has mirado dentro de la caja. Aún no has mirado dentro de la caja.

Tales cosas pensaba la mitad de Quirós. La otra mitad meneaba la cabeza: Ya has dejado el trabajo, decía. Regresa con Pilar y olvídate del asunto. Decidió obedecer a esta mitad, que le parecía más sensata.

Pidió la llave en recepción al hijo de la señora Ripio y le dijo que le fuera haciendo la cuenta. Se marcharía después de almorzar. El chico lo miró con expresión absorta y alzó el dedo apuntando hacia la terraza. Quirós vio a la mujer sentada a una mesa. Se alegró, pero al acercarse la notó tensa.

– Le estaba esperando -dijo ella-. Quiero que me acompañe esta misma tarde a una cueva de la sierra. Es el lugar donde fue Soledad antes de desaparecer. -Quirós se quedó mirándola-. Si es preciso, le pagaré.

Vio a Marta sentada frente a él, casi en la misma postura que la mujer, con una mesa entre ambos. ¿Nunca hace nada gratis?

Sí. Puedo mirar dentro de la caja.

LA CAJA

16

Ella le regaló una cristalina carcajada cuando él le dijo que, en lo que al aspecto se refería, había salido a su madre.

Había llegado ese momento de ciertas veladas en que los comensales demuestran que la comida es una simple excusa. Ella le había resumido su vida. Él, al principio renuente, había empezado a contar la suya. Un peligroso silencio se acercaba: de esa clase en que dos personas se sienten próximas sin necesidad de mirarse o hablar, y en que es preciso tomar decisiones. Pero nada hacía preverlo: ella había puesto música, un cantautor repetía un estribillo (Ven, esposa, del Líbano), y en las pausas quedaba el mar. Su rumor se alzaba desde el acantilado y penetraba por la plateada ventana de la terraza.

– Intenté entrar en el ejército, o en la policía, pero no me daba la gana de estudiar.

– ¿Y al final? -preguntó Marta, divertida.

– Terminé haciendo lo mismo que con mi padre -dijo Quirós.

– ¿Romper tuberías?

Cuando volvió a verla reír, la acompañó. La risa de ambos fue como si se tomaran de la mano y caminaran un rato. Ella dijo:

«Sospecho que no tiene una familia que mantener, porque, si no, su mujer no pararía de quejarse». «Vivo solo», replicó él. Y retornaron a la seriedad. A Quirós las horas se le pasaban volando. No quería mirar el reloj pero sabía que la medianoche había quedado atrás hacía mucho tiempo. Nunca lo hubiera imaginado. ¿Qué hacía él cenando con aquella mujer elegante, culta y algo achispada por el alcohol? Su sentido del deber le ajustaba la máscara a ratos.

– Creo que… -murmuró ella cuando el final del disco les despojó de una coartada para el silencio-… aún le queda una cosa de mi ex marido por llevarse, ¿verdad?

– Sí -dijo Quirós-, pero esperaré.

Sonrieron. Luego ella se levantó a quitar el disco. Sus pasos producían el mismo ruido que arrojar flores al suelo.

– Puede llevársela ahora mismo, si quiere. Puede llevárselo todo, hasta la casa. No quiero nada de ese monstruo.

– Esperaré -repitió Quirós. Podía ver su traje oscuro, o más bien su espalda barrida por los cabellos rubios.

De repente ella se volvió, y a él casi le asustó la mortal seriedad que flotaba en su rostro.

– No me gustaría pasar la noche sola

Pensó después que en aquel momento había pensado que, total, ella ya no era la esposa de Aldobrando y él no cometía falta alguna accediendo. Bien podía permitirse concluir aquel trabajo con un placer de propina. Sin embargo, se equivocaba. O se mentía a sí mismo para barnizar lo sucedido con una pátina de indiferencia. En aquel momento no había pensado eso. En realidad, no había pensado nada. La vio allí de pie, se levantó, fue hacia ella y la besó. Y lo más increíble -eso sí lo pensaría después- fue comprobar que ella parecía haberlo esperado y no se movió cuando él se acercó, incluso abrió los labios recibiéndolo. Si se hubiese parado un solo segundo a meditar las consecuencias, no la habría besado. Pero a esas alturas le resultaba casi imposible pensar, incluso imaginar.