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– Mala cosa -dijo Quirós.

– Muy mala -convino Gaos. Se levantó y se acodó sobre el mapa mientras engullía una aceituna. Escupió el hueso en una mano y se llevó la otra a la sien-. Brum, bruuum, ya está aquí el secador otra vez. ¿No lo oye nadie…? Ya sé que no. Es el vino. -Señaló un punto en el mapa-. Mañana traeremos perros y helicópteros. Solo tenemos que hacer un arresto para que su santidad quede satisfecho, ¿eh, Centeno? La muchacha puede aparecer más tarde. Pis, pas: con un arresto acertarás. Por cierto, desde hace tiempo sospechamos que hay un «esnupi» trabajando en la zona, ¿lo sabías?

Quirós se quedó mirándolo.

– ¿Estás seguro?

– Nos lo han dicho los jefes, ellos sabrán. Pero todo indica que tienen razón. Es bastante bueno, a juzgar por su clientela, y está bastante loco, a juzgar por el material que hemos visto…

Quirós sentía algo parecido al miedo. No pensaba en la muchacha sino en la mujer: se veía a sí mismo diciéndole que la encontrarían, que todo saldría bien. Pero, si lo que Gaos insinuaba era cierto, no existía la menor posibilidad de que las cosas salieran bien.

– ¿Lo sabe don Julián?

– ¿Para qué darle la noticia? -Gaos escupió otro hueso-. ¿Para que mate al mensajero? Y eso no es todo. Tu querida Tina, la gordita de los piercings, nos dijo que el verano pasado se esfumó una mochilera sueca que también se hospedaba en el albergue. Se llamaba Ancha.

– Anja, con jota -dijo Centeno.

– Haremos «prospección inversa», página ciento setenta y seis del manual de inspectores de la brigada. Empezaremos con Ancha y tiraremos hacia atrás, a ver qué encontramos. Pero, en confianza te digo: «esnupi» sumado a adolescentes desaparecidas igual a mierda pura. Es infalible.

A Quirós le costaba tragar el bocado que masticaba.

– Pensé que ya nadie se dedicaba a las películas desde que…

– ¿Desde que te cargaste a Casella y Aldobrando? Menudo pringado eres. Las snuffs son uno de los negocios más florecientes, Quirós, espabila. Están implicados muchos peces gordos: políticos, policías, directores de cine, fotógrafos, agentes de artistas, productores de televisión… O son «esnupis» o las compran, por eso a todos les interesa callar. ¿Sabes cuál es el último sistema que utilizan para comunicarse entre sí? Nada de líneas seguras ni ordenadores finos… Intercalan frases en las telenovelas. Créeme, pueden hacerlo: hay guionistas que trabajan para ellos, y, como son telenovelas, se puede meter cualquier morcilla sin que a nadie le extrañe. Encienden el televisor y la ven. Un protagonista dice algo en clave sobre cualquier cosa: un «esnupi» nuevo que ofrece pelis de gran calidad, o sobre otro al que han arrestado. O bien es el «esnupi» quien recibe información privilegiada sobre si la policía anda cerca… Son frases raras que solo ellos pueden entender…

Carlos Escorial, recordó Quirós de repente.

Cuando se disponía a leer el primer libro, su móvil le arrancó el silencio.

– Hola -canturreó la voz-. Te llamé esta mañana, pero habías desconectado.

Ocurrió algo extraño: durante horas había estado imaginando cómo transcurriría aquella conversación, cada momento, las frases, los monosílabos. Pero la realidad fue muy distinta.

Se oyó a sí misma contestar estúpidamente, con el libro aún abierto en su regazo: «Es que quería dormir». En sus labios, como una burbuja, casi se habían formado palabras de disculpa. ¡De disculpa!

– Mírala -dijo Pablo-. Mientras su marido se asa de calor en Madrid, la señora se permite el lujo de estar en la cama a las doce del mediodía, y en la playa…

– Sí.

– ¿Te pasa algo?

Por fin lo percibía. ¿En qué instante del trayecto?, se preguntó. ¿Al cabo de cuántos latidos? ¿Es posible que tales detalles sirvan como medidas del amor? Lo peor fue comprender que, pese a todo, aquella pregunta hipócrita la complacía.

– No ha sido mi mejor fin de semana, Pablo -dijo al fin.

Se lo contó: la fiebre, la postración, las llamadas. Sabía que al hacerlo le estaba regalando algo muy preciado -su orgullo- pero ya no tenía ganas de castigarlo. Cuando terminó, aguardó su reacción. Le sorprendió advertir que era él quien se enfadaba.

– Así que me llamaste varias veces… ¿Y por qué no dejaste ningún mensaje, vamos a ver? Yo te hubiese llamado enseguida. ¿Es que quieres controlarme a distancia, Nieves? ¿Quieres que obedezca tus deseos sin tener siquiera que decírmelos? ¿Soy adivino para saber si estás enferma, o quieres hablar conmigo? -Ella no decía nada. Solo escuchaba. Él prosiguió en otro tono-. Desconecté el móvil el fin de semana para que no me molestaran del periódico, ya sabes cómo son. El dolce stil nuovo de este verano consiste en llamamos a cualquier hora y encargarnos cosas. En agosto solo nos hemos quedado unos cuantos idiotas y tenemos que suplir el trabajo de todos. Por supuesto, tampoco contesté en casa. En realidad, me fui al campo.

Ella dijo:

– Al campo.

– Sí, quería pensar, relajarme y pensar. Di un paseo el sábado y lo repetí el domingo. No es lo mismo que estar en la playa, ya lo sé, pero ayuda. -Detectó la segunda intención del comentario. Se mordió el labio para no replicar-. Pajaritos, un riachuelo, unos troncos, plantas olorosas… -De repente, el chasquido de su risa-. Pero el domingo tuve que regresar corriendo a casa. ¿Sabes por qué? Me pasó igual que a ti: me cayó mal algo que había comido… Siempre nos pasan cosas parecidas. Los dos hemos estado en la cama este fin de semana, ya ves.

– Sí. -La diferencia, pensó ella, es que en la mía estaba yo sola.

– ¿Doña Nieves? ¿Admites un empate?

La rabia le había quitado la voz.

Comprendió que él tenía razón, desde luego. Su lógica era aplastante: si no hubo comunicación, no hubo culpa. Ella tenía que haberle dejado un mensaje. Pero no estoy pidiéndote tu lógica aplastante, pensaba. No necesito para nada tu… lógica aplastante.

– …de menos, mientras paseaba -le oyó decir-, y casi te vi, te lo juro, casi pude verte. Estabas junto a mí, también en el campo, y me decías… o me ordenabas…

Narra bien, pensaba ella. Me gustan sus narraciones. Él contaba y ella escuchaba sus cuentos. Ya no somos lo opuesto sino lo único. Una sola carne, un solo cordero abierto en canal.

Dejó los libros de Guerín a un lado y se levantó. En el lavabo apagó los últimos rescoldos de las lágrimas.

– … porque lo cierto es que te quiero.

– Y yo a ti -dijo frente al espejo.

Decidió no contarle nada sobre la muchacha cuando él le preguntó. Quirós le había pedido que fuera discreta, y eso haría. No era que desconfiara de Pablo en ese aspecto, pero ocultarle cosas le parecía, ahora, casi una forma de justicia.

Recordó a Quirós. Me gustaría verle, se dijo. Necesitaba su tranquilizadora, rotunda presencia. La lógica de Quirós no era aplastante, no le ofrecía razonamientos, ni siquiera hablaba bien (la verdad sea dicha, apenas hablaba). Pero ella añoraba su circunspección, su sinceridad, hasta su burda cortesía… Necesitaba más que nunca de todo eso.

– Pues yo sí tengo información que darte -dijo Pablo entonces-. La que me pediste sobre ese presunto detective…

Sintió el inexplicable deseo de decirle que se detuviera, pero mientras lo pensaba le oía hablar.