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¿Qué habría hecho Dominga Gutiérrez en estos once años? ¿Viviría, por fin, lejos de su tierra arequipeña, donde sería siempre objeto de controversia y curiosidad pública, o habría conseguido viajar y desaparecer en Lima como anhelaba? ¿Se habría enterado Dominga del cariño y la solidaridad con que habías descrito su historia en Peregrinaciones de una paria? No lo sabrías nunca, Florita. Desde que don Pío Tristán hizo quemar públicamente tu libro de memorias, allá en Arequipa, nunca más recibiste una carta de los conocidos y parientes que frecuentaste, años atrás, en tu aventura peruana.

Durante la visita al Arsenal Naval de Toulon, que le tomó todo un día, Flora tuvo ocasión, otra vez, como en Inglaterra, de ver de cerca el mundo carcelario. No era el tipo de cárcel que había conocido su prima Dominga, sino algo peor. Los miles de presos que cumplían condenas de trabajos forzados en las instalaciones del Arsenal llevaban en los tobillos unas cadenas, que, a muchos, les habían desgarrado la piel y formado costras. No sólo las cadenas los distinguían de los obreros, con los que trabajaban entremezclados en talleres y canteras; también, los blusones rayados en que iban embutidos, y los gorros, cuyo color indicaba la condena que purgaban. Era difícil evitar un estremecimiento ante los forzados que llevaban gorros verdes, la cadena perpetua. Como Dominga, estos pobres diablos sabían que, a menos de una fuga, vivirían lo que les quedaba de vida sometidos a esta rutina embrutecedora, custodiados por guardias armados, hasta que la muerte viniera a librados de la pesadilla.

Como en las cárceles inglesas, aquí también la sorprendió la cantidad de presos que, a simple vista, eran enfermos mentales, infelices aquejados de cretinismo, delirios y otras formas de enajenación. La miraban embobados, boquiabiertos, con hilos de saliva descolgándose de sus labios, y los ojos vidriosos, extraviados, del que ha perdido la razón. Muchos no debían de haber visto una mujer hada tiempo, por la expresión de éxtasis o de terror con que veían pasar a Flora. Y algunos idiotas se llevaban la mano a las partes pudendas, y comenzaban a masturbarse, con la naturalidad de las bestias.

¿Era justo que los débiles mentales, los tarados y los locos fueran juzgados y condenados, igual que los individuos en su pleno juicio? ¿No era una injusticia monstruosa? ¿Qué responsabilidad podía tener sobre sus actos un enajenado? Buen número de estos forzados, en vez de estar aquí, deberían hallarse en asilos de alienados. Aunque, recordando aquellos hospitales psiquiátricos de Inglaterra, y los tratamientos a que eran sometidos los locos, era preferible ser condenados como delincuentes. He ahí un tema para reflexionar y buscarle solución en la futura sociedad, Florita.

Los oficiales del Arsenal de Toulon le advirtieron que no debía entablar diálogos con los trabajadores -presos u obreros-, porque podían suscitarse situaciones incómodas. Pero, fiel a su genio, Flora se acercó a los grupos, hizo preguntas sobre las condiciones de trabajo, sobre la relación de forzados con cadenas y los obreros, y, de pronto, ante el desconcierto de los dos oficiales de la Marina y el funcionario civil que la acompañaban, se vio presidiendo, al aire libre, un encendido debate en torno a la pena de muerte. Ella defendía la abolición de la guillotina como una medida de justicia, y anunció que la Unión Obrera la prohibiría. Muchos obreros protestaron, airados. Si ahora, existiendo la guillotina, se cometían tantos robos y crímenes, ¿qué sería cuando desapareciera el freno que la pena de muerte inspiraba a los criminales? El debate se vio interrumpido de manera farsesca, cuando un grupo de locos, atraídos por la discusión, intentó participar en ella. Sobreexcitados, gesticulantes, dando brincos, hablaban a la vez, rivalizando en disparates, o cantando y bailoteando para llamar la atención, entre las risas de los otros, hasta que los guardianes pusieron orden, blandiendo sus garrotes.

Para Flora, la experiencia fue utilísima. Buen número de obreros, a raíz de lo que le oyeron decir durante la visita al Arsenal, se interesaron en la Unión Obrera y le preguntaron dónde podían charlar con ella con más calma. A partir de ese día, y ante la sorpresa de sus amigos sansimonianos que apenas le habían podido organizar un par de encuentros con un puñado de burgueses, Flora pudo reunirse, dos o tres veces en el día, con grupos de obreros que acudían llenos de curiosidad a escuchar a este extraño personaje con faldas, decidida a implantar la justicia universal, en un mundo sin explotadores y sin ricos, en el que, entre otras excentricidades, las mujeres tendrían los mismos derechos que los hombres ante la ley, en el seno de la familia, y hasta en el trabajo. Del pesimismo con que llegó a esta ciudad de militares y marinos, Flora pasó a un entusiasmo que hasta alivió sus males. Se sintió mejor y poseída de la energía de sus mejores épocas. Tenía una actividad frenética desde el alba hasta la medianoche. Mientras se desvestía -¡ah, el sofocante corsé, contra el que habías lanzado una diatriba en tu novela Méphis y que quedaría prohibido en la futura sociedad como una prenda indigna pues hacía sentirse a las mujeres cinchadas como yeguas!-, al hacer el balance del día, se alegraba. Los resultados no podían ser mejores; medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera se agotaron y debió pedir más al editor. Las inscripciones en el movimiento sobrepasaron pronto el centenar.

A las reuniones, en casas particulares, sociedades obreras, centros masónicos o talleres de artesanos, llegaban a veces inmigrantes que no hablaban francés. Con los griegos e italianos no era problema, pues siempre aparecía alguna persona bilingüe, que oficiaba de traductora. Era más difícil con los árabes, quienes se quedaban acuclillados en un rincón, enfurecidos por no poder participar.

En estas reuniones de gentes de distintas razas y lenguas surgían a menudo incidentes que Flora tenía que sofocar, con enérgicas intervenciones contra los prejuicios raciales, culturales y religiosos. No siempre tenías éxito, Florita. ¡Qué difícil convencer a muchos compatriotas de que todos los seres humanos eran iguales, con prescindencia del color de su piel, de la lengua que hablaran o del dios al que rezaban! Incluso cuando parecían admitirlo, apenas surgía cualquier discrepancia, afloraban el desdén, el desprecio, los insultos, las proclamas racistas y nacionalistas. En una de esas discusiones, Flora reprochó indignada a un calafateador francés pedir que se prohibieran estas reuniones a los «paganos mahometanos». El obrero se levantó y partió dando un portazo, gritándole desde la puerta: «¡Puta de negros!». Flora aprovechó para incitar a la asamblea a cambiar ideas sobre el tema de la prostitución.

Fue una discusión larga, complicada, en la que, debido a la presencia de Flora, los asistentes tardaron en envalentonarse y hablar con franqueza. Quienes condenaban a las prostitutas, lo hacían sin convicción, más para halagar a Flora que creyendo lo que decían. Hasta que un ceramista macilento, ligeramente tartamudo -le decían Jojó-, osó contradecir a sus compañeros. Con la vista baja, en medio de un silencio sepulcral al que siguieron risitas maliciosas, dijo que no estaba de acuerdo con tantos ataques a las prostitutas. Ellas, después de todo, eran «las queridas y amantes de los pobres». ¿Acaso tenían éstos los medios económicos de los burgueses para costearse entretenidas? Sin las prostitutas, la vida de los humildes sería aún más triste y aburrida.

– Usted dice eso porque es hombre -lo interrumpió Flora, indignada-. ¿Diría lo mismo si fuera una mujer?

Estalló una violenta discusión. Otras voces apoyaron al ceramista. Durante el debate, Flora se enteró de que los burgueses de Toulon tenían la costumbre de asociarse para mantener queridas en grupo. Cuatro o cinco comerciantes, industriales 0- rentistas hacían un fondo común para mantener a otras tantas amantes, a las que estos sinvergüenzas compartían. Así rebajaban los gastos de manutención y cada cual disfrutaba de un pequeño harén. La sesión terminó con un discurso de Flora, exponiendo ante caras escépticas, cuando no risueñas, su idea, diametralmente opuesta a la de los fourieristas, de que, en la futura sociedad, ladrones y prostitutas serían confinados en islas remotas, lejos del resto de la gente común a la que de este modo ya no podrían degradar con su mala conducta.