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Pasaron aquellos años en el caserón y cada vez más Julián vivía pendiente de ti, de tus progresos. Me hablaba de tus amigos, de una mujer llamada Clara de la que te habías enamorado, de tu padre, un hombre a quien admiraba y apreciaba, de tu amigo Fermín y de una muchacha en la que él quiso ver a otra Penélope, tu Bea. Hablaba de ti como de un hijo. Os buscabais el uno al otro, Daniel. Él quería creer que tu inocencia le salvaría de sí mismo. Había dejado de perseguir sus libros, de desear quemar y destruir su rastro en la vida. Estaba aprendiendo a volver a memorizar el mundo a través de tus ojos, de recuperar al muchacho que había sido en ti. El día que viniste a casa por primera vez sentí que ya te conocía. Fingí recelo para ocultar el temor que me inspirabas. Tenía miedo de ti, de lo que podrías averiguar. Tenía miedo de escuchar a Julián y empezar a creer como él que realmente todos estábamos unidos en una extraña cadena de destinos y azares. Tenía miedo de reconocer al Julián que había perdido en ti. Sabía que tú y tus amigos estabais investigando en nuestro pasado. Sabía que tarde o temprano descubrirías la verdad, pero a su debido tiempo, cuando pudieras llegar a comprender su significado. Sabía que tarde o temprano tú y Julián os encontraríais. Ése fue mi error. Porque alguien más lo sabía, alguien que presentía que, con el tiempo, tú le conducirías a Julián: Fumero.

Comprendí lo que estaba sucediendo cuando ya no había vuelta atrás, pero nunca perdí la esperanza de que perdieras el rastro, de que te olvidases de nosotros o de que la vida, la tuya y no la nuestra, te llevase lejos, a salvo. El tiempo me ha enseñado a no perder las esperanzas, pero a no confiar demasiado en ellas. Son crueles y vanidosas, sin conciencia. Hace ya mucho tiempo que Fumero me pisa los talones. El sabe que caeré, tarde o temprano. No tiene prisa, por eso parece incomprensible. Vive para vengarse. De todos y de sí mismo. Sin la venganza, sin la rabia, se evaporaría. Fumero sabe que tú y tus amigos le llevaréis hasta Julián. Sabe que después de casi quince años, ya no me quedan fuerzas ni recursos. Me ha visto morir durante años y sólo espera el momento de asestarme el último golpe. Nunca he dudado que moriré en sus manos. Ahora sé que el momento se acerca. Entregaré estas páginas a mi padre con el encargo de que te las haga llegar si me sucede algo. Ruego a ese Dios con quien nunca me crucé que no llegues a leerlas, pero presiento que mi destino, pese a mi voluntad y pese a mis vanas esperanzas, es entregarte esta historia. El tuyo, pese a tu juventud y tu inocencia, es liberarla.

Cuando leas estas palabras, esta cárcel de recuerdos, significará que ya no podré despedirme de ti como hubiera querido, que no podré pedirte que nos perdones, sobre todo a Julián, y que cuides de él cuando yo no esté ahí para hacerlo. Sé que no puedo pedirte nada, salvo que te salves. Quizá tantas páginas me han llegado a convencer de que pase lo que pase, siempre tendré en ti a un amigo, que tú eres mi única y verdadera esperanza. De todas las cosas que escribió Julián, la que siempre he sentido más cercana es que mientras se nos recuerda, seguimos vivos. Como tantas veces me ocurrió con Julián, años antes de encontrarme con él, siento que te conozco y que si puedo confiar en alguien, es en ti. Recuérdame, Daniel, aunque sea en un rincón y a escondidas. No me dejes ir.

Nuria Monfort

LA SOMBRA DEL VIENTO 1955

1

Amanecía ya cuando acabé de leer el manuscrito de Nuria Monfort. Aquélla era mi historia. Nuestra historia. En los pasos perdidos de Carax reconocía ahora los míos, irrecuperables ya. Me levanté, devorado por la ansiedad, y empecé a recorrer la habitación como un animal enjaulado. Todos mis reparos, mis recelos y temores se deshacían ahora en cenizas, insignificantes. Me vencía la fatiga, el remordimiento y el miedo, pero me sentí incapaz de quedarme allí, escondiéndome del rastro de mis acciones. Me enfundé el abrigo, metí el manuscrito doblado en el bolsillo interior y corrí escaleras abajo. Había empezado a nevar cuando salí del portal y el cielo se deshacía en lágrimas perezosas de luz que se posaban en el aliento y desaparecían. Corrí hacia la plaza Cataluña, desierta. En el centro de la plaza, solo, se alzaba la silueta de un anciano, o quizá fuera un ángel desertor, tocado de cabellera blanca y enfundado en un formidable abrigo gris. Rey del alba, alzaba la mirada al cielo e intentaba en vano atrapar copos de nieve con los guantes, riéndose. Al cruzar a su lado me miró y sonrió con gravedad, como si pudiera leerme el alma de un vistazo. Tenía los ojos dorados, como monedas embrujadas en el fondo de un estanque.

– Buena suerte -me pareció oírle decir.

Traté de aferrarme a aquella bendición y apreté el paso, rogando que no fuese demasiado tarde y que Bea, la Bea de mi historia, todavía me estuviese esperando.

Me ardía la garganta de frío cuando llegué al edificio donde vivían los Aguilar, jadeando tras la carrera. La nieve estaba empezando a cuajar. Tuve la fortuna de encontrar a don Saturno Molleda, portero del edificio y (según me había contado Bea) poeta surrealista a escondidas, apostado en el portal. Don Saturno había salido a contemplar el espectáculo de la nieve escoba en mano, embutido en no menos de tres bufandas y botas de asalto.

– Es la caspa de Dios -dijo, maravillado, estrenando de versos inéditos la nevada.

– Voy a casa de los señores Aguilar – anuncié.

– Sabido es que a quien madruga Dios le ayuda, pero lo suyo es como pedirle una beca, joven.

– Se trata de una emergencia. Me esperan.

– Ego te absolvo -recitó, concediéndome una bendición.

Corrí escaleras arriba. Mientras ascendía, contemplaba mis posibilidades con cierta reserva. Con buena fortuna, me abriría una de las criadas, cuyo bloqueo me disponía a franquear sin contemplaciones. Con peor fortuna, quizá fuera el padre de Bea quien me abriese la puerta dadas las horas. Quise creer que en la intimidad de su hogar no iría armado, al menos no antes del desayuno. Antes de llamar, me detuve unos instantes a recuperar el aliento y a intentar conjurar unas palabras que no llegaron. Poco importaba ya. Golpeé el picaporte con fuerza tres veces. Quince segundos después repetí la operación, y así sucesivamente, ignorando el sudor frío que me cubría la frente y los latidos de mi corazón. Cuando la puerta se abrió, todavía sostenía el picaporte en las manos.

– ¿Qué quieres?

Los ojos de mi viejo amigo Tomás me taladraron, sin sobresalto. Fríos y supurantes de ira.

– Vengo a ver a Bea. Puedes partirme la cara si te apetece, pero no me voy sin hablar con ella.

Tomás me observaba sin pestañear. Me pregunté si me iba a quebrar en dos allí mismo, sin contemplaciones. Tragué saliva.

– Mi hermana no está.

– Tomás…

– Bea se ha marchado.

Había abandono y dolor en su voz que apenas conseguía disfrazar de rabia.

– ¿Se ha marchado? ¿Adónde?

– Esperaba que tú lo supieses.

– ¿Yo?

Ignorando los puños cerrados y el semblante amenazador de Tomás, me colé en el interior del piso.

– ¿Bea? -grité-. Bea, soy Daniel…

Me detuve a medio corredor. El piso escupía el eco de mi voz con ese desprecio de los espacios vacíos. Ni el señor Aguilar ni su esposa ni el servicio aparecieron en respuesta a mis alaridos.

– No hay nadie. Ya te lo he dicho -dijo Tomás a mi espalda-. Ahora lárgate y no vuelvas. Mi padre ha jurado matarte y yo no voy a ser el que se lo impida.

– Por el amor de Dios, Tomás. Dime dónde está tu hermana.

Me contemplaba como quien no sabe bien si escupir o pasar de largo.

– Bea se ha marchado de casa, Daniel. Mis padres llevan dos días buscándola como locos por todas partes y la policía también.