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El piso de la ronda de San Antonio era un ático. Descubrí que había una puerta de acceso al terrado que daba a la escalera. Los terrados de toda la manzana formaban una red de patios adosados separados por muros de apenas un metro donde los vecinos acudían a tender la colada. No tardé en encontrar un edificio al otro lado de la manzana, con fachada en la calle Joaquín Costa, desde el que podía acceder al terrado y, una vez allí, saltar el muro y llegar al edificio de la Ronda de San Antonio sin que nadie pudiera verme entrar o salir de la finca. En una ocasión recibí una carta del administrador diciéndome que algunos vecinos habían notado ruidos en el piso de los Fortuny. Contesté en nombre del abogado Requejo alegando que en ocasiones algún miembro del despacho había tenido que acudir a buscar papeles o documentos al piso y que no había motivo de alarma, aunque los ruidos fuesen nocturnos. Añadí un cierto giro para dar a entender que, entre caballeros, contables y abogados, un picadero secreto era más sagrado que el Domingo de Ramos. El administrador, mostrando solidaridad gremial, contestó que no me preocupase lo más mínimo, que se hacía cargo de la situación.

En aquellos años, desempeñar el papel del abogado Requejo fue mi única diversión. Una vez al mes acudía a visitar a mi padre en el Cementerio de los Libros Olvidados. Nunca mostró interés en conocer a aquel marido invisible y yo nunca me ofrecí a presentárselo. Rodeábamos el tema en nuestra conversación como navegantes expertos que sortean un escollo a ras de superficie, esquivando la mirada. A veces se me quedaba mirando en silencio y me preguntaba si necesitaba ayuda, si había algo que él pudiera hacer. Algunos sábados, al amanecer, acompañaba a Julián a ver el mar. Subíamos al terrado y cruzábamos hasta el edificio contiguo para salir a la calle Joaquín Costa. De allí descendíamos hasta el puerto a través de callejuelas del Raval. Nadie nos salía al paso. Temían a Julián, incluso de lejos. A veces llegábamos hasta el rompeolas. A Julián le gustaba sentarse en las rocas, mirando hacia la ciudad. Pasábamos horas así, casi sin intercambiar una palabra. Alguna tarde nos colábamos en un cine, cuando ya había empezado la sesión. En la oscuridad nadie reparaba en Julián. Vivíamos de noche y en silencio. A medida que pasaban los meses aprendí a confundir la rutina con la normalidad, v con el tiempo llegué a creer que mi plan había sido perfecto. Pobre imbécil.

12

1945, un año de cenizas. Sólo habían pasado seis años desde el fin de la guerra y aunque sus cicatrices se sentían a cada paso, casi nadie hablaba de ella abiertamente. Ahora se hablaba de la otra guerra, la mundial, que había apestado el mundo con un hedor a carroña y bajeza del que jamás volvería a desprenderse. Eran años de escasez y miseria, extrañamente bendecidos por esa paz que inspiran los mudos y los tullidos, a medio camino entre la lástima y el repelús. Tras años de buscar en vano trabajo como traductora, encontré finalmente un empleo como correctora de pruebas en una editorial fundada por un empresario de nuevo cuño llamado Pedro Sanmartí. El empresario había edificado el negocio invirtiendo la fortuna de su suegro, a quien luego había instalado en un asilo frente al lago de Bañolas a la espera de recibir por correo su certificado de defunción. Sanmartí, que gustaba de cortejar mozuelas a las que doblaba la edad, se había beatificado por el lema tan en boga por entonces del hombre hecho a sí mismo. Chapurreaba un inglés con acento de Vilanova i la Geltrú, convencido de que era el idioma del futuro y remataba sus frases con la coletilla del «Okey».

La editorial (a la que Sanmartí había bautizado con el peregrino nombre de «Endymión» porque le sonaba a catedralicio y propicio para hacer caja) publicaba catecismos, manuales de buenas maneras v una colección de seriales novelados de lectura edificante protagonizados por monjitas de comedia ligera, personal heroico de la Cruz Roja y funcionarios felices y de alta fibra apostólica. Editábamos también una serie de historietas de soldados americanos titulada «Comando Valor», que arrasaba entre la juventud deseosa de héroes con aspecto de comer carne siete días a la semana. Yo había hecho en la empresa una buena amiga en la secretaria de Sanmartí, una viuda de guerra llamada Mercedes Pietro con la que pronto sentí una afinidad completa y con la que podía entenderme con apenas una mirada o una sonrisa. Mercedes y yo teníamos mucho en común: éramos dos mujeres a la deriva, rodeadas de hombres que estaban muertos o se habían escondido del mundo. Mercedes tenía un hijo de siete años enfermo de distrofia muscular al que sacaba adelante como podía. Tenía apenas treinta y dos años, pero se le leía la vida en los surcos de la piel. Durante todos aquellos años, Mercedes fue la única persona a la que me sentí tentada de contárselo todo, de abrirle mi vida.

Fue ella quien me contó que Sanmartí era un gran amigo del cada día más condecorado inspector jefe Francisco Javier Fumero. Ambos formaban parte de una camarilla de individuos surgidos de entre las cenizas de la guerra que se extendía como tela de araña por la ciudad, inexorable. La nueva sociedad. Un buen día Fumero se presentó en la editorial. Acudía a visitar a su amigo Sanmartí, con quien había quedado para ir a comer. Yo, con alguna excusa, me escondí en el cuarto del archivo hasta que ambos partieron. Cuando volví a mi mesa, Mercedes me lanzó una mirada que lo decía todo. Desde entonces, cada vez que Fumero se presentaba por las oficinas de la editorial, ella me avisaba para que me ocultase.

No pasaba un día en que Sanmartí no intentase sacarme a cenar, invitarme al teatro o al cine con cualquier excusa. Yo siempre respondía que me esperaba mi marido en casa y que su señora debía de estar preocupada, que se hacía tarde. La señora Sanmartí, que ejercía de mueble o fardo mudable, cotizando muy por debajo del obligatorio Bugatti en la escala de afectos de su esposo, parecía haber perdido ya su papel en el sainete de aquel matrimonio una vez la fortuna del suegro había pasado a manos de Sanmartí. Mercedes ya me había advertido de qué iba el percal. Sanmartí, dotado de una capacidad de concentración limitada en el espacio y en el tiempo, apetecía carne fresca y poco vista, concentrando sus bagatelas donjuanescas en la recién llegada, que en este caso era yo. Sanmartí recurría a todos los resortes para iniciar una conversación conmigo.

– Me cuentan que tu marido, ese tal Moliner, es escritor… A lo mejor le interesaría escribir un libro sobre mi amigo Fumero, para el que ya tengo título: Fumero, azote del crimen o la ley de la calle. ¿Qué me dices, Nurieta?

– Se lo agradezco muchísimo, señor Sanmartí, pero es que Miquel está enfrascado en una novela y no creo que pueda en este momento…

Sanmartí reía a carcajadas.

– ¿Una novela? Por Dios, Nurieta… Si la novela está muerta y enterrada. Me lo contaba el otro día un amigo que acaba de llegar de Nueva York. Los americanos están inventando una cosa que se llama televisión y que será como el cine, pero en casa. Ya no harán falta ni libros, ni misa, ni nada de nada. Dile a tu marido que se deje de novelas. Si al menos tuviese nombre, fuera futbolista o torero… Mira, ¿qué me dices si cogemos el Bugatti y nos vamos a comer una paella a Castelldefels para discutir todo esto? Mujer, es que tienes que poner algo de tu voluntad… Ya sabes que a mí me gustaría ayudarte. Y a tu maridito también. Ya sabes que en este país, sin padrinos, no hay nada que hacer.

Empecé a vestirme como una viuda de Corpus o una de esas mujeres que parecen confundir la luz del sol con el pecado mortal. Acudía a trabajar con el pelo recogido en un moño y sin maquillar. Pese a mis ardides, Sanmartí seguía espolvoreándome con sus insinuaciones, siempre prendidas de esa sonrisa aceitosa y gangrenada de desprecio que caracteriza a los eunucos prepotentes que penden como morcillas tumefactas de los altos escalafones de toda empresa. Tuve dos o tres entrevistas con perspectivas a otros empleos, pero tarde o temprano acababa por encontrarme otra versión de Sanmartí. Crecían como plaga de hongos que anidan en el estiércol con que se siembran las empresas. Uno de ellos se tomó la molestia de llamar a Sanmartí y decirle que Nuria Monfort andaba buscando empleo a sus espaldas. Sanmartí me convocó a su despacho, herido de ingratitud. Me puso la mano en la mejilla e hizo un amago de caricia. Le olían los dedos a tabaco y a sudor. Me quedé lívida.