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Tu odio a la prostitución era de larga data y tenía que ver con el disgusto y la repugnancia que, desde tu matrimonio con Chazal y hasta conocer a Olympia Maleszewska, te inspiraba el sexo. Por más que racionalmente te decías que a gran número de mujeres eran el hambre, la necesidad de sobrevivir, lo que las empujaba a abrir las piernas por dinero, y que, por lo tanto, las rameras, como esas miserables que habías visto en el East End, de Londres, eran más dignas de conmiseración que de asco, algo instintivo, un rechazo visceral, un ramalazo de cólera, surgía en ti, Florita, cuando pensabas en la abdicación moral, en la renuncia a la dignidad de la mujer que vendía su cuerpo a la lujuria de los hombres. «En el fondo, eres una puritana, Florita -se burlaba Olympia, mordisqueándote los pechos-. Atrévete a decirme que en este instante no gozas».

Y, sin embargo, en Arequipa, por primera y única vez en su vida, durante la guerra civil entre orbegosistas y gamarristas que le tocó presenciar en los primeros meses de 1834, Flora llegó a sentir por las rabonas, que, a fin de cuentas, eran una variante de las rameras, respeto y admiración. Y así lo escribiste en Peregrinaciones de una paria, en el encendido elogio que hiciste de ellas.

¡Vaya viaje aquel a la tierra de tu padre, Andaluza! Hasta una revolución y una guerra civil te tocó presenciar, y, en cierto modo, tomar parte en la contienda. Apenas recordabas los orígenes y las circunstancias, en verdad meros pretextos para el desenfrenado apetito de poder, la enfermedad que compartían todos esos generales y generalitos que, desde la Independencia, se disputaban la presidencia del Perú, por medios legales, y, más a menudo, a tiros y cañonazos. En este caso, la revolución comenzó cuando, en Lima, la Convención Nacional eligió, para suceder al presidente Agustín Gamarra que terminaba su mandato, al Gran Mariscal don Luis José de Orbegoso, en vez del general Pedro Bermúdez, protegido de Gamarra, y, sobre todo, de la mujer de éste, doña Francisca Zubiaga de Gamarra, apodada la Mariscala, un personaje cuya aureola de aventura y leyenda te fascinó desde que oíste hablar de ella por primera vez. Doña Pancha, la Mariscala, vestida de militar, había combatido a caballo junto a su marido, y gobernado con él. Cuando Gamarra ocupó la presidencia, tuvo tanta o más autoridad que el Mariscal en los asuntos de gobierno y no vaciló en sacar la pistola para imponerse, y en manejar el látigo o abofetear a quien no le obedecía o guardaba el respeto, como hubiera hecho el más beligerante varón.

Cuando la Convención Nacional eligió a Orbegoso en vez de Bermúdez, la guarnición de Lima, a instigación de Gamarra y de la Mariscala, dio, el 3 de enero de 1834, un cuartelazo. Pero tuvo éxito sólo parcial, porque Orbegoso, con parte del ejército, consiguió salir de Lima para organizar la resistencia. El país se dividió en dos bandos, según las guarniciones se pronunciaban en favor de Orbegoso o de Bermúdez. Cusco y Puno, con el general San Román a la cabeza, tomaron partido por el golpe, es decir, por Bermúdez, es decir, por Gamarra y la Mariscala. Arequipa, en cambio, se decidió por Orbegoso, el presidente legítimo, y bajo el mando militar del general Nieto se dispuso a resistir el ataque de los sublevados.

Días divertidos, ¿verdad, Florita? Sumida en la excitación por lo que ocurría, ella no se sintió nunca en peligro, ni siquiera durante la batalla de Cangallo, que, tres meses después de iniciada la guerra civil, decidió la suerte de Arequipa. Una batalla que Flora contempló, como una función de ópera, con un largavista, desde la terraza-azotea de su tío don Pío, mientras éste y sus parientes, y toda la sociedad arequipeña, se apiñaban en los monasterios, conventos e iglesias, temerosos, más que de las balas, del saqueo de la ciudad que inevitablemente seguía a las acciones guerreras, fuera quien fuera el vencedor.

Para entonces, milagrosamente, Flora y don Pío habían hecho las paces. Una vez que su sobrina aceptó que no podía emprender acción legal alguna contra su tío, éste, asustado del escándalo con que ella lo había amenazado el día de la pelea, amansó a Florita, movilizando a su mujer, hijos, sobrinas, y sobre todo al coronel Alrhaus, para que la hicieran desistir de su propósito de dejar la casa de los Tristán. Debía permanecer aquí, donde sería siempre tratada como la sobrinita querida de don Pío, objeto de la solicitud y cariño de la parentela. Nunca le faltaría nada y todos la querrían. Flora -qué te quedaba- consintió.

No lo lamentabas, desde luego. Qué pena hubiera sido perderse esos tres meses de efervescencia, trastornos, convulsiones y agitación social indescriptible en que vivió Arequipa desde el estallido de la revolución hasta la batalla de Cangallo.

. Apenas el general Nieto comenzó a militarizar la ciudad y a preparada para resistir a los gamarristas, don Pío entró en convulsiones histéricas. Para él, las guerras civiles significaban que los combatientes entrarían a saco en su fortuna, con el pretexto de las contribuciones para la defensa de la libertad y de la patria. Llorando como un niño contó a Florita que el general Simón Bolívar le había sacado un cupo de veinticinco mil pesos, y el general Sucre otro de diez mil y, por supuesto, ese par de bribonzuelos no le habían devuelto ni un centavo. ¿Qué cupo le infligiría ahora el general Nieto, a quien, por lo demás, manejaba como su títere ese cura revolucionario demoníaco, el impío deán Juan Gualberto Valdivia, que, desde su periódico El Chili acusaba al obispo Goyeneche de robarse la plata de los pobres y protestaba contra el celibato de los curas, que pretendía abolir? Flora le aconsejó que, antes de que el general Nieto le fijara un cupo, fuera él, en persona, en un acto de espontánea adhesión, a llevarle cinco mil pesos. De este modo, se lo ganaría y quedaría a salvo de nuevas sangrías revolucionarias.

– ¿Tú crees, Florita? -murmuró el avaro-. ¿No bastarían unos dos mil?

– No, tío, debe usted darle cinco mil, para desarmarlo emocionalmente.

Don Pío le hizo caso. Desde entonces, consultó con Flora todas sus acciones en un conflicto en el que a él, como a todos los ciudadanos pudientes de Arequipa, sólo le interesaba no ser desvalijado por los bandos en pugna.

El coronel Althaus obtuvo su nombramiento como jefe de Estado Mayor del general Nieto, después de considerar ir a ponerse al servicio del adversario, el general San Román, que venía desde Puno con el ejército gamarrista a invadir Arequipa. Althaus hacía toda clase de confidencias a Flora, divirtiéndose a lo grande con la perspectiva de una guerra. Se burlaba con ferocidad del general Nieto, quien, con los cupos que hizo pagar en monedas contantes y sonantes a los propietarios de Arequipa -Flora vio desfilar por la calle Santo Domingo a estos contritos señores con sus talegas de dinero bajo el brazo, rumbo al cuartel general, la prefectura-, compró «dos mil ochocientos sables para un ejército de sólo seiscientos soldados, levados en las calles con sogas, que ni siquiera tenían zapatos».

A una legua de la ciudad fue instalado el campamento militar. Bajo la jefatura de Althaus, una veintena de oficiales instruían a los reclutas en el arte militar. En medio de ellos se paseaba, montado en una mula y arrebujado en una capa morada, con una carabina al hombro y una pistola en la cintura, el tétrico deán Valdivia. Pese a tener sólo treinta y cuatro años, estaba prematuramente envejecido. Flora pudo cambiar unas palabras con él, y llegó a la conclusión de que, probablemente, este cura filibustero era la única persona que combatía en esta revolución guiado por un ideal y no por intereses mezquinos. El deán Valdivia, luego de la instrucción, exhortaba a los soldados bostezantes, en vibrantes arengas, a luchar hasta la muerte en defensa de la Constitución y de la libertad, encarnadas en el Mariscal Orbegoso, en contra de «Gamarra y su rabona, la Mariscala», esos golpistas y subversores del orden democrático. Por la convicción con que hablaba, el deán Valdivia creía a pie juntillas lo que decía.