Изменить стиль страницы

– Te contaré algo que me contó Manolo Guerín. Un día lo visité en esa casa que se hizo junto al mar. Ya estaba muy enfermo. Hablamos de todo lo que hablan dos hombres solos, te lo aseguro. Me quité el alzacuellos y le dije: «Hay no soy cura, Manolo. Vamos a hablar». Me quedé hasta muy tarde. Él tenía la muerte en los ojos. Estaba viviendo un infierno con el alcohol: mientras más bebía, peor se sentía, y eso le hacía beber más. Me dijo que recorría un laberinto que él mismo construía al caminar. Si no avanzaba, nunca hallaría la salida, porque no existiría; si retrocedía se toparía con el laberinto que había construido. Pero la salida no existía, porque lo único que hacía al caminar era construir más laberinto. «Vistas así las cosas», le dije yo, «lo mejor que podemos hacer es quedarnos quietos y confiar en Dios, Manolo». Él me respondió: «Eso hacen las plantas que tanto te gustan: no se mueven. Pero las personas buscamos una salida». -Contempló el fondo de la regadera y la volcó como si todavía esperase ver agua. Luego miró a Nieves Aguilar-. Intentaré… -De repente fue como si no recordara qué iba a decir. Murmuró-: Ba, ba, ba, ba… -Quizá tarareaba una canción, pensó Nieves Aguilar-. Intentaré averiguar…

Ella asintió en silencio, pero supo que el padre Sebastián Toro nunca averiguaría nada.

Quirós tenía un método para cumplir sus objetivos: no se los quitaba de la cabeza hasta cumplirlos. Así era Quirós. No planeaba con antelación, no meditaba en las consecuencias. Esperaba una oportunidad, tan solo.

La oportunidad se le presentó aquel miércoles.

Había bajado temprano. Mientras desayunaba en la terraza vio pasar al trío de pelirrojas. Ellas no lo miraron: iban en dirección a la playa cargando con toallas, bolsas y una sombrilla blanca con la punta roja como una nariz de payaso. Esperó. El barbudo no aparecía. ¿Será posible?, se preguntaba.

Dejó el desayuno, entró en el hostal, pidió la llave y subió las escaleras como si se dirigiera a su habitación, pero lo que hizo fue alcanzar el otro piso. Sabía su número, se lo había preguntado a la camarera. Tras la puerta se oían martillazos. Hizo girar el picaporte. Estaba abierta.

Era posible.

– Wer? -preguntó el barbudo. Estaba en traje de baño, de pie ante un escritorio, con un martillo en la mano derecha y una caja de madera en la izquierda.

Quirós pensó que disponía de tiempo, y que el ruido del martillo ayudaría. Cerró la puerta, cogió al barbudo de los mofletes y le estrelló la cabeza contra la pared. El barbudo empezó a proferir un garabato de cosas en un idioma incomprensible.

– Habla como Dios manda, Casella -dijo Quirós.

Solo tras agitarlo un rato el barbudo se avino a replicar:

– ¿Quién eres?

– Quirós -dijo Quirós.

Volvió a estamparlo contra el adobe y esa vez sí, esa vez lo vio poner los ojos en blanco.

Lo sostuvo de las peludas axilas, que le olían a perfume masculino francés con gotas de femenino, y lo arrastró hasta una silla. Buscó algo que tuviera forma de cuerda o ganas de serlo, y encontró la que ceñía su bañador. Tras atarle las muñecas echó un vistazo a la habitación: era más grande que la suya y que la de la mujer, con mucha ropa dispersa, una cama de matrimonio deshecha y toallas extendidas por el suelo. Sobre las toallas, varias correas. ¿Ahí duermen sus mujeres?, se preguntó. ¿En el suelo, como perras? Sintió deseos de matarlo, pero los postergó. Cerró la ventana. Vio una botella de whisky de importación y bebió un trago. El alcohol le ayudaba a pensar con más rapidez y hablar mejor.

El barbudo había despertado.

– No te conocía de vista. -Su acento estaba mezclado con otro, pero delataba un castellano de origen-. Creí que habías muerto. Ya nadie habla de ti.

– Estoy más vivo que tú, Casella -dijo Quirós ajustándose las gafas y el sombrero.

– ¿Cómo… has sabido…?

– El Casella que eliminé tenía un hermano gemelo que vivía en Alemania. Mis clientes nunca pudieron atraparlo. Tú te pareces bastante a tu hermano. No debiste dejarte la misma barba.

– ¡He venido a hacer submarinismo! -protestó el barbudo-. ¡Buscamos moluscos cerca del espigón, mi mujer, mis hijas y yo…! Un coleccionista nos paga por eso…

– Y luego los guardas en estas cajas con doble fondo que estás construyendo. -Quirós volcó una caja. Dos tapas cayeron al suelo-. Vamos, Casella, lo sé todo. El otro día te vi cabrearte porque te quitaron la telenovela… Era información, ¿verdad? Has venido a hacer tratos con un «esnupi». Quiero saber quién es. Y te advierto que no tengo toda la mañana. Qué pensarán tus pelirrojas si te hago lo mismo que a tu hermano…

Casella lo miraba con suma preocupación. Luego bajó la cabeza y pareció llorar.

– ¿Sabes cuál es el problema, Quirós? Que hace treinta años el erotismo era parte de la historia… Estaban directores como Pasolini, Borowczyc, Buñuel, Berlanga… Pero ¿ahora? La sociedad se ha vuelto puritana, aunque solo de nombre, y el sexo ha quedado relegado a productos mediocres, incapaces de levantársela al espectador medio ni siquiera con poleas. Vivimos una época de recesión erótica sin precedentes. De cara a la galería producimos, compramos y vemos películas asexuadas, vacías de todo contenido perturbador, pero por dentro estamos que estallamos…

Quirós no le escuchaba. ¿Dónde habrá metido las películas?, se preguntaba. Abrió los cajones de la cómoda, levantó el colchón, miró bajo la cama.

– Hemos regresado a los años cincuenta -seguía perorando Casella-, con el: «¿Tienes esta? ¡Te la cambio por esta otra!». Hemos perdido la sinceridad, la honestidad, la dignidad… ¡Si vieras lo que ahora se hace, lo que se llega a hacer, sin que la gente lo sepa! -Su ancha, abotargada cara se movía con los pasos de Quirós, como un girasol-. Puedo ofrecerte una en la que la chica rocía de gasolina a un vendedor a domicilio, le prende fuego y luego…

– Casella -dijo Quirós agarrándolo del cuello. Apretó-. Dime quién es el «esnupi». Contaré hasta tres, y si no me lo has dicho… -Se percató entonces de que Casella no podía hablar en ese estado. Le quitó la mano de la garganta y se la introdujo en el bañador. Le aferró los testículos por la base y dio un tirón-. Si no me lo has dicho…

– ¡No sé quién coño es, nunca lo he visto! ¡Él las secuestra y las filma, yo recibo instrucciones por televisión y espero su llamada en mi móvil…! Al contestar, tengo que decir: «La caja de marfil…»

– ¿Qué es eso?

– ¡Yo qué sé! -Casella estaba rojo; la voz le salía aflautada-. ¡Es la contraseña que exige, no sé qué significa…! ¡Si no se la digo, cuelga…!

– ¿Y luego?

– ¡Luego me voy a la sierra y recojo películas y fotos…! Hemos acordado tres lugares distintos: una cueva, un pozo y un pino… El otro día tocó en el pino; cuando vuelva a llamar, será en la cueva. ¡Por favor…!

El día en que los vi bajar de la sierra, pensó Quirós.

– Es un «esnupi» de los grandes -sudaba Casella-. Quizá el mejor. No te va a resultar fácil eliminarlo. Lo protegen muchos, incluyendo la policía… Su material es increíble. Está completamente loco, te lo juro. Sus películas ponen los pelos de punta, incluso a mí…

– ¿Para cuándo esperas su llamada?

– ¡Pronto! ¡Ya debería haber hecho la entrega! ¡Me dijo que tenía material nuevo!

Material nuevo, pensó Quirós. La hija de Olmos.

– ¿Dónde están las películas y fotos que compraste?

– ¡En el armario! -gimió Casella. Quirós le soltó los huevos y se dirigió allí. Al abrir la puerta vio un perro de peluche, sucio y roto, con una cuerda atada al cuello. Oyó un ruido. Casella estaba libre y esgrimía el martillo como un hacha-. iiGilipollas, me he soltado!! ¡¡No sabes ni atar, animal…!!

Quirós lo dejó acercarse, volvió a sujetarlo de la mandíbula, le hizo soltar el martillo y le estrelló la cabeza contra la pared. Casella sonreía en éxtasis, como un fanático en presencia de la verdad o un santo en el paraíso.