Quirós iba a responder cuando vio al barbudo y las pelirrojas pasar junto a él. Se despidió de M.C. Carnicero, que pareció contrariada de no tener a nadie a quien hablarle de sus perros, y los siguió.
Caminaban deprisa, sabían adónde se dirigían. Quirós tenía que mantener un buen ritmo para no perderlos. De repente echaron a correr, y Quirós también. A punto estuvo de estrellarse contra alguien que corría en dirección contraria, una mujer que se sopló las puntas del cabello, lo miró con odio y siguió corriendo. Decidió proseguir más despacio. Al llegar al paseo vio a las pelirrojas en la arena, camino del espigón. Llevaban el equipo de buceo. El barbudo las seguía con aire satisfecho.
Los helicópteros rasgaban el aire. Al mar, sin embargo, no parecía importarle: estaba sereno, las olas flácidas, la espuma frágil como un vestido de papel.
– Brindo por la libertad. -Marta alzó la copa-. Fui yo quien le pedí la separación, y no me arrepiento.
Apenas tenía apetito, porque no comía cuando trabajaba, pero no quería desairarla y probaba algunos bocados. Había decidido aceptar su invitación, y ahora ya no podía echarse atrás.
Una hora antes, mientras cogía aquel pisapapeles con forma de ángel, la había oído llorar (comprendió que estaba algo borracha -las caipirinhas-). Ella le explicó que, aunque se alegraba de romper con Aldobrando, no podía evitar sentirse sola. ¿Le importaría quedarse a cenar con ella? La vio freír filetes, poner un mantel, encender velas, servir vino. Eran casi las doce de la noche. Tenía que haber terminado su trabajo mucho antes, pero seguía en aquella casa del acantilado, con la mujer, escuchando el mar, escuchándola.
– Me enamoré de Humberto porque me gustaban sus poemas. Era joven y virgen, también algo idiota. Virum non conosco. -Parecía estar hablándole a la copa, y seguro que la copa (pensaba Quirós) la entendía más que él-. Y él era rico, guapo y poeta. Aunque no me creas, fue lo de poeta lo que más me atrajo. Ser poeta lo convertía, a mis ojos, en un príncipe de cuento. Además, se le notaba entusiasmo. Me decía que quería escribir lo que de verdad tenía por dentro. Por dentro era otro, decía. Y tenía razón. No me dejaba ir nunca a aquella casa en el campo. Un día que él no estaba, me entró curiosidad. Hallé un sótano. Encontré las cámaras, los focos, el escenario, el suelo manchado… Luego descubrí las cintas de vídeo. Al salir llamé a mi abogado y pedí el divorcio. -Bebió al mismo tiempo que lloraba, de manera que a Quirós le pareció que las lágrimas caían en la copa y regresaban, sin pausa, hacia sus ojos-. Hijo de puta. No solo había adolescentes: a veces niñas de corta edad… Eso era lo que tenía por dentro. -Miró a Quirós-. ¿Por qué trabaja usted para él? ¿Por qué trabaja para gente así? Parece usted buena persona. Emana de su mirada una autoridad bondadosa. ¿Por qué trabaja para degenerados como Aldobrando?
Quirós, que no esperaba tener que hablar, se trabucó.
– Si le soy totalmente honesto…
– Le pagan, ya lo sé -interrumpió ella-, pero ¿no ha hecho nunca nada gratis, señor Quirós? Perdone mi impertinencia, creo que me ha sentado mal la bebida. ¿Quiere algo de postre? -Quirós no quería. Marta lo miró sonriendo-. ¿Ha terminado ya con la lista de las pertenencias del cabrón de mi ex marido? ¿Falta algo?
– Falta una cosa-dijo Quirós-, pero puede esperar.
Hizo esfuerzos por no recordar, intentó bloquear alguna puerta, pero en la cabeza no tenía puertas. O bien todas se habían abierto de golpe y el pasado, como la brisa, lo traspasaba.
La pelirroja más joven, de pie en un extremo del espigón, se había quitado la ropa; no solo la blusa y los pantalones cortos: estaba desnuda, podía verle la línea de las nalgas. Alzaba los brazos mientras el barbudo la señalaba con un palo, quizá era el snorkel Las otras dos preparaban algo, podía ser el traje de buceo.
Pensó: Habrá que esperar a que se quede solo. Dio media vuelta y se dirigió al hostal. Se oían sirenas, aspas de helicópteros, coches de policía con las luces parpadeantes. Por el camino su teléfono repicó.
La camarera morena estaba en recepción. Quirós aprovechó para darle más dinero. La chica se negaba a aceptarlo. «Te lo debo, por cuidarla como la cuidas», insistió él. Le preguntó cómo estaba.
– Muy bien. Se ha pasado toda la mañana leyendo esos libros nuevos. ¿Va usted a subir? Le dará una alegría.
Tengo la extraña impresión de que escondo algo terrible.
A veces quisiera escribir sobre eso, pero no soy libre para hacerlo. Nadie lo es. Quien escribiese sobre lo que realmente es, sobre lo que oculta, haría una historia que no podría ser publicada. ¿Cómo hundirme en mí mismo, cómo desnudarme el alma para escribir con absoluta sinceridad? No vale la pena ensuciar un papel si no descendemos a esa mina. Creo que todos los escritores mienten. Los hay que narran sus duras experiencias y los que inventan, los que pretenden contar las cosas «como sucedieron» y los que deciden imaginarlas, pero ¿quién escribe lo que tiene en su corazón? Sería horrible hacerlo, es cierto, solo Dios sabe lo que anida en el mío. Pero en ocasiones desearía, aunque me arrepintiera mil veces, hundir la pluma en este pecho, hurgar, mojarla con lo que encuentre…
Las letras goteaban de sus ojos. Dejó de leer. Se quedó pensativa. Desde la borrosa foto de la solapa de La granada de Proserpina, Manuel Guerín parecía leerla a ella. A juzgar por aquella imagen, había sido feo, de ralo pelo canoso, nariz de berenjena y ojos hundidos bajo un tupido techo de cejas. Y no era más atractivo como escritor. Tenía muchas ínfulas, eso sí. Cierta breve estancia en París, cierta ventaja mental sobre sus paisanos y el combustible de su amor por Carmela Cruz (todos los libros estaban dedicados a ella) le habían hecho añorar la inmortalidad literaria, eso se notaba. Pero no lo había logrado. Era mediocre. A la muchacha podían haberle gustado aquellos cuentos mal estructurados y de final absurdo, pero la muchacha era una adolescente. Ella, en cambio, dotada de sabiduría y de mayor edad, los juzgaba como fantasías de un viejo nostálgico y un pasado irrepetible.
Y lo que era peor: ya conocía todos los libros de Guerín que le había enviado el padre Toro (ejemplares pésimos, algunos tenían páginas desprendidas, otros estaban mal impresos) y no había hallado ni un solo indicio del lugar al que, supuestamente, se había marchado la muchacha aquella mañana.
«No sé si están todos los que había en la caja de cartón -le decía el padre Sebastián Toro en una nota adjunta con caligrafía temblorosa-, quizá falte alguno, pero estos son los que he podido conseguir. Dios te bendiga, hija, no te levantes cada mañana sin darle gracias, porque Él es quien hace que el sol salga, las plantas crezcan y la vida continúe.» Falta uno, pensó. El más importante, el que trastornó a Soledad. El que la hizo marcharse de madrugada después de llamarme.
Se rascó la cabeza, tenía que lavársela, no se la lavaba desde la enfermedad y su pelo era poco agradecido y enseguida mostraba indicios de dejadez. Se lo había sujetado en un moño pequeño. El cuarto estaba bien, en cambio: lo había ordenado. Safiya había cambiado las sábanas, olía a limpio y había luz. ¿Qué día era? Quizá martes. En cuanto pudiera se vestiría, se daría un baño, iría de nuevo a ver al padre Toro. Tenía que conseguir el libro que…
Llamaron a la puerta.
– Pasa, Safiya -dijo.
Entró Quirós.
Al pronto se quedó inmóvil, pero enseguida buscó el refugio de las sábanas. Quirós parecía un armario de patas cilíndricas, un sutil autobús parado en medio de su precioso dormitorio.
– He venido a ver cómo estaba hoy.
– Bien -dijo ella con frialdad-. ¿Qué eran esas sirenas?
– Un incendio -dijo Quirós tras una pausa.