Apenas se salió del hospital -los médicos querían retenerlo pero él se negó pues los doce francos diarios que le cobraban desequilibraron su presupuesto- se mudó a una de las pensiones más baratas que encontró en Papeete, en la barriada de los chinos, a la espalda de la catedral de la Inmaculada Concepción, feo edificio de piedra levantado a pocos metros del mar, cuya torrecilla de madera con techumbre rojiza veía desde su pensión. En esa vecindad se habían concentrado, en cabañas de madera decoradas con linternas rojas e inscripciones en mandarín, buen número de los tres centenares de chinos venidos a Tahití como braceros para trabajar en el campo, pero, por las malas cosechas y la quiebra de algunos colonos, emigraron a Papeete, donde vivían dedicados al pequeño comercio. El alcalde François Cardella había autorizado en el barrio la apertura de fumaderos de opio, a los que tenían acceso sólo los chinos, pero, al poco tiempo de instalarse allí, Paul se las arregló para colarse en un fumadero y fumar una pipa. La experiencia no lo sedujo; el placer de los estupefacientes era demasiado pasivo para él, poseído por el demonio de la acción.
En la pensión del barrio chino vivía con muy poco dinero, pero en una estrechez y pestilencia -había chiqueros en torno y muy cerca estaba el camal, donde se beneficiaba toda clase de animales- que le quitaban las ganas de pintar y lo empujaban a la calle. Iba a sentarse en uno de los barcitos del puerto, frente al mar. Allí solía pasarse horas, con un azucarado ajenjo y jugando partidas de dominó. El subteniente Jénot -delgado, elegante, culto, finísimo- le dio a entender que vivir entre los chinos de Papeete lo desprestigiaría ante los ojos de los colonos, algo que a Paul le encantó. ¿Qué mejor manera de asumir su soñada condición de salvaje que ser despreciado por los popa'a, los europeos de Tahití?
A Titi Pechitos no la conoció en alguno de los siete barcitos del puerto de Papeete, donde los marineros, de paso iban a emborracharse y a buscar mujeres, sino en la gran Plaza del Mercado, la explanada que rodeaba una fuente cuadrada, con una pequeña verja, de la que surtía un lánguido chorrito de agua. Limitada por la rue Bonard y la rue des Beaux-Arts y contigua a los jardines del ayuntamiento, la Plaza del Mercado, corazón del comercio de alimentos, artículos domésticos y chucherías desde el amanecer hasta la media tarde, se convertía de noche en el Mercado de la Carne, al decir de los europeos de Papeete, que tenían de ese lugar visiones infernales, todas asociadas con la licencia y el sexo. Hirviendo de vendedores ambulantes de naranjas, sandías, cocos, piñas, castañas, dulces almibarados, flores y baratijas, con la oscuridad y al reflejo de pálidos mecheros sonaban los tambores y se organizaban allí fiestas y bailes que terminaban en orgías. Participaban en ellas no sólo los nativos; también, algunos europeos de escasa reputación: soldados, marineros, mercaderes de paso, vagos, adolescentes nerviosos. La libertad con que se negociaba y practicaba allí el amor, en escenas de verdadera promiscuidad colectiva, entusiasmó a Paul. Cuando se supo que, además de vivir entre chinos, era un asiduo visitante del Mercado de la Carne, la imagen del pintor parisino recién avecindado en Papeete tocó fondo ante las familias de la sociedad colonial. Nunca más fue invitado al Club Militar, donde lo llevó Jénot a poco de llegar, ni a ceremonia alguna que presidieran el alcalde Cardella o el gobernador Lacascade, quienes lo habían recibido cordialmente a su llegada.
Titi Pechitos estaba aquella noche en el Mercado de la Carne ofreciendo sus servicios. Era una mestiza de neozelandés y maorí que debió haber sido bella en una juventud rápidamente quemada por la mala vida, simpática y locuaz. Paul pactó con ella por una suma módica y se la llevó a su pensión. Pero la noche que pasaron juntos fue tan grata que Titi Pechitos se negó a recibir su dinero. Prendada de él, se quedó a vivir con Paul. Aunque prematuramente envejecida, era una gozadora incansable y en esos primeros meses en Tahití lo ayudó a aclimatarse a su nueva vida y a combatir la soledad.
A poco de estar viviendo juntos, aceptó acompañado al interior de la isla, lejos de Papeete. Paul le explicó que había venido a la Polinesia a vivir la vida de los nativos, no la de los europeos, y que para eso era indispensable salir de la occidentalizada capital. Vivieron unas semanas en Paea, donde Paul no se sintió del todo cómodo, y luego en Mataiea, a unos cuarenta kilómetros de Papeete. Allí, alquiló una cabaña frente a la bahía, desde la cual podía zambullirse en el mar. Tenía al frente una pequeña isla, y, detrás, la alta empalizada de montañas de picos abruptos cargadas de vegetación. Nada más instalados en Mataiea, empezó a pintar, con verdadera furia creativa. Y, a medida que se pasaba las horas fumando su pipa y pergeñando bocetos o plantado frente a su caballete, se desinteresaba de Titi Pechitos, cuya cháchara lo distraía. Luego de pintar, para no tener que hablar con ella, pasaba el rato rasgueando su guitarra o entonando canciones populares acompañado de su mandolina. «¿Cuándo se marchará?», se preguntaba, curioso, observando el aburrimiento indisimulable de Titi Pechitos. No tardó en hacerlo. Cuando él había ya terminado una treintena de cuadros y cumplía exactamente ocho meses en Tahití, una mañana, al despertarse, encontró una nota de despedida que era un modelo de concisión: «Adiós y sin rencores, querido Paul».
Lo apenó muy poco su partida; la verdad, la neozelandesa-maorí, ahora que estaba dedicado a pintar, en vez de una compañía era un estorbo. Lo importunaba con su charla; si no se iba, probablemente hubiera terminado echándola. Por fin pudo concentrarse y trabajar con total tranquilidad. Luego de dificultades, enfermedades y tropiezos, comenzaba a sentir que su venida a los Mares del Sur, en busca del mundo primitivo, no había sido inútil. No, Paul. Desde que te enterraste en Mataiea, habías pintado una treintena de cuadros, y, aunque no hubiera entre ellos una obra maestra, tu pintura, gracias al mundo sin domesticar que te rodeaba, era más libre, más audaz. ¿No estabas contento? No, no lo estabas.
A las pocas semanas de la partida de Titi Pechitos, comenzó a sentir hambre de mujer. Los vecinos de Mataiea, casi todos maoríes, con los que se llevaba bien y a los que a veces les invitaba en su cabaña un trago de ron, le aconsejaron que se buscara una compañera en las poblaciones de la costa oriental, donde había muchachas ansiosas de maridar. Resultó más fácil de lo que suponía. Fue, a caballo, en una expedición que bautizó «en busca de la sabina», y en la minúscula localidad de Faaone, en una tienda a la vera del camino donde se detuvo a refrescarse, la señora que atendía le preguntó qué buscaba por aquellos lares.
– Una mujer que quiera vivir conmigo -le bromeo.
La señora, ancha de caderas, todavía agraciada, estuvo considerándolo un momento, antes de volver a hablar. Lo escudriñaba como si quisiera leerle el alma.
– Tal vez le convenga mi hija -le propuso al fin, muy seria-. ¿Quiere verla?
Desconcertado, Koke asintió. Momentos después, la señora volvió con Teha'amana. Dijo que sólo tenía trece años, pese a su cuerpo desarrollado, de pechos y muslos firmes, y unos labios carnosos que se abrían sobre una dentadura blanquísima. Paul se acercó a ella, algo confuso. ¿Querría ser su mujer? La chiquilla asintió, riéndose.
– ¿No me tienes miedo, a pesar de no conocerme? Teha'amana negó con la cabeza.
– ¿Has tenido enfermedades? -No.
– ¿Sabes cocinar?
Media hora más tarde, emprendía el regreso a Mataiea seguido a pie por su flamante adquisición, una bella lugareña que hablaba un francés dulce y que llevaba al hombro todas sus pertenencias. Le ofreció subida a la grupa del caballo, pero la muchacha se negó, como si le propusiera un sacrilegio. Desde ese primer día lo llamó Koke. El nombre se extendería como la pólvora y poco después todos los vecinos de Mataiea, y más tarde todos los tahitianos e incluso algunos europeos, lo llamarían así.