Voy a por Bea. No me siga. Volveré pronto.
La certeza me había asaltado al despertar, como si un desconocido me hubiese susurrado la verdad en sueños. Salí al rellano y me lancé escaleras abajo hasta salir al portal. La calle Urgel era un río de arena reluciente del que emergían farolas y árboles, mástiles en una niebla sólida. El viento escupía la nieve a ráfagas. Anduve hasta el metro de Hospital Clínico y me sumergí en los túneles de vaho y calor de segunda mano. Hordas de barceloneses, que solían confundir la nieve con los milagros, seguían comentando lo insólito del temporal. Los diarios de la tarde traían la noticia en primera página, con foto de las Ramblas nevadas y la fuente de Canaletas sangrando estalactitas. «LA NEVADA DEL SIGLO prometían los titulares. Me dejé caer en un banco del andén y aspiré ese perfume a túneles y hollín que trae el rumor de los trenes invisibles. Al otro lado de las vías, en un cartel publicitario, proclamando las delicias del parque de atracciones del Tibidabo, aparecía el tranvía azul iluminado como una verbena, y tras él se adivinaba la silueta del caserón de los Aldaya. Me pregunté si Bea, perdida en aquella Barcelona de los que se han caído del mundo, habría visto la misma imagen y comprendido que no tenía otro lugar adonde ir.
3
Empezaba a anochecer cuando emergí de las escalinatas del metro. Desierta, la avenida del Tibidabo dibujaba una fuga infinita de cipreses y palacios sepultados en una claridad sepulcral. Vislumbré la silueta del tranvía azul en la parada, la campana del revisor segando el viento. Me apresuré y lo abordé casi al tiempo que iniciaba su trayecto. El revisor, viejo conocido, aceptó las monedas murmurando para sí. Me procuré asiento en el interior de la cabina, algo más resguardado de la nieve y el frío. Los caserones sombríos desfilaban lentamente tras los cristales velados de hielo. El revisor me observaba con aquella mezcla de recelo y osadía que el frío parecía haberle congelado en el rostro.
– El número treinta y dos, joven.
Me volví y vi la silueta espectral del caserón de los Aldaya avanzando hacia nosotros como la proa de un buque oscuro en la niebla. El tranvía se detuvo de una sacudida. Descendí, huyendo de la mirada del revisor.
– Buena suerte -murmuró.
Contemplé el tranvía perderse avenida arriba hasta que sólo se percibió el eco de la campana. Una penumbra sólida se desplomó a mi alrededor. Me apresuré a rodear la tapia en busca de la brecha derribada en la parte posterior. Al escalar el muro me pareció escuchar pasos sobre la nieve en la acera opuesta, aproximándose. Me detuve un instante, inmóvil sobre lo alto del muro. La noche caía ya inexorable. El rumor de pasos se extinguió en el rastro del viento. Salté al otro lado y me adentré en el jardín. La maleza se había congelado en tallos de cristal. Las estatuas de los ángeles derribados yacían cubiertas por sudarios de hielo. La superficie de la fuente se había congelado en un espejo negro y reluciente del que sólo emergía la garra de piedra del ángel sumergido como un sable de obsidiana. Lágrimas de hielo pendían del dedo índice. La mano acusadora del ángel señalaba directamente hacia el portón principal, entreabierto.
Ascendí los peldaños con la esperanza de que no fuese demasiado tarde. No me molesté en amortiguar el eco de mis pisadas. Empujé el portón y me adentré en el vestíbulo. Una procesión de cirios se adentraba hacia el interior. Eran las velas de Bea, casi apuradas hasta el suelo. Seguí su rastro y me detuve al pie de la escalinata. La senda de velas ascendía por los peldaños hasta el primer piso. Me aventuré escalera arriba, siguiendo a mi sombra deformada sobre los muros. Al llegar al rellano del primer piso comprobé que había dos velas más adentrándose en el corredor. La tercera parpadeaba frente a la que había sido la habitación de Penélope. Me aproximé y golpeé la puerta suavemente con los nudillos.
– ¿Julián? -llegó la voz trémula.
Así el pomo de la puerta y me dispuse a entrar, sin saber ya quién me esperaba al otro lado. Abrí lentamente.
Bea me contemplaba desde el rincón, envuelta en una manta. Corrí a su lado y la abracé en silencio. Sentí que se deshacía en lágrimas.
– No sabía adónde ir -murmuró-. Te llamé varias veces a casa, pero no había nadie. Me asusté…
Bea se secó las lágrimas con los puños y me clavó la mirada. Asentí, y no fue necesario que dijese más.
– ¿Por qué me has llamado Julián?
Bea lanzó una mirada hacia la puerta entreabierta.
– Él está aquí. En esta casa. Entra y sale. Me sorprendió el otro día, cuando intentaba entrar en la casa. Sin que le dijese nada, supo quién era. Supo lo que estaba pasando. Me instaló en esta habitación y me trajo una manta, agua y comida. Me dijo que esperase. Que todo iba a salir bien. Me dijo que tú vendrías por mí. Por la noche hablamos durante horas. Me habló de Penélope, de Nuria… sobre todo me habló de ti, de nosotros dos. Me dijo que tenía que enseñarte a olvidarle…
– ¿Dónde está ahora?
– Abajo. En la biblioteca. Me dijo que estaba esperando a alguien, que no me moviese de aquí.
– ¿Esperando a quién?
– No lo sé. Dijo que era alguien que vendría contigo, que tú le traerías…
Cuando me asomé al corredor, las pisadas ya se escuchaban al pie de la escalinata. Reconocí la sombra desangrada sobre los muros como una telaraña, la gabardina negra, el sombrero calado como una capucha y el revólver en la mano reluciente como una guadaña. Fumero. Siempre me había recordado a alguien, o a algo, pero hasta aquel instante no había comprendido a qué.
4
Extinguí las velas con los dedos y le hice una seña a Bea para que guardase silencio. Me asió la mano y me miró inquisitivamente. Los pasos lentos de Fumero se escuchaban a nuestros pies. Conduje a Bea de nuevo al interior de la habitación y le indiqué que permaneciese allí, oculta tras la puerta.
– No salgas de aquí, pase lo que pase -susurré.
– No me dejes ahora, Daniel. Por favor.
– Tengo que advertir a Carax.
Bea me imploró con la mirada, pero me retiré al corredor antes de rendirme. Me deslicé hasta el umbral de la escalinata principal. No había rastro de la sombra de Fumero, ni de sus pasos. Se había detenido en algún punto de la oscuridad, inmóvil. Paciente. Me retiré de nuevo al corredor y rodeé la galería de habitaciones hasta la fachada principal del caserón. Un ventanal empañado de hielo destilaba cuatro haces azules, turbios como agua estanca. Me acerqué a la ventana y pude ver un coche negro apostado frente a la verja principal. Reconocí el automóvil del teniente Palacios. Una brasa de cigarrillo en la oscuridad delataba su presencia tras el volante. Regresé lentamente hasta la escalinata y descendí peldaño a peldaño, posando los pies con infinita cautela. Me detuve a medio trayecto y escruté la tiniebla que inundaba la planta baja.
Fumero había dejado el portón principal abierto a su paso. El viento había apagado las velas y escupía remolinos de nieve. La hojarasca helada danzaba en la bóveda, flotando en un túnel de claridad polvorienta que insinuaba las ruinas del caserón. Descendí cuatro peldaños más, apoyándome contra la pared. Vislumbré un atisbo de la cristalera de la biblioteca. Seguía sin detectar a Fumero. Me pregunté si habría descendido al sótano o a la cripta. El polvo de nieve que penetraba desde el exterior estaba borrando sus huellas. Me deslicé hasta el pie de la escalinata y eché un vistazo hacia el corredor que conducía a la entrada. El viento helado me escupió en la cara. La garra del ángel sumergido en la fuente se entreveía en la tiniebla. Miré en la otra dirección. La entrada a la biblioteca quedaba a una decena de metros del pie de la escalinata. La antecámara que conducía hasta allí quedaba velada de oscuridad. Comprendí que Fumero podía estar observándome a apenas unos metros del punto en el que me encontraba, sin que yo pudiera verle. Escruté la sombra, impenetrable como las aguas de un pozo. Respiré hondo y, casi arrastrando los pies, crucé la distancia que me separaba de la entrada de la biblioteca a ciegas.